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miércoles, 5 de marzo de 2014

DROGAS: ALEMANIA ESTABLECE ZONAS LIBRES PARA EL CONSUMO

Alemania estableció zonas libres de consumo y redujo el número de muertes por sobredosis. Crear una “zona libre” para drogarse, implica tener rápido acceso a médicos que suministren el antídoto necesario para sobredosis o convulsiones, además de que las ambulancias puedan llegar rápidamente para trasladar a los adictos a un centro asistencial.


Como consecuencia del rebrote de consumo de heroína en Estados Unidos de América, El Pais de Madrid publicó una investigación sobre las “zonas de consumo libre” de Berlín, “donde los adictos pueden inyectarse o fumar estupefacientes en un ambiente aséptico, con jeringas limpias y bajo la supervisión de asistentes sociales y personal médico”.  La policía no puede acceder.

Si bien los “clientes” deben darse de alta, sus datos quedan anónimos. Se ofrecen duchas, comida caliente a dos euros, café a 30 céntimos y fruta gratis. Con medidas de este tenor, es que Alemania ha logrado contener el problema de la heroína desde los años noventa”. “Aquí nadie se muere de sobredosis”, aclara Christian Hannis, director de la organización. En total hay 24 lugares como este en todo el país.

Los germanos supieron tener los índices más altos de muertes por heroína desde la década del 80. “Unos 35 años más tarde, los datos confirman que la tendencia es al retroceso. Tanto el número de adictos registrados, como las cantidades de heroína interceptadas por la policía han bajado”, según datos de la Oficina del Control de Drogas del Gobierno.

Para 2011, Alemania consiguió la cifra de víctimas fatales por heroína mas bajo desde 1988: 944. Y se logró a través de campañas informativas y las que expertos definen como “ofertas de supervivencia”, es decir, programas de metadona y zonas de consumo libre. Se consiguió contener el contagio de hepatitis y HIV, síndromes conectadas a este tipo de drogadicción, y se estabilizó la salud de dependientes de larga fecha. Aún así, el precio de la heroína se redujo a la mitad en los últimos veinte años, y esto la confirma como una sustancia atractiva para muchos.

“Prohibido descargar aquí sus sentidos de culpa”. El mensaje está colgado a espaldas de la barra del café. “Al lado, un enorme cartel de fondo negro explica la oferta de la casa: jeringas de 20, diez, cinco y dos mililitros, agujas largas y cortas, papel aluminio, algodón, cucharas esterilizadas, agua destilada, mecheros, contenedores para jeringas usadas, gazas, parches, preservativos. Debajo del cartel, un gran contenedor con un embudo encima sirve para tirar las agujas usadas. Una practicante francesa, Lelia, sistematiza las tazas del café detrás de la barra y las frutas en dos grandes cestas. En la cocina, Natalia, otra joven empleada, prepara una salsa de verduras. Desde la sala principal del café se accede a otras dos habitaciones más pequeñas: la primera tiene una mesa y cuatro sillas, aquí se puede fumar en “free base”, heroína o cocaína. La segunda habitación es más amplia, tiene cuatro sillas rojas alineadas que miran hacia un espejo. En un rincón está colocado un respirador. Es la sala de las inyecciones”, dice la nota.

El lugar abre a las diez y media de la mañana y cierra a las 16.00. Durante ese tiempo, se irán turnando unas cuarenta personas.

No es un consultorio psicológico, no se ofrecen terapias o métodos para dejar la droga. Si alguien pide ayuda,  se le pone en contacto con otra oficina relacionada. El marco legal para estas estructuras fue introducido en 1994. Para la ley se trata de “estructuras en cuyas habitaciones los adictos de sustancias estupefacientes tienen la posibilidad de consumir drogas no prescritas por los médicos”.

La nota relata: “Chris es de los primeros en llegar. Es un hombre de treinta años que aparenta menos, es limpio y afeitado, viste deportivo y tiene una gran bolsa negra de gimnasia. Se dirige directamente a la habitación de las inyecciones donde se queda unos 15 minutos. Al salir, extrae de su bolso un contenedor con dos jeringas y las tira en el cubo apósito. En la barra recibe dos a cambio. Pide un café y se lía un cigarro. “Me acabo de inyectar un cóctel de heroína junto a medio gramo de cocaína”, cuenta. Es alemán pero habla castellano correctamente con un fuerte acento latino. “Trabajé seis meses en un centro en Nicaragua como voluntario para ayudar jóvenes drogadictos”. La contradicción no parece molestarle. Habla de su dependencia como si no fuera un problema.

“En la sala de humo el olor es acre y se pega en la garganta. Mark es un alemán alto y moreno, entra y recorta un trozo de papel aluminio. Lo dobla varias veces y vacía el contenido marrón de una de las dos pequeñas bolsas que trae consigo. Con el mechero calienta el aluminio desde abajo. La sustancia se derrite y desprende un humo que él inspira con una patilla. “Un gramo en Berlín cuesta diez euros. Te lo venden en pequeñas bolas, se adquiere en las mayores estaciones de metro, pero lo que se encuentra ahora por Berlín da asco”, explica.

“A las 15.30 ya no se puede entrar en el Birkenstube. En el café se quedan unas diez personas. Un hombre pide por dos euros el plato de pasta con verduras cocinado por Natalia. La radio está apagada. Su teléfono suena: el tono es la canción Pass this on de los Knife. Egidio sale de la habitación de las inyecciones. Ha esperado hasta el último minuto para poder aguantar hasta el día siguiente. Ya no sonríe, ni habla”.

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