Años atrás viajar a Myanmar (Birmania) suponía algo así como apoyar a la dictadura. La destacada dirigente política, prisionera por años de la Junta Militar, Aung San Suu Kyi llegó a pedir que se obviara la ruta, para no engordar las cuentas corrientes de los militares corruptos que mantenían aislado el país y tenían sometidos a sus habitantes a punta de pistola. La belleza permanecía intacta y algunos viajeros optaban por destinos menos conflictivos en el sureste asiático, pero desde que la Junta Militar decidió disolverse en 2010 y el régimen emprendió una apertura que aún no ha concluido, muchas cosas han cambiado en la antigua Birmania.
Los más optimistas, al hilo de lo que sucede en India y China, hablan ya de ¡una nueva ruta de la seda! En apenas un año, la cifra de turistas ha pasado de 400.000 a superar el millón, y algunos vaticinan que se viven los últimos días de un paraíso turístico que en breve será explotado masivamente.
Basta un paseo por Rangún para cruzarse con grúas diseminadas por todas partes, hoteles de lujo en construcción, tiendas de diseño que huelen a nuevo y empresarios llegados de todas partes en busca de negocio. La liberalización del comercio, la bajada de impuestos y nuevas leyes para regular la actividad bancaria han atraído a grandes corporaciones y empresas como la cadena Hilton, Coca-Cola, Samsung, Visa o MasterCard, que ya funcionan en el país.
El progreso amenaza con arrasar parte del antiguo espíritu de la ciudad. Frente a los puestos callejeros de escribanos, que redactan cartas a máquina sobre el agujereado pavimento, se abren establecimientos con los últimos modelos de ordenadores, y los improvisados chiringuitos para hablar por teléfono parecen tener los días contados. Los vendedores de fruta o de huevos de codorniz ofrecen su mercancía a los paseantes, pero los jóvenes ataviados con el tradicional longyi (falda típica) dan paso a muchachos que decoloran sus cabellos negros, lucen tatuajes y visten pantalones pitillo. Unos y otros portan móviles de última generación.
En Rangún, cerca de la pagoda Sule, los niños juegan al fútbol por la noche esquivando los coches; ese mismo escenario acogió horas antes una manifestación de campesinos y, con los primeros rayos del sol, los vendedores de periódicos competían con los de orquídeas tratando de ganar lectores entre los conductores atrapados en el permanente atasco en que vive la antigua capital (en 2005, la Junta Militar decidió trasladarla a Pyinmana). El Yangon City Development Commitee registra mil nuevos coches cada tres días, en su mayor parte de firmas japonesas de segunda generación.
Antes bastaba una crítica al régimen para acabar en la cárcel, mientras que ahora la prensa privada difunde velados ataques al Gobierno, tras 50 años de monopolio estatal en los medios de comunicación. Con la represión, los habitantes de Myanmar optaron por ver, oír, callar y aprender. Ahora mucha gente se atreve a dar sus opiniones y a criticar al régimen, aunque Myanmar siga siendo un país muy militarizado donde los agentes del servicio secreto, vestidos de paisano, vigilan las calles. Pese al control, el pasado octubre estallaron varias bombas en el país. Nadie reivindicó haber colocado el artefacto que estalló, sin apenas consecuencias, en la habitación de una familia norteamericana en el hotel Trader.
El incidente se saldó con la detención de los sospechosos habituales.
Thein Zaw, propietario de un par de tiendas de antigüedades en Rangún, trabaja rodeado de primos y hermanos. Miembro de la tercera generación de comerciantes, ha crecido en el mercado y ha visto con sus propios ojos cómo cambiaban las cosas. “La democracia es buena para el turismo, pero con la llegada masiva de gente de otros países ha crecido la inflación; antes tenían miedo de encontrarse con militares en la calle o situaciones de violencia que pusieran en peligro sus vidas, pero eso ha desaparecido. En determinadas zonas de la capital, los pisos de alquiler han pasado de costar 300 a 3.000 dólares”.
Hace apenas dos años, una simple visita a la sede de la Liga Nacional para la Democracia (NLD en sus siglas en inglés) acarreaba problemas policiales. La foto de Aung San Suu Kyi, lo mismo que la de su padre, Aung San, impresas en camisetas, tazas y llaveros, se venden también en la sede de su partido. Thein Lwin, responsable del área de educación, cuenta cómo durante años no han podido hacer muchas cosas. “Ahora se nos permite el derecho de reunión y manifestación, y tenemos 43 diputados en el Parlamento, pero nos sentamos junto a los militares a los que no ha elegido nadie. ¿Qué democracia es esta? Tenemos 135 etnias cuyos derechos no se reconocen. Las transiciones nunca resultan fáciles. Después de 30 meses de nuevo Gobierno, la gente no aprecia cambios importantes, siguen sin tener trabajo y un 40% de los niños carecen de escolarización”, explica con calma.
Muchos de los presos políticos han sido liberados, aunque en las cárceles, según denuncian las organizaciones de derechos humanos, siga habiendo activistas, detenidos por sus ideas políticas, especialmente entre los grupos étnicos que viven en el norte del país, cuya entrada permanece vetada a los extranjeros. “No disponemos de datos del número real de encarcelados”.
La activista Aung San Suu Kyi forma parte del nuevo Parlamento desde 2011. No es extraño verla junto al militar que mandó encarcelarla o escuchar declaraciones suyas contemporizando con el pasado. Su padre, para muchos el héroe de la independencia de los ingleses, fue asesinado poco después de la firma de independencia del país en 1947, y ella ha recogido su legado. La Lady, como se refieren a ella los habitantes de Myanmar, se perfila como la futura presidenta de este país del sureste asiático si los militares se lo permiten. La Constitución la redactó la propia Junta Militar, reservándose un 25% de los escaños para los generales. La prueba de fuego para el país llegará en 2015, fecha en la que se han convocado nuevas elecciones.
El principal partido de la oposición, con Aung San Suu Kyi a la cabeza, exige que se cambie una Constitución que impone la presencia militar y que incluye una cláusula que parece escrita expresamente para prohibir que ella pueda encabezar la lista de la NLD y según la cual no pueden ser candidatos aquellos que posean un familiar extranjero. La Lady se educó en Oxford y se casó con un ciudadano inglés, con el que tuvo dos hijos.
Pese a que se ha convertido en un icono mundial, los habitantes de Rangún más críticos, como Suki Singh, director de varios hoteles, se muestran escépticos con la evolución de la transición democrática. “Este país hubiera cambiado igual sin Ella; la gente se ha enamorado de esa historia en que se ha convertido su vida en los últimos años, pero realmente nos está pidiendo que integremos a los corruptos, sinceramente creo que ha sido capaz de sacrificar su ideas para ganar votos”, añade. De lo que suceda en los próximos meses depende el futuro del país. Qué ocurrirá si el Gobierno no modifica la Constitución. “Si ella cae, se desmorona todo el partido”.
Basta dejar la antigua y bulliciosa capital de Myanmar y viajar hasta Bagan, situada en la ribera del Ayeyarwady, para penetrar en el verdadero corazón del país. En 1989, Ne Win, presidente de la República, asesorado por sus astrólogos, cambió el nombre al país tras un golpe de Estado, pero la vida de los campesinos no parece haberse modificado mucho desde que Marco Polo recorrió la antigua Birmania. El monzón ha descargado agua durante gran parte de la noche, pero eso no supone un problema para los habitantes de una aldea próxima a la ciudad de las 2.000 pagodas. Una mujer espera, descalza entre el barro, la salida en procesión de los monjes en busca de alimentos materiales para depositar una porción de arroz en cada uno de sus termos.
En esta aldea, situada a la orilla del río, la vida se hace de sol a sol. A las siete de la mañana, el sol va ganando posiciones entre las nubes grises. Cubiertos con sus túnicas color azafrán, los monjes aceptan la comida con naturalidad; son los fieles los que deben mostrarse agradecidos de que los religiosos acepten su comida. Las mujeres llevan thanaka (una crema blanca, extraída del tronco de un árbol, que les protege del sol) extendida en círculos sobre las mejillas, lo que les da un aire teatral. Del campo, chapoteando entre el barro, llegan dos niños con manojos de penny wert, una planta que se utiliza para las ensaladas, que depositan en uno de los puestos sobre el suelo.
A pocos metros, camiones cargados de teca procedente de los bosques empiezan a ser descargados para ser transportados por el río. Frente a los críticos con la deforestación, los campesinos alegan que necesitan para comer los 15 dólares con que se paga el árbol cortado.
Un 70 % de la población de Myanmar son campesinos que carecen de todo, incluida la electricidad. La religión llena sus vidas y, como buenos budistas, sonríen ante el incierto porvenir, confortados por la ilusión de que su suerte cambiará en la otra vida. Aunque no poseen casi nada, apenas se producen robos. ¡Mingalabar!, el equivalente a nuestro “¡hola!”, suena en todos los rincones y abre todas las puertas.
Algunos de los viajeros procedentes del crucero Road to Mandalay, un barco de madera remolcado desde Hamburgo en 1994 y que cubre la ruta Mandalay-Bagan, reparten kyats (moneda local) entre los monjes. Se trata de un alto en el camino antes de proseguir la ruta. La vida a bordo, tras las visitas a monasterios, templos y mercados locales, tiene mucho de contemplación: de entre el verde horizonte de las orillas surgen mujeres que lavan la ropa y se asean en el río, o campesinos que acercan los bueyes a la orilla para que beban agua. El barco (al que la redactora y la fotógrafa de este reportaje fueron invitadas) navega por el Ayeyarwady desde finales de agosto hasta noviembre, la época del año en que el monzón lo permite.
A la vista del viajero, las cúpulas de las pagodas de Bagan sobresalen entre las plantaciones de maíz a la sombra de los bananeros. La ilusión sobre la civilización que fue capaz de construir semejante belleza se difumina al instante. Los niños de las aldeas ya han descubierto que los turistas son una fuente de ingresos. Subidos en bicicletas o en motocicletas, persiguen a los recién llegados al grito de “bueno, bonito y barato”.
A media tarde, desde uno de los templos, una joya de piedra gastada por el tiempo a la que se puede acceder por unas empinadas escaleras, la imagen de los templos perdidos en el horizonte entre las acacias y el tono ocre del río al fondo se convierte en el punto de reunión de los extranjeros de paso. No cabe un alfiler.
Con las últimas luces del día, los turistas regresan en pequeñas lanchas al barco, anclado en medio del río, la zona de más calado. Varado en la orilla, olvidado como una reliquia, yace el último barco de vapor que queda en Myanmar. Fue construido en Glasgow en los años del Imperio Británico, una época sobre la que los gobernantes de Myanmar parecen haber corrido un tupido velo, salvo una pequeña excepción: George Orwell, protagonista de un turismo literario que no para de crecer. Los niños venden por cinco dólares sus Días de Birmania (1934), como una reliquia más, fotocopiado y pésimamente traducido al español.
El crucero se acerca hasta los caminos de tierra y arena de la aldea donde vivió el escritor en los años veinte del siglo pasado. En Khata (250 kilómetros al norte de Mandalay) trabajó el escritor inglés durante cinco años como agente de la policía imperial india, y allí se inspiró para su novela, un alegato contra el colonialismo. Hasta hace poco, la casa de teca en la que vivió el autor de 1984, rodeada de un jardín tropical, se caía a pedazos; pero ahora que el país se ha abierto al exterior, un grupo de artistas, encabezados por Nyo Ko Naing, se propone restaurarla. Y con ella, el club de tenis y el club británico, donde ahogaba sus penas en whisky el protagonista de la novela.
Stephen Locke, director del Road to Mandalay, guarda en una de las estanterías de su despacho todos los títulos que ha podido reunir sobre este país. A Myanmar llegó por primera vez en 1995, con la mochila al hombro. Viajaba en bicicleta y se alimentaba de la comida que se expende en la calle, lo mismo arroz que cangrejos fritos, y desde el primer momento sintió que se encontraba en un país donde lo realmente excepcional son sus habitantes, siempre con una sonrisa en los labios. A sus 48 años, ha visitado 60 países.
Como empleado de Orient Express, compañía hotelera y operador de sofisticadas aventuras, pasó 15 años adscrito a la ruta del tren por Europa, y desde hace tres gestiona el crucero que hace la ruta por el río Ayeyarwady. “No he contado nunca con un equipo tan competente como este”, cuenta durante la travesía, en la que participan 68 viajeros de 13 nacionalidades.
Viajeros y nativos parecen preocupados por la oleada de furia religiosa que ha causado más de 200 muertos, en su mayoría musulmanes en el Estado de Rakine. Durante generaciones, musulmanes y budistas han vivido en armonía. Para prevenir nuevos estallidos de violencia, el ex presidente de USA, Jimmy Carter y una delegación europea visitaron el país y se entrevistaron con el presidente Thein Sein el pasado octubre. Muchos hoy se preguntan si hay esperanza para este pueblo situado en medio de los tigres asiáticos que revolucionan la economía mundial como Corea del Sur, Vietnam, Tailandia e Indonesia
Fuente: El País M.
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