Llegó, vio y despidió. El general John Kelly hizo honor a su fama de implacable. Nada más tomar posesión como jefe de Gabinete, destituyó al Director de Comunicaciones, Anthony Scaramucci y dejó claro quién manda ahora en la Casa Blanca. Odiado dentro y fuera del Gobierno, el defenestrado Scaramucci había hundido en solo 1 días el ya escaso rédito oficial, con sus insultos al antecesor de Kelly y al estratega jefe, Stephen Bannon. Su caída, presentada como una dimisión, es la tercera de un alto cargo en tres semanas. Trump la respaldó.
Nada le dura al presidente. Sus apuestas más personales caen a una velocidad vertiginosa. Así ocurrió con su consejero de Seguridad Nacional, el islamófobo y extremista Michael Flynn, fulminado a los 24 días de su designación por sus mentiras sobre la trama rusa. Ahora le ha llegado el turno a Scaramucci, un pequeño tiburón financiero de Wall Street, que sin experiencia política había mostrado una bajeza insólita incluso en la selva de Washington.
En su cruzada por acabar con las filtraciones que sacuden la Casa Blanca, atacó al entonces jefe de gabinete, Reince Priebus, al que acusó de ser “un jodido paranoico esquizofrénico”; insultó al estratega jefe (“yo no intento mamármela como él"), y presionó sin escrúpulos a un conocido periodista de The New Yorker para que delatará a los topos. Todo en menos de 24 horas y a cinco días de su nombramiento.
Los salvajes ataques de Scaramucci dieron un giro aún más inesperado cuando a la mañana siguiente el presidente despidió a Priebus y lo sustituyó por el exgeneral de marines Kelly. El gesto fue entendido como una victoria de Scaramucci, cuya llegada ya había provocado la dimisión del anterior portavoz oficial, Sean Spicer, y cuya capacidad para la intriga y la adulación al presidente parecía no tener límites.
El golpe de autoridad de Kelly abre ahora otra perspectiva. Aunque no está claro si Scaramucci tendrá algún cometido oficial, su salida del círculo áulico muestra que al menos Kelly es consciente del peligro que acecha a la gestión presidencial. Tras seis meses de mandato, en la Casa Blanca se ha instalado la inestabilidad y la desconexión con el Congreso cada día es mayor. Ninguno de sus grandes proyectos legislativos ha salido adelante y algunos parlamentarios, como John McCain, ya le retan en público.
Para superar esta fractura y poner orden interno, el presidente ha confiado el puesto de jefe de gabinete, una especie de primer ministro en la sombra, al exgeneral de marines Kelly, de 67 años. “Será uno de los mejores de la historia”, ha dicho Trump. Un pronóstico que algunos ponen en duda. Sin experiencia política ni virtudes conocidas para el pacto, el antiguo jefe del Comando Sur y exsecretario de Seguridad Interior, no es el hombre que otros gobernantes hubieran destinado a recuperar la sintonía y el consenso. Pero en el juego de Trump las comparaciones importan poco. Creador de su propio y vertiginoso ecosistema, el presidente valora por encima de todo la fidelidad y la fuerza, dos características que el general parece poseer en grado sumo.
El mayor reto de Kelly, con quien tendrán que despachar todos los asesores de la Casa Blanca, consistirá en recomponer el clima interno. La salida de Scaramucci parece indicar esa voluntad. Su segundo objetivo es tender un puente sólido hacia el Congreso. Una tarea que se ha vuelto prioritaria para un presidente que, pese a tener mayoría en ambas Cámaras, no logra alcanzar velocidad de crucero.
Los motivos son diversos, pero siempre recalan en un mismo punto. El desorden que se ha apoderado de la Casa Blanca, con 26 asesores presidenciales y un jefe de Estado en permanente combustión, está erosionando sus apoyos. Las encuestas revelan que la fractura social crece, y escándalos como la trama rusa alimentan la desconfianza en el bando republicano.
La última semana lo mostró con claridad. El Senado puso en cuarentena los planes de Trump de lograr un acercamiento con Vladímir Putin. Para ello, una abrumadora mayoría de ambos partidos blindó las sanciones decretadas por Barack Obama contra el Kremlin por la injerencia electoral de forma que el presidente no pudiese revocarlas. El resultado ha sido el anuncio de expulsión de 755 empleados de la misión estadounidense en Rusia.
Agriado el acercamiento a Moscú, ahora hay senadores republicanos como Lindsey Graham que han propuesto poner bajo protección parlamentaria la investigación sobre la trama rusa que dirige el fiscal especial, Robert Mueller. “Si le despiden, sería el principio del fin de la presidencia de Trump”, ha alertado.
En este clima enrarecido, la pulsión tuitera de Trump, su facilidad para el despido o sus constantes y dispares llamadas de atención a los legisladores han engrandecido la sombra del caos y presagian días difíciles para Kelly. El general tiene su favor su propia dureza y la admiración que le profesan el presidente; su hija, Ivanka, y el yerno, Jared Kushner. Pero ese mismo apoyo le puede costar caro.
Como jefe de gabinete va a coordinar las grandes líneas maestras y, por tanto, va a tener que enfrentarse no sólo al círculo íntimo de Trump y sino los propios exabruptos presidenciales.
Un trabajo complicado hasta para un general de marines.
El legado tóxico de Priebus
El general John Kelly hereda un campo minado. Su predecesor, Reince Priebus, antiguo presidente del Comité Nacional Republicano, no logró forjar una alianza sólida con las mayorías parlamentarias ni con las facciones de poder de la Casa Blanca. Desbordado en todos los frentes, su corto mandato se vio además sacudido por la huracanada forma de hacer política del presidente Donald Trump. El resultado ha sido devastador: caos en la Casa Blanca y fracaso continuo en el Congreso. Todo ello ha redundado en una sensación de deriva donde, devaluada la palabra del presidente, han cobrado fuerza líderes abiertamente contrarios, como John McCain, cuyo decisivo voto hizo fracasar la reforma sanitaria.
Donald Trump ya no es el único vendaval que azota Washington. Desde esta semana hay uno nuevo y, a la vista de su capacidad destructiva, no le anda a la zaga. Anthony Scaramucci, el flamante director de Comunicación de la Casa Blanca, ha confirmado todos los temores que pesaban sobre él y que llevaron al anterior portavoz oficial, Sean Spicer, a presentar su dimisión. En su cruzada por acabar con las filtraciones que sacuden el Despacho Oval, ha protagonizado un brutal choque con el jefe de gabinete, Reince Priebus, al que ha señalado como principal culpable y ha acusado de ser “un jodido paranoico esquizofrénico”; ha insultado al estratega jefe, Stephen Bannon (“yo no intento mamármela como él"), y ha presionado sin escrúpulos al conocido periodista de The New Yorker Ryan Lizza. Todo en menos de 24 horas.
El primer detonante de este estallido fue la publicación el martes en Político del informe patrimonial de Scaramucci. Un expediente anodino, del que ya se conocía prácticamente todo, pero que el aludido, un pequeño tiburón financiero de Nueva York, tomó como una “filtración criminal” y un ataque a su persona. De poco sirvió que se le hiciera notar que la información era de acceso público, Scaramucci lo consideró un delito y exigió una investigación del FBI.
La siguiente erupción llegó el miércoles cuando, el periodista Ryan Lizza publicó que Scaramucci estaba cenando en la Casa Blanca con Trump, su esposa Melania, el popular presentador de Fox Sean Hannity y el dimitido ejecutivo de la cadena Bill Shine. Una noticia más en el caleidoscópico universo Trump y que habría pasado rápidamente al olvido si no fuera porque el director de Comunicación de la Casa Blanca vio algo oscuro agitándose detrás y llamó directamente a su autor.
- “¿Quién te lo ha filtrado?”, fue su primera pregunta. Ante la negativa de Lizza, el cancerbero de Trump se desató. Afirmó que estaba dispuesto a destituir a todo el equipo de comunicación de la Casa Blanca y, siempre según el relato del periodista, apeló al patriotismo para que le respondiese. “Tú eres un ciudadano de Estados Unidos, esto es una catástrofe para la nación. Así que te pido como patriota americano que me indiques quién lo filtró”.
La resistencia del reportero, un avezado y filoso narrador de la vida política de Washington, redobló las iras de Scaramucci.
“¿Fue un asistente del presidente?”, insistió y, al no obtener la respuesta deseada, espetó: “OK. Voy a despedirlos a todos y así tú no habrás protegido a nadie”. Luego, se lanzó al abismo.
Encolerizado, culpó a Priebus de las filtraciones y anunció que iba a caer: “Reince es un jodido paranoico esquizofrénico”. En su incandescencia también le imitó: “Oooh, Bill Shine viene a la Casa Blanca. Déjame filtrar la jodida cosa y ver cómo puedo bloquearlo por los cojones”.
Subido a lomos de su ira, dirigió este recital de degradación política contra el estratega jefe, uno de los apoyos de Priebus. “Yo no soy como Steve Bannon. Yo no intento mamármela como él. Ni trato de construir mi propia marca. Estoy aquí para servir al país”, sentenció.
Vulgar y excesivo, cuando terminó la conversación con el periodista lanzó un incendiario mensaje en Twitter en el que apuntaba a Priebus como autor de la filtración a Politico. Fue la puntilla.
Alcanzado el apogeo, rotos los diques, dio inicio una penosa marcha atrás. Primero borró el tuit, y a la mañana siguiente, llamó directamente a la CNN para intervenir en un debate sobre su pelea con Priebus y rebajar el tono. No lo mejoró. A los pocos minutos se enzarzó con el presentador y acabó señalando que su relación con Priebus era como la de “Cain y Abel”, y que le tocaría al presidente tomar una decisión.
I sometimes use colorful language. I will refrain in this arena but not give up the passionate fight for @realDonaldTrump's agenda. #MAGA — Anthony Scaramucci (@Scaramucci) 27 de julio de 2017
I made a mistake in trusting in a reporter. It won't happen again. — Anthony Scaramucci (@Scaramucci) 28 de julio de 2017
Por la tarde, al publicarse el artículo de The New Yorker, se limitó a decir en Twitter: "A veces usó un lenguaje colorido. Me voy a contener, pero no dejaré de luchar apasionadamente por la agenda @realDonaldTrump". Horas después, añadió: "Cometí un error al confiar en un reportero. No volverá a suceder". Ni Bannon ni Priebus hicieron comentarios.
El estallido de Scaramucci, de 53 años, ha sorprendido en Washington por su virulencia, pero no por su objetivo final. Su pulso con Priebus es bien conocido. A nadie se le oculta que sueña con ser jefe de gabinete. Tiene hilo directo con el presidente y, vista la conversación con el periodista, aprovecha siempre que puede para atacar a Priebus, cuya situación en la Casa Blanca, tras perder a su peón Spicer, es cada vez más débil.
Pero a diferencia de su rival, antiguo presidente del Partido Republicano, Scaramucci carece de asideros fuera de Trump. Abogado por Harvard y antiguo financiero de Wall Street, jamás ha tenido una actividad política relevante más allá de dirigir un programa económico en la Fox y girar como una veleta según soplase el viento. En su día apoyó a Hillary Clinton (“es increíblemente competente”, llegó a decir), defendió la lucha contra el cambio climático, censuró el muro con México e incluso criticó a Trump (“muy listo pero sin juicio”).
Violentamente reconvertido a la fe de Trump, tras la victoria le defendió en todos los platós televisivos y se ganó su admiración cuando hace un mes logró desmentir una información de CNN sobre la trama rusa. La rectificación acabó costando el puesto a tres periodistas, incluido el jefe de investigación de la cadena.
Encandilado por este éxito y sus modos desafiantes, el presidente decidió ficharle y darle la supervisión de la maltrecha comunicación oficial. La apuesta fue entendida como una descalificación a Priebus y desencadenó la dimisión de Spicer. Pero lejos de recuperar el rumbo, en menos de una semana, Scaramucci ha hundido como pocas veces la imagen Casa Blanca. Y no ha hecho más que empezar.
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