El jueves 6 de junio de 2013, ya el 5to. día en Hong Kong, fui a la habitación de hotel de Snowden, quien enseguida me dijo que tenía noticias “algo alarmantes”. Un dispositivo de seguridad conectado a Internet que compartía con su novia de toda la vida había detectado que dos personas de la NSA —alguien de recursos humanos y un "policía" de la agencia— habían acudido a su casa buscándole a él.
Para Snowden eso significaba casi con seguridad que la NSA [Agencia Nacional de Seguridad de USA] lo había identificado como la probable fuente de las filtraciones, pero yo me mostré escéptico.
"Si creyeran que tú has hecho esto, mandarían hordas de agentes del FBI y seguramente unidades de élite, no un simple agente y una persona de recursos humanos". Supuse que se trataba de una indagación automática y rutinaria, justificada por el hecho de que un empleado de la NSA se ausenta durante varias semanas sin dar explicaciones. Sin embargo, Snowden sugería que habían mandado gente de perfil bajo adrede para no llamar la atención de los medios ni desencadenar la eliminación de pruebas.
Al margen del significado de la noticia, recalqué la necesidad de preparar rápidamente el artículo y el vídeo en el que Snowden se daba a conocer como la fuente de las revelaciones. Estábamos decididos a que el mundo supiera de Snowden, de sus acciones y sus motivaciones, por el propio Snowden, no a través de una campaña de demonización lanzada por el Gobierno norteamericano mientras él estaba escondido o bajo custodia o era incapaz de hablar por sí mismo.
Nuestro plan consistía en publicar dos artículos más, uno el viernes, al día siguiente, y el otro el sábado. El domingo sacaríamos uno largo sobre Snowden acompañado de una entrevista grabada y una sesión de preguntas y respuestas que realizaría Ewen [MacAskill, periodista de The Guardian]. Laura [Poitras, documentalista estadounidense] se había pasado las 48 horas anteriores editando el metraje de mi primera entrevista con Snowden; en su opinión, era demasiado minuciosa, larga y fragmentada. Quería filmar otra enseguida, más concisa y centrada, y confeccionar una lista de unas veinte preguntas directas que yo debía formular.
Mientras Laura montaba la cámara y nos decía dónde sentarnos, añadí unas cuantas de cosecha propia. “Esto, me llamo Ed Snowden”, empieza el ahora famoso documental. “Tengo veintinueve años. Trabajo como analista de infraestructuras para Booz Allen Hamilton, contratista de la NSA, en Hawai”.
Snowden pasó a dar respuestas escuetas, estoicas y racionales a cada pregunta: ¿Por qué había decidido hacer públicos esos documentos? ¿Por qué era eso para él tan importante hasta el punto de sacrificar su libertad? ¿Cuáles eran las revelaciones más importantes? ¿En los documentos había algo criminal o ilegal? ¿Qué creía que le pasaría a él? A medida que daba ejemplos de vigilancia ilegal e invasiva, iba mostrándose más animado y vehemente.
Solo denotó incomodidad cuando le pregunté por las posibles repercusiones, pues temía que el Gobierno tomara represalias contra su familia y su novia. Decía que, para reducir el riesgo, evitaría el contacto con ellos, si bien era consciente de que no podía protegerlos del todo. “Esto es lo que me tiene despierto por la noche, lo que pueda pasarles”, dijo con los ojos llenos de lágrimas, la primera y única vez que lo vi así.
A cada día que pasaba, las horas y horas que estábamos juntos creaban un vínculo cada vez más fuerte. La tensión y la incomodidad del primer encuentro se habían transformado en una relación de colaboración, confianza y finalidad compartida. Sabíamos que habíamos emprendido uno de los episodios más significativos de nuestra vida.
El estado de ánimo relativamente más relajado que habíamos conseguido mantener los días anteriores dio paso a una ansiedad palpable: faltaban menos de veinticuatro horas para que se conociera la identidad de Snowden, que a su entender supondría un cambio total, sobre todo para él.
Los tres juntos habíamos vivido una experiencia corta, pero extraordinariamente intensa y gratificante. Uno de nosotros, Snowden, pronto dejaría el grupo, tal vez estaría en la cárcel largo tiempo —un hecho que acechó en el ambiente desde el principio, difundiendo desánimo, al menos en lo que a mí respectaba—. Solo Snowden parecía no estar preocupado. Ahora entre nosotros circulaba un humor negro alocado.
“En Guantánamo me pido la litera de abajo”, bromeaba Snowden mientras meditaba sobre nuestras perspectivas. Mientras hablábamos de futuros artículos, decía cosas como “esto va a ser una acusación. Lo que no sabemos es si será para vosotros o para mí”. Pero casi siempre estaba tranquilísimo. Incluso ahora, con el reloj de su libertad quedándose sin cuerda, Snowden se fue igualmente a acostar a las diez y media, como hizo todas las noches que estuve yo en Hong Kong.
Mientras yo apenas podía conciliar el sueño un par de horas, él era sistemático con las suyas. “Bueno, me voy a la piltra”, anunciaba tranquilamente cada noche antes de iniciar su periodo de siete horas y media de sueño profundo, para aparecer al día siguiente totalmente fresco.
A las dos de la tarde del domingo 9 de junio, hora oriental, The Guardian publicó el artículo que hacía pública la identidad de Snowden: “Edward Snowden: el soplón de ilegalidades divulgador de las revelaciones sobre vigilancia de la NSA”. El artículo contaba la historia de Snowden, transmitía sus motivos y proclamaba que “pasará a la historia como uno de los reveladores de secretos más importante de Norteamérica, junto con Daniel Ellsberg y Bradley Manning”.
Se citaba un viejo comentario que Snowden nos había hecho a mí y a Laura: “Sé muy bien que pagaré por mis acciones… Me sentiré satisfecho si quedan al descubierto, siquiera por un instante, la federación de la ley secreta, la indulgencia sin igual y los irresistibles poderes ejecutivos que rigen el mundo que amo”.
La reacción ante el artículo y el vídeo fue de una intensidad que no había visto yo jamás como escritor. Al día siguiente, en The Guardian, el propio Ellsberg señalaba que “la publicación de material de la NSA por parte de Edward Snowden es la filtración más importante de la historia norteamericana, incluyendo desde luego los papeles del Pentágono de hace cuarenta años”.
Solo en los primeros días, centenares de miles de personas incluyeron enlace en su cuenta de Facebook. Casi tres millones de personas vieron la entrevista en YouTube. Muchas más la vieron en The Guardian online. La abrumadora respuesta reflejaba conmoción y fuerza inspiradora ante el coraje de Snowden.
Laura, Snowden y yo seguíamos esas reacciones juntos mientras hablábamos al mismo tiempo con dos estrategas mediáticos de The Guardian sobre qué entrevistas televisivas del lunes por la mañana debía yo aceptar. Nos decidimos por Morning Joe, en la MSNBC, y luego por The Today show, de la NBC, los dos programas más tempraneros, que determinarían la cobertura del asunto Snowden a lo largo del día.
Sin embargo, antes de que me hicieran las entrevistas, a las cinco de la mañana —solo unas horas después de que se hubiera publicado el artículo de Snowden— nos desvió del tema la llamada de un viejo lector mío que vivía en Hong Kong y con el que había estado periódicamente en contacto durante la semana.
En su llamada, el hombre señalaba que pronto el mundo entero buscaría a Snowden en Hong Kong, e insistía en la urgencia de que Snowden contase en la ciudad con abogados bien relacionados. Decía que dos de los mejores abogados de derechos humanos estaban listos para actuar, dispuestos a representarlo. ¿Podían acudir los tres a mi hotel enseguida?
“Ya estamos aquí”, dijo, “en la planta baja de su hotel. Vengo con dos abogados. El vestíbulo está lleno de cámaras y reporteros. Los medios están buscando el hotel de Snowden y lo encontrarán de manera inminente; según los abogados, es fundamental que lleguen ellos hasta él antes que los periodistas”.
Apenas despierto, me vestí con lo primero que encontré y me dirigí a la puerta dando traspiés. Tan pronto la abrí, me estallaron en la cara los flases de múltiples cámaras. Sin duda, la horda mediática había pagado a alguien del personal del hotel para averiguar el número de mi habitación. Dos mujeres se identificaron como reporteras del Wall Street Journal con sede en Hong Kong; otros, incluido uno con una cámara enorme, eran de Associated Press.
Me acribillaron a preguntas y formaron un semicírculo móvil a mi alrededor mientras me encaminaba hacia el ascensor. Entraron conmigo a empujones sin dejar de hacerme preguntas, a la mayoría de las cuales contesté con frases cortas, secas e intrascendentes. En el vestíbulo, otra multitud de periodistas y reporteros se sumaron al primer grupo. Intenté buscar a mi lector y a los abogados, pero no podía dar un paso sin que me bloqueasen el camino.
Me preocupaba especialmente que la horda me siguiera e impidiera que los abogados establecieran contacto con Snowden. Por fin decidí celebrar una conferencia de prensa improvisada en el vestíbulo, en la que respondí a las preguntas para que los reporteros se marcharan. Al cabo de unos quince minutos, casi no quedaba ninguno.
Entonces me tranquilicé al tropezarme con Gill Phillips, abogada jefe de The Guardian, que había hecho escala en Hong Kong en su viaje de Australia a Londres para procurarnos a mí y a Ewen asesoramiento legal. Dijo que quería explorar todas las maneras posibles en que el Guardian pudiera proteger a Snowden. “Alan [Rusbridger, director del diario briánico] se mantiene firme en que le demos todo el respaldo legal que podamos”, explicó. Intentamos hablar más, pero como todavía quedaban algunos reporteros al acecho, no disfrutamos de intimidad.
Al final encontré a mi lector junto a los dos abogados de Hong Kong que iban con él. Discutimos dónde podríamos hablar sin ser seguidos, y decidimos ir todos a la habitación de Gill. Perseguidos aún por unos cuantos reporteros, les cerramos la puerta en las narices. Fuimos al grano. Los abogados deseaban hablar con Snowden enseguida para que les autorizara formalmente a representarle, momento a partir del cual podrían empezar a actuar en su nombre.
Gill investigó en Google sobre aquellos abogados —a quienes acabábamos de conocer—, y antes de entregarles a Snowden pudo averiguar que eran realmente muy conocidos y se dedicaban a cuestiones relacionadas con los derechos humanos y el asilo político y que en el mundo político de Hong Kong tenían buenas relaciones. Mientras Gill realizaba su improvisada gestión, yo entré en el programa de chats. Snowden y Laura estaban online.
Laura, que ahora se alojaba en el hotel de Snowden, estaba segura de que era solo cuestión de tiempo que los reporteros los localizaran también a ellos. Snowden estaba ansioso por marcharse. Hablé a Snowden de los abogados, que estaban listos para acudir a su habitación. Me dijo que tenían que ir a recogerle y llevarle a un lugar seguro. Había llegado el momento, dijo, “de iniciar la parte del plan en el que pido al mundo protección y justicia”. “Pero he de salir del hotel sin ser reconocido por los reporteros”, dijo. “De lo contrario, simplemente me seguirán dondequiera que vaya”. Transmití estas preocupaciones a los abogados. “¿Tiene él alguna idea de cómo impedir esto?”, dijo uno de ellos.
Le hice la pregunta a Snowden. “Estoy tomando medidas para cambiar mi aspecto”, dijo, dando a entender que ya había pensado antes en esto. “Puedo volverme irreconocible”.
Llegados a este punto, pensé que los abogados tenían que hablar con él directamente. Antes de ser capaces de hacerlo, necesitaban que Snowden recitara una frase tipo “por la presente les contrato”. Mandé la frase a Snowden, y me la tecleó. Entonces los abogados se pusieron frente al ordenador y comenzaron a hablar con él.
Al cabo de diez minutos, los dos abogados anunciaron que se dirigían de inmediato al hotel de Snowden con la idea de salir sin ser vistos. “¿Qué van a hacer con él después?”, pregunté. Seguramente lo llevarían a la misión de la ONU en Hong Kong y solicitarían formalmente su protección frente al Gobierno de USA, alegando que Snowden era un refugiado en busca de asilo. O bien, dijeron, intentarían encontrar una “casa segura”.
En todo caso, el problema era cómo sacar a los abogados del hotel sin que los siguieran. Tuvimos una idea: Gill y yo saldríamos de la habitación, bajaríamos al vestíbulo y atraeríamos la atención de los reporteros, que esperaban fuera, para que nos siguieran.
Al cabo de unos minutos, los abogados abandonarían el hotel sin ser vistos, como cabía esperar. La treta surtió efecto. Tras una conversación de treinta minutos con Gill en un centro comercial anexo al hotel, volví a mi habitación y llamé impaciente al móvil de uno de los abogados.
“Lo hemos sacado justo antes de que los periodistas empezaran a pulular por el vestíbulo”, explicó. “Hemos quedado con él en su habitación, frente a la del caimán”, la misma en la que nos vimos Laura y yo con él la primera vez, como luego supe. “Luego hemos cruzado un puente que conducía a un centro comercial contiguo, y nos hemos subido al coche que nos esperaba. Ahora está con nosotros”. ¿Adónde lo llevaban?
“Mejor no hablar de esto por teléfono”, contestó el abogado. “De momento estará a salvo”.
Saber que Snowden estaba en buenas manos me dejó la mar de tranquilo, aunque sabíamos que muy probablemente no volveríamos a verle ni a hablar con él, al menos no en calidad de hombre libre. Pensamos que la próxima vez quizá lo veríamos en la televisión, con un mono naranja y esposado, en una sala de juicios norteamericana, acusado de espionaje.
Mientras asimilaba yo la noticia, llamaron a la puerta. Era el director del hotel. Venía a decirme que no paraba de sonar el teléfono preguntando por mi habitación (yo había dejado instrucciones en el mostrador principal de que bloqueasen todas las llamadas). En el vestíbulo también había una multitud de reporteros, fotógrafos y cámaras esperando que yo apareciera.
Lo primero que hice fue entrar en internet con la esperanza de saber de Snowden. Apareció online a los pocos minutos. “Estoy bien”, me dijo. “Por el momento, en una casa segura. Pero no sé hasta qué punto es segura ni cuánto tiempo permaneceré aquí. Tendré que moverme de un sitio a otro y mi acceso a Internet es poco fiable, así que no sé cuándo ni con qué frecuencia estaré online”.
Se evidenciaba cierta reticencia a darme detalles sobre su emplazamiento y no quise preguntar. Yo sabía que mi capacidad para averiguar cosas de su escondite era muy limitada. Ahora él era el hombre más buscado por el país más poderoso del mundo.
El Gobierno de EE UU ya había pedido a la policía de Hong Kong que lo detuviera y lo entregara a las autoridades norteamericanas. De modo que hablamos breve y vagamente y manifestamos el deseo común de seguir en contacto. Le dije que actuara con prudencia.
Cuando por fin llegué al estudio para las entrevistas con Morning Joe y The Today show, advertí enseguida que el tenor del interrogatorio había cambiado apreciablemente. En vez de tratarme como periodista, los anfitriones preferían atacar un objetivo nuevo: el Snowden de carne y hueso, no un personaje enigmático de Hong Kong. Muchos periodistas norteamericanos volvían a asumir su acostumbrado papel al servicio del Gobierno.
La historia ya no versaba sobre unos reporteros que habían sacado a la luz graves abusos de la NSA, sino sobre un norteamericano que, mientras trabajaba para el Gobierno, había “incumplido” sus obligaciones, cometido crímenes y “huido a China”.
Mis entrevistas con Mika Brzezinski y Savannah Guthrie fueron enconadas y ásperas. Como llevaba más de una semana durmiendo poco y mal, ya no tenía yo paciencia para aguantar las críticas a Snowden implícitas en sus preguntas: me daba la impresión de que los periodistas habrían tenido que estar de enhorabuena en vez de demonizar a quien, más que nadie en años, había puesto de evidencia una doctrina de seguridad nacional harto discutible.
Tras algunos días más de entrevistas, decidí que era el momento de abandonar Hong Kong. Ahora iba a ser sin duda imposible reunirme con Snowden, o por demás ayudarle a salir de la ciudad; había llegado un punto en que me sentía, en un sentido tanto físico como emocional y psicológico, totalmente agotado. Tenía ganas de regresar a Río.
Pensé en hacer escala un día en Nueva York con el fin de conceder entrevistas… solo para dejar claro que podía hacerlo y tenía intención de hacerlo. Pero un abogado me aconsejó que no lo hiciera alegando que era absurdo correr riesgos jurídicos de esa clase antes de saber cómo pensaba reaccionar el Gobierno. “Gracias a ti se ha conocido la mayor filtración sobre la seguridad nacional de la historia de USA y has ido a la televisión con el mensaje más desafiante posible”, me dijo. “Solo tiene sentido planear un viaje a USA una vez sepamos algo de la respuesta del Departamento de Justicia”.
Yo no estaba de acuerdo: consideraba sumamente improbable que la Administración de Obama detuviera a un periodista en medio de esos reportajes de tanta notoriedad. No obstante, estaba demasiado cansado para discutir o correr riesgos. Así que pedí a The Guardian que reservara mi vuelo para Río con escala en Dubái, bien lejos de Norteamérica. Por el momento, discurrí, ya había hecho bastante.
Snowden. Sin un lugar donde esconderse (Ediciones B) se publica el 21 de mayo en España. 352 páginas, 17,5 euros.
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