La prisión preventiva como equivalente de culpabilidad es la falla más grave, aunque ciertamente no la única, del injusto y obsoleto sistema de justicia penal de Uruguay. En un informe sobre la situación penitenciaria en la región, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIHD) acaba de condenar como “alarmante” que el 66 % de los reclusos estén encarcelados sin condena, en muchos casos por varios años.
La práctica ignora dos principios jurídicos fundamentales. Uno es que un acusado se presume inocente hasta que se pruebe lo contrario. El otro es que la prisión preventiva es un recurso excepcional, solo aplicable cuando existe riesgo evidente de que un acusado se fugue o pueda entorpecer el trámite de su procesamiento.
En Uruguay se utiliza al revés. Cuando aún no existe fallo o sentencia de un juez, las personas bajo proceso por un delito son enviadas a prisión como condena prematura. El hecho de que la práctica es incluso peor en otros países de la región no justifica en forma alguna su existencia en Uruguay, que se ufana de una solidez institucional que no existe en su agrietado sistema penal.
Con cifras que corresponden a 2012, que no parecen haber cambiado el año pasado, la CIDH informó que los presos sin sentencia son el 84% de la población carcelaria de Bolivia y el 73% de la de Paraguay. Aunque algo por debajo de estos porcentajes, Uruguay se compara desfavorablemente con países asolados por mayor violencia delictiva en la región.
La CIDH enfatizó que los tratados del derecho internacional “son muy claros en reconocer el derecho a la presunción de inocencia y la excepcionalidad de la detención preventiva”. Aquí se hace exactamente lo contrario.
En vez de fijar una fianza a procesados, fórmula que se utiliza en países donde se observa más estrictamente ese derecho, se los envía expeditivamente a la cárcel, convirtiéndolos a todos los efectos prácticos en condenados sin condena.
La presunción de inocencia se revierte drásticamente al transformarse en presunción de culpabilidad. Y muchas veces se justifica la prisión por la “alarma social”, elemento profundamente subjetivo, ya que no hay manera de establecer estándares comunes sobre cuándo hay o no la famosa “alarma”. La generalización de este procedimiento ha conducido al disparate jurídico de que, cuando un juez dicta prisión preventiva, la gran mayoría del público lo interpreta como automática evidencia de una culpabilidad que puede existir pero que no ha sido probada.
La situación es inexcusable, teniendo en cuenta que, desde hace más de dos años, languidece olvidado en el Parlamento un proyecto de reforma del Código del Proceso Penal.
El proyecto moderniza nuestro enredado sistema inquisitorio actual al establecer rápidos juicios orales y públicos, lo que debe conducir a la aplicación más precisa de la prisión preventiva y a la eliminación de ese absurdo judicial que es el delito indefinido de abuso de funciones. Pero el gobierno y su bancada mayoritaria siguen sordos a la urgencia de una reforma que es compleja pero indispensable por razones elementales de justicia y de protección de los derechos humanos que se proclama defender pero que, en este caso, son olvidados.
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