En el monasterio budista de Masoeyein, en la ciudad myanma de Mandalay, ejerce el poder absoluto Ashin Wirathu, que se denominó a sí mismo el Bin Laden birmano antes que la revista Time lo bautizase en portada como "El rostro del terror budista". Y terror, sin duda, no falta en Masoeyein. Basta con recorrer unos metros desde la entrada de este imponente complejo religioso, en el que viven y estudian unos 2.500 monjes, para darse de bruces con dos gigantescos paneles repletos de crudas fotografías que reflejan la brutalidad del grave conflicto religioso que sacude al país.
En una pared se han colgado las imágenes de viviendas de musulmanes en llamas y grotescas instantáneas de los cadáveres mutilados de miembros de la minoría étnica rohingya, que Naciones Unidas considera la más perseguida del planeta y cuya existencia es la excusa que esgrimen extremistas religiosos y ultranacionalistas como Wirathu para justificar los episodios de violencia que se repiten intermitentemente desde que el 28 de mayo de 2012, según la versión oficial que han refutado diferentes organizaciones, tres hombres rohingya violaron y asesinaron a una joven budista en el Estado occidental de Rakhine.
Seis días después, y aunque los acusados ya habían sido detenidos —uno se suicidó poco después y los otros dos fueron condenados a pena de muerte—, budistas exaltados asaltaron un autobús, arrastraron a 10 líderes musulmanes que regresaban desde Yangón, la principal ciudad del país, y los apalearon hasta la muerte sin que nadie en la localidad de Taungup hiciese algo por impedirlo. Y nadie ha sido juzgado por esa matanza. Desde entonces, diferentes fuentes estiman que han muerto más de 300 personas, la mayoría musulmanes como los que aparecen destripados y decapitados en las fotografías que cuelgan en Masoeyein.
En una pared contigua se exhiben las imágenes de los cuerpos sin vida de monjes budistas, algunos de ellos novicios de corta edad, descuartizados a machetazos y con las cabezas reventadas en diferentes países. En una de las fotografías, una niña sostiene un cartel en el que se lee: “Detened el asesinato de monjes”. Junto a este escaparate del horror, un retrato de proporciones generosas muestra a un Wirathu de rostro angelical como el salvador del budismo, una religión que profesa el 89% de los 55 millones de habitantes de Birmania, rebautizada como Myanmar por la Junta Militar que en 2010 colgó los uniformes para vestir de civil y comenzar una de las transiciones democráticas más complejas de la historia.
Con su breve estatura y maneras suaves, es difícil imaginarse a Wirathu como el despiadado hombre al que muchos acusan de incitar a la violencia religiosa. Pero, a pesar de que ha rebajado el tono tras la oleada de críticas que ha recibido en todo el mundo —menos en Myanmar, donde incluso el presidente lo considera una persona venerable—, el discurso de este líder del movimiento 969 (que está teóricamente ilegalizado y toma su nombre de los nueve atributos de Buda, los seis de sus enseñanzas y los nueve de la orden budista) no deja lugar a dudas.
“Somos la respuesta a la invasión musulmana que sufre Myanmar, y nuestro objetivo es defender al país de ella”, asegura mientras se coloca bien la túnica naranja y sorbe un zumo de frutas. “Nosotros no tenemos fusiles, no estamos detrás de ningún acto violento, solo queremos evitar que los musulmanes controlen el país y dar a conocer la situación actual a nuestros compatriotas para que puedan actuar en consecuencia”. A su alrededor, el resto de monjes asiente. De hecho, ahí reside la razón de que hayan promovido el proyecto de ley que pretende prohibir los matrimonios entre personas de diferente credo y hayan llamado al boicoteo de negocios musulmanes.
Porque están convencidos de que los rohingya, y los musulmanes myanmas en general —que suman en torno al 6% de la población—, se han confabulado para hacerse con el poder en todo el país antes del año 2100, y que uno de los mecanismos para conseguirlo es la desestabilización social por medio del incremento de su peso demográfico. “Hay evidencias históricas de que son inmigrantes ilegales venidos de Bangladesh con los británicos, y tenemos pruebas de que no han dejado de llegar".
"Pero no son capaces de coexistir en paz. Pagan a las mujeres locales para que se casen con ellos y se conviertan al islam. Y luego tienen muchos más hijos que los rakhine locales. Eso resta recursos a la población nativa. Además, son una comunidad violenta y endogámica que busca la segregación del resto de religiones. Persiguen la creación de un Estado islámico en Rakhine —se estima que 700.000 de sus 3,8 millones de habitantes son de etnia rohingya— y luego esperan extender ese éxito al resto del país”, añade U Jotika, abad del cercano monasterio de Ooyin.
Wirathu, que en una entrevista comparó a los rohingya con la carpa africana, “porque se reproduce sin cesar hasta que acaba con las especies autóctonas”, apuntala esta teoría con la aseveración de que esa etnia suponía ya, antes del estallido de la violencia, el 98% de la población en las remotas poblaciones occidentales de MauTaw, YathaeTaung, y ButheeTaung, cuyo peso demográfico en el conjunto del Estado de Rakhine es insignificante. Pero eso ya es suficiente para que el monje muestre su oposición a que los rohingya sean considerados myanmas de pleno derecho, como exigen ellos, y aboga por el estricto cumplimiento de la ley de 1982 que regula la concesión de la nacionalidad.
En la práctica, la aplicación de esa norma, que ha quedado en un limbo legal y que fue introducida para convertir a los rohingya en apátridas, supondría la expulsión de los 1,2 millones de habitantes de esta etnia no reconocida legalmente entre las 135 que componen el complejo atlas humano de Myanmar. “Si hubiese otros países musulmanes que quisieran aceptarlos, se los enviaríamos con mucho gusto”, dispara Wirathu con una sonrisa. En su defecto, aboga por mantener la actual política de apartheid que ha supuesto el hacinamiento de más de 140.000 personas en el gueto de Aungmingalar, situado en la ciudad de Sittwe, y en los campos de desplazados internos en el Estado de Rakhine.
Allí, 300 kilómetros al oeste del monasterio de Wirathu, la presencia militar apabulla. Nadie entra o sale sin un permiso que se concede de forma arbitraria por las autoridades, y los rohingya están privados de algunos de los derechos más básicos, como el de libre movimiento. Los habitantes de la docena de campos, en los que las condiciones rozan lo inhumano, y los del barrio de Aungmingalar, ubicado en el centro de Sittwe, tienen prohibido salir de estos guetos a los que les ha enviado el Gobierno y carecen de sustento alguno. Sin un carné de identidad no tienen alternativa.
Sobreviven gracias a las raciones que reparte el Programa Mundial de Alimentos y al trabajo de ONG internacionales que también están en el punto de mira de los extremistas y han sufrido su ataque en numerosas ocasiones. “Muchos hemos vendido nuestras joyas para sobornar a la policía y que dejen a algunos de nuestros familiares viajar a Yangón”, cuenta Amin, un joven de 18 años residente en Aungmingalar, en una carta porque tiene miedo de hablar.
La interpretación que los rohingya hacen de la historia y de su origen es muy diferente de la de Wirathu. Y ahí reside el quid del conflicto. En los campos de desplazados nadie se considera procedente de la actual Bangladesh, Bengal Oriental en tiempos del Imperio Británico. “Nosotros mismos y nuestros antepasados desde hace siglos hemos vivido aquí. Por eso somos tan ciudadanos de Myanmar como los rakhine”, comenta Aung Win, uno de los líderes rohingya confinados en los campos. “Ahora, con la excusa de elaborar un censo, el Gobierno quiere hacernos firmar un documento en el que se nos califica de bengalíes. Y a cambio, dicen, permitirán nuestra reubicación en los lugares en los que vivíamos antes de que estallase la violencia. Pero nos negamos a ello, porque podría suponer el principio de una repatriación forzosa”.
Kyaw Min, presidente del Partido para la Democracia y los Derechos Humanos, uno de los pocos representantes rohingya, actualmente en la oposición, va más allá en su denuncia: “Lo que está sucediendo es una limpieza étnica en toda regla, con la connivencia del Gobierno y el silencio de la comunidad internacional. Hay numerosos documentos que atestiguan la existencia de los rohingya desde el siglo VIII. Desde entonces se han vivido enfrentamientos, pero la mayor parte del tiempo hemos vivido en paz. Si ahora la situación ha estallado, y no parece que vaya a mejorar, es por motivos electoralistas. Se acercan las elecciones de 2015, en las que el Ejecutivo de Thein Sein, que también niega la existencia de los rohingya, puede sufrir un gran batacazo y quiere jugar la baza del nacionalismo religioso extremista para ganar votos”.
Mientras tanto, los rohingya se ven obligados a escapar del país en viejas barcazas que esperan en el improvisado puerto de los campos de desplazados. Su objetivo es alcanzar Malasia y Australia, pero en demasiadas ocasiones las embarcaciones ceden antes y el mar se los traga. Como el pasado día 3 de noviembre, cuando el hundimiento de un barco con destino a Bangladesh se saldó con 70 muertos. “Y quienes tienen más suerte suelen caer en manos de mafias que comercian con seres humanos, ya sea para trabajo esclavo o para la prostitución”, explica Aung Win mientras apunta al último barco que tuvo que dar media vuelta en alta mar cuando se pararon sus motores. “Y el problema es que ya ni siquiera es un conflicto exclusivo de las etnias rohingya y rakhine, sino una guerra entre musulmanes y budistas”.
No en vano, los choques con los rohingya han derivado en masas enfervorecidas que han dejado reducidos a cenizas cientos de edificios en localidades como Meiktila, donde no reside ningún miembro de esa etnia, pero sí viven musulmanes. Wirathu reconoce que es el auge del islam lo que “supone una amenaza directa para la forma de vida y el bienestar de la población local”, y asegura que no tiene ningún conflicto con el resto de religiones. “El problema son solo los musulmanes”, recalca. “Y sobre todo, los inmigrantes bengalíes”.
Este discurso se repite hasta la saciedad por todo el país, razón por la que pocos habitantes de Myanmar muestran empatía con los rohingya. Ni siquiera se pronuncia a favor de sus derechos Aung San Suu Kyi, hija del fundador del Myanmar libre, Aung San, y símbolo de la democracia desde 1988. Eso sí, Nyan Win, uno de los líderes de su partido, la Liga Nacional para la Democracia, cree que debería modificarse la ley de 1982 para concederles la nacionalidad y “desactivar así el conflicto y a los elementos extremistas que lo alientan”.
Pero nada hace pensar que eso vaya a suceder. “Es imposible que las dos comunidades convivan en paz si una de ellas no acata las normas de la mayoría. No es posible que los bengalíes tengan tantos hijos, se casen con varias mujeres y traten de imponer el islam”, reprocha U Shwe Mg, miembro del Comité Central del Partido para el Desarrollo de la Nación Rakhine, considerado uno de los atizadores del odio contra los rohingya.
En los campos de desplazados se hace evidente que algunas de estas críticas son fundadas. La mayoría de los entrevistados tienen entre dos y seis hijos —muchos sin registrar— y multitud de mujeres budistas han sido obligadas a convertirse a la religión de su marido tras contraer matrimonio, “tal y como ordena la sharía”. Aunque no faltan los hombres que aseguran no tener más de una mujer porque no pueden mantenerlas. “Los rakhine no deberían inmiscuirse en asuntos que afectan a nuestra vida privada”, espeta Aung Win. “Tenemos derecho a regirnos por la tradición islámica”.
La reconciliación se antoja difícil. “No confiamos en los musulmanes, que prendieron fuego a sus propias casas para aparecer como víctimas de un genocidio a los ojos de la comunidad internacional. Deberíamos separar ambas comunidades y aplicar la ley a los inmigrantes”, sentencia Shwe Mg. “Eso es precisamente lo que está sucediendo. De hecho, lo que están haciendo con los rohingya es como lo que los nazis hicieron con los judíos”, replica Abu Tahay, líder político de esa etnia afincado en Yangón. “Y la gente no entiende que en Myanmar no habrá democracia si no se resuelve este conflicto”.
Fuente: El País de Madrid
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