En 1988, un libro coordinado por el profesor John Garrow y titulado 'Obesidad y enfermedades relacionadas', recogió la siguiente reflexión. "La mayor parte de personas con obesidad que comienza un tratamiento dietético lo abandona; de entre quien continúa, la mayoría no pierde peso; y dentro del grupo de individuos que pierden peso, la mayoría vuelve a recuperarlo". Hace 25 años que se sabe que la dificultad para perder peso con éxito es muy grande.
Pero también se sabe desde hace tiempo que es muchísimo menos complicado ganar peso en nuestro entorno. Un entorno en el que existe una amplia y cómoda disponibilidad de alimentos baratos e insanos -tal como reconoce la doctora Margaret Chan, directora de la Organización Mundial de la Salud (OMS)- y que ofrece serios impedimentos para realizar actividad física a diario.
En todo caso, ¿por qué esta facilidad para ganar peso? Es la cuestión que abordó en profundidad un imprescindible texto denominado 'La evolución de la adiposidad y la obesidad humana: ¿dónde se estropeó todo?', publicado por el doctor Jonathan C.K. Wells en la revista Disease Models & Mehanisms en septiembre de 2012. Para el doctor Wells, conservar nuestro tejido graso es un aspecto de crucial importancia, y es por ello que el cuerpo humano se resiste a deshacerse de él "así como así". La masa grasa es un componente estratégico que ejerce múltiples funciones beneficiosas: aporta energía para el crecimiento, permite la reproducción, contribuye al buen funcionamiento de nuestro sistema inmune e incluso permite una mayor adaptación al frío.
Wells revisa el conocido enfoque evolutivo que maneja el llamado "concepto del ahorro". Este enfoque sugiere que la exposición ancestral a ciclos de escasez propició que tuviéramos "genes ahorrativos". Pero Wells enumera diversas razones por las que esta hipótesis no explica del todo las actuales tasas de obesidad. Hay más hipótesis, como la del "fenotipo ahorrador", que considera que tanto los bebés nacidos de madres que han sufrido malnutrición en el embarazo, como aquellos que nacieron con bajo peso al nacer, e incluso los que han sufrido una alimentación insuficiente en su infancia, tienen más predisposición a sufrir obesidad en el futuro. No obstante, un metaanálisis de Yu y colaboradores publicado en 2011 no apoyó esta suposición. Wells detalla, además, cómo otros mamíferos, que deberían responder de igual manera que el ser humano, utilizan otras estrategias distintas a la obesidad (almacén de grasa).
Sea como fuere, nuestro tejido graso (tejido adiposo) es fundamental para la persistencia de nuestra especie, ya que viene a ser como una "estrategia de gestión de riesgos" que se adapta de forma flexible a las condiciones exteriores y que ha evolucionado en unas condiciones de estrés (dificultad para conseguir alimentos, unida a un gasto calórico notable) que, hoy por hoy, no se dan. En nuestro entorno moderno, este sistema adaptativo sufre las consecuencias de factores ambientales denominados "obesogénicos". Es por ello que Wells no culpa tanto a la genética como a nuestro entorno, que propicia el aumento de peso y se convierte, en sus palabras, en un "nicho generador de obesidad". Tampoco culpa a la persona con sobrepeso por su pereza o su gula. La sabiduría popular suele adjudicar la responsabilidad de esta enfermedad al individuo -"si está gordo es porque no hace nada para solucionarlo"-, algo que para Wells es demasiado "simplista".
Pero no solo la sabiduría popular es así de simplista: los esfuerzos para hacer frente a la epidemia mundial de obesidad se han centrado en el individuo. La mayoría de campañas de prevención de esta patología "se caracterizan por la negación a muchos niveles de la función fundamental que desempeña la economía global", señala el investigador. Así, la interacción entre la biología del tejido graso del ser humano con el moderno ambiente industrializado está en el meollo de la cuestión.
Los esfuerzos para combatir la obesidad serían mucho más eficaces si los gobiernos tomaran cartas en el asunto y considerasen al individuo una inocente víctima de un sistema que contribuye a su ganancia de peso. La doctora Margaret Chan compartió una reciente reflexión que viene muy a cuento y que explica, en parte, el blindaje de este mecanismo perverso. "Tal como me han dicho una y otra vez los gobiernos -señaló-, la presión de los lobbies alimentarios han socavado sus acciones para reducir la obesidad".
En noviembre de 2013 ha visto la luz el más reciente consenso de tratamiento del sobrepeso y la obesidad, firmado de forma conjunta por la Asociación Americana del Corazón (American Heart Association), el Colegio Americano de Cardiología (American College of Cardiology) y la Sociedad Americana de la Obesidad (The Obesity Society). Los firmantes revisan las últimas evidencias científicas disponibles y extraen conclusiones a partir de ellas, muchas de las cuales coinciden con un consenso español de características similares, que se publicó en 2011 bajo el título: 'Recomendaciones nutricionales basadas en la evidencia para la prevención y el tratamiento del sobrepeso y la obesidad en adultos'.
Se trata de un documento de referencia, del que vale la pena rescatar sus primeras reflexiones, que constatan que la obesidad, además de aumentar las posibilidades de morir de forma prematura, incrementa el riesgo de sufrir hipertensión, alteraciones sanguíneas, diabetes tipo 2, enfermedad coronaria, accidente vascular cerebral, enfermedades de la vesícula, osteoartritis, problemas respiratorios y algunos tipos de cáncer.
Se ha estimado, además, que los costes sanitarios en personas con obesidad son un 46% superiores a las de las personas con peso normal, que visitan un 27 % más al médico y gastan un 80% más en fármacos. Es momento, sin duda, de dirigir más esfuerzos (y mejor diseñados) a la prevención de esta peligrosa dolencia.
Fuente:Eroski Consumer
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