Estamos de acuerdo en que la actual ley no es buena y que debió ser más clara, abierta y sencilla, como es la norma española o la francesa, por ejemplo. Toda esa etapa de consulta que establece para que se acceda a la voluntad de la mujer de interrumpir su embarazo, no la compartimos. Pero hay que entender que ese fue el modo con que se consiguió el voto 50, sin el cual no había ley alguna. Ésta será parcialmente cuestionable, pero peor es retornar a la legislación anterior, a la penalización, a la imposición del clandestinaje, a sumarle a la angustia del episodio en sí la del ocultamiento vergonzante y la satanización personal.
Si el referéndum sale adelante, retornamos a un hipócrita estado de situación, en que la norma no detenía los abortos ni los médicos denunciaban a las mujeres que les llegaban víctimas de las malas prácticas de tratantes clandestinos. Mientras tanto, un ancho espacio de atención clandestina (más deficiente cuanto más barata) seguía medrando.
El hecho social es ese: aquí no se trata de estar a favor o en contra del aborto, que siempre es algo penoso, no deseable, que sería mejor que no existiese. También sería mejor que los matrimonios no fracasaran y hubiera tantos divorcios. Pero si se da esa situación, lo peor es estigmatizar al divorciado —como aún hacen algunas religiones— y no permitirle un camino digno para rehacer su vida.
El hecho es que cuando se da una situación en que una mujer —normalmente una joven con poca experiencia— siente que no está en condiciones de asumir una maternidad responsable, que está cercada económicamente, o vive la hostilidad de su medio social o ha sido víctima incauta de una relación tramposa, ¿hay que condenarla y quitarle el derecho a decidir sobre su futuro? La maternidad, ¿debe abandonar su condición de un acto voluntario y querido para ser una obligada resignación, que cancela un futuro?
Hay otra perspectiva jurídica muy importante. Si cayera la ley, no sólo retornamos a la ominosa situación anterior, sino que tampoco abrimos una perspectiva de futuro. Pronunciado el pueblo, se terminó el tema. Es justamente lo que hemos sostenido con la ley de caducidad, dos veces ratificada y sin embargo reiteradamente desconocida por un partido de gobierno que cree que todo lo puede atropellar y cabe legislar en contra de la decisión de la soberanía.
¿Vamos a caer en el mismo disparate, de intentar luego reabrir un debate?
En el período pasado, cuando se comenzó a discutir el tema, pesábamos que un plebiscito de consulta, previo a la ley, podría ser útil para orientar al legislador en las dos o tres preguntas básicas. Hoy, con una ley aprobada, no hay otro camino que sostenerla, aplicarla y no cerrar opciones con un referéndum que nos retrotraería al estado anterior.
Volvamos al principio: si la ley no es perfecta, peor es retornar hacia el pasado. Por algún aspecto parcial discutible, no es lógico tirar abajo el principio. Lo único lógico es dejar que la experiencia se haga y con ella a la vista, intentar las correcciones que esa práctica aconseje. Esto es lo único viable y positivo.
Funete:Correo de los Viernes
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