Salimos al patio de la prisión cegados por el sol después de que algunos que habían logrado escapar abrieran las puertas de nuestras celdas. Muchos no podían sostenerse de pie y se arrastraban sobre las rodillas, débiles y enfermos. Los guardianes empezaron a disparar. Unos cayeron muertos; muchos, heridos. Alguien abrió un almacén donde encontramos dátiles, fruta y pan. Ellos nos disparaban y nosotros engullíamos. Teníamos tanta hambre...".
Aquel día de junio de 1996 murieron en la cárcel de Abu Salim, en Trípoli, 1.270 personas. Asesinadas por pedir un juicio y mejoras en las condiciones del penal. Un buen motivo para una revolución, salvo porque sus familias no lo supieron hasta años después.
"El alcaide se ofreció a aceptar nuestras peticiones y a trasladar a los enfermos y heridos al hospital", detalla Khanfour. Ninguno llegó allí. "Los bajaron de los autobuses y los ejecutaron. Los cadáveres permanecieron al sol cuatro días. Lo supimos por el olor".
Hamed Said Khanfour salvó la vida "de milagro", para poder pasar otros 15 años entre rejas; salió de la cárcel el pasado 2 de febrero, dos semanas antes del alzamiento libio y 21 años después de haber ingresado como preso político.
Khanfour tenía 29 años cuando lo detuvieron por pertenecer al Frente Nacional para la Salvación Libia, un par más de los que ahora tiene su hijo Alí. "Queríamos exactamente lo mismo que ahora piden nuestros hijos. Nuestros líderes estaban en El Cairo y Londres, exiliados, pero nosotros estábamos aquí dispuestos a luchar, a organizar a la gente, a hacerles tomar conciencia de que debían enfrentarse a Gadafi". ¿También a matar?
"No era nuestro objetivo concreto, pero lo habríamos hecho si hubiera hecho falta. No nos dieron tiempo", asegura. Cuenta sus penalidades con una media sonrisa, retorciendo sobre su dedo índice un pañuelo de papel que hace pedazos. Se detiene a pensar cargando de intensidad su mirada. Para él resulta fácil entender lo que está ocurriendo en Libia aunque aún le cueste creer que esté sucediendo de verdad.
Él estuvo fuera de Libia, y Libia fuera de su vida durante 20 largos años. Como la comunidad internacional. "Ya no conozco a mi pueblo. Salí y me encontré teléfonos móviles, Internet y un país con una mirada distinta", explica. "Ahora nadie se fía de nadie, cualquiera puede ser un delator. Durante años no han podido hablar. Mi hijo solo lo hace con su hermano. ¿En quién más puede confiar? Por eso resulta tan increíble que hayan sido capaces de creer los unos en los otros, de confiar y dar este paso".
Como él, desde hace semanas, analistas y estudiosos tratan de comprender, de elaborar un perfil que se ajuste a los rebeldes libios. Aunque, a diferencia de Khanfour, Occidente perfila un retrato que reduzca su identidad hasta hacerla encajar en un sistema tribal, una ideología o una religión. Difícil tarea. Tras cuatro décadas de aislamiento (Internet llegó a los hogares hace dos años), los libios son apenas un topónimo que describe a los habitantes de un país del cual apenas sabemos nada. ¿Qué hacen, qué sienten, quiénes son los ciudadanos de Libia y por qué han tomado las armas? Un misterio. Los ecos de las revueltas en el mundo árabe nos hacen ponerles en el mismo saco que a Túnez, Egipto, Siria, Yemen... Imaginamos que luchan contra un dictador. Apenas sabemos nada.
Así que cruzamos la frontera de Libia con Egipto, por el paso de Salum, para hablar con los rebeldes en su propio terreno. Llegamos a Tobruk a finales de marzo, a dos horas en coche del frente por la carretera del desierto. Y allí nos encontramos con mucha gente con tantas ganas de luchar como de contárnoslo. También mujeres. Montamos el estudio en lo que todos ellos consideran un símbolo de la revolución: la comisaría de la plaza de Tobruk, que significaba represión y que tras ser tomada por los rebeldes fue incendiada. Los retratos de estas páginas están hechos ahí, en las siniestras salas donde la policía del dictador detuvo y torturó a muchos libios.
Muamar el Gadafi sacó el inglés de las escuelas y obligó a su pueblo a aprender lenguas africanas que poco o nada utilizarían. "Si no sabemos inglés, no podemos entender lo que dicen las televisiones extranjeras, no podemos leer noticias, no podemos saber lo que ocurre, y es más fácil controlarnos", explica Alí Said Khanfour, hijo del preso. "Así tampoco se enteran de lo que nos ocurre". El fantasma del islamismo se cuela por las rendijas mediáticas, las luchas intestinas entre tribus enfrentadas desde tiempo inmemorial toman protagonismo frente a la honestidad de las demandas del pueblo.
Como en Egipto y antes en Túnez, en Libia la revuelta se gestó inicialmente en las redes sociales. Con una demanda principal: democracia. "Convocamos manifestaciones en Facebook y Twitter para el 17 de febrero", explica Alí, pero los libios habían esperado demasiado. Gadafi consiguió ocultar la matanza de Abu Salim durante años, hasta que en 2001 la información se filtró a las familias que no sabían que sus hijos estaban muertos. "Si en Túnez hubo un mártir [Bouazizi] y en Egipto 300, nosotros teníamos más de 1.000 antes de empezar. Éramos como una olla exprés a la que habían presionado tanto que solo podía estallar". El 15 de febrero, dos días antes de la convocatoria oficial, las familias de los presos asesinados en Abu Salim se echaron a la calle en Benghaz tras la detención de Terbil Fathi, el abogado que llevaba sus casos. La revolución había comenzado. Para el 17, Gadafi ya la había convertido en una guerra.
"Todo cambió aquel día", detalla Omar el Hariri, general golpista con Gadafi en 1969 que pasó 17 años en prisión por oponerse al rais. Tras ser liberado, Hariri ha vivido los últimos años en arresto domiciliario hasta que la revolución lo puso al frente del ejército rebelde, como ministro de Defensa. "Es una nueva generación entera de jóvenes la que se ha levantado contra el régimen. Han saboreado la libertad y la democracia, han visto lo que ocurre en otros países a los que han viajado a estudiar, lo han descubierto en Internet... ¡Ellos quieren vivir esa vida ahora!", afirma este líder.
Alí Said Khanfour es idéntico a su padre. Mismos ojos, misma sonrisa, misma afabilidad. La genética imprimió un idéntico carácter en los dos hombres a pesar de que apenas se conocen. Hasta hace ocho años, a Hamed no le fueron permitidas visitas. Ambos se conocieron en la sala de un juzgado. "Demasiados cumpleaños echándole de menos", murmura.
Tal vez por eso Alí tomó el testigo en la revolución que no le dejaron hacer a su padre, y haya pasado los días recorriendo la carretera de Adjabiya con el coche lleno de agua, comida y medicinas. También armas.
Nació hace 27 años en esta ciudad que ha sido destruida completamente durante la guerra. También su casa fue pasto de los bombardeos de Gadafi. "Antes de ser rebelde era buceador en la planta petrolífera de Ras Lanuf". Cada día se sumergía junto a un equipo internacional de trabajadores que mantienen a punto el sistema de fluido de fuel. "Solo me queda un curso en Escocia para alcanzar la titulación máxima, pero creo que tendré que posponerlo hasta el próximo año". Ahora la revolución absorbe toda su energía.
"Ha sido tan sangriento...", recuerda dejando de sonreír por una vez mientras pisa con sus chanclas los restos de un edificio calcinado. Le gusta viajar, beber con sus amigos noruegos y escaparse a Egipto "media docena de veces al año". Estaba en Adjabiya cuando las tropas de Gadafi retomaron la ciudad. "Todo era destrucción a nuestro alrededor, cogí a mi familia y los llevé a Tobruk; era el único modo de salvarlos".
Padre e hijo confían en el Consejo Nacional Transitorio (CNT). Mahmoud Jabril, con el que Hamed Said Khanfour compartió celda siete años, es ahora la mano derecha de Mustafá Abdelyalil, exministro de Justicia y cabeza del Gobierno rebelde. Jabril ha sido su interlocutor en política exterior y se ha reunido, e ntre otros mandatarios, con la secretaria de Estado de EE UU, Hillary Clinton.
Mustafá Abdelyalil fue el único que se enfrentó a Muamar el Gadafi. "El único que le dijo no", apunta Khanfour padre. Llegó a firmar un edicto que fijaba en 20 años la condena máxima para los prisioneros y que permitió la liberación de muchos presos políticos, entre ellos Khanfour. "Gadafi siempre negó la existencia de presos políticos, así que cuando la organización de derechos humanos Human Rights Watch solicitó el acceso a Abu Salim tuvo que hacernos desaparecer para demostrar que allí solo había islamistas", explica.
Estudiantes, parados, ingenieros, profesores, hombres, mujeres, niños... Todos tienen ahora sus esperanzas depositadas en el CNT para construir ese nuevo país; un grupo de 31 hombres respetados de todas las regiones de Libia. "Ahora somos una sola tribu, un solo clan", explica Abdelrahman Ahmed, un estudiante de odontología de 24 años. "Después de que se formase el comité nos sentimos protegidos. Queríamos una revolución como las de Túnez o Egipto, pero Gadafi la convirtió en una guerra en la que hemos tenido que defendernos", relata. Y en la que aún se desconoce el número de víctimas civiles, que algunas organizaciones de derechos humanos cuentan por miles.
En una de sus idas y venidas al frente, Alí Said Khanfour encontró a un niño de apenas dos años caminando solo por la carretera de Adjabiya. No sabe nada de su familia. "Intenté llevarlo al hospital, pero estaba plagado de francotiradores, así que lo llevé a Tobruk, donde una mujer lo recogió de la clínica y se ha hecho cargo de él". En ese mismo centro se ha tratado a la mayoría de los heridos de Ras Lanuf, Brega y Adjabiya. Civiles y soldados. La carretera del desierto da acceso rápido a las camionetas rebeldes que van y vienen a diario reforzando las líneas o abasteciendo de lo necesario. Van: dejan armas, medicinas, agua. Vuelven: traen heridos, muertos, noticias... No hay electricidad ni comida. Tres campamentos en los que se hacina la mayor parte de la población civil que ha huido de los ataques de Gadafi son la prueba de que antes hubo allí casas, tiendas, vida.
Ahmed Mansour tiene 16 años, una bicicleta y sangre A +. Lo resalta porque, "a falta de un arma", ha dado su sangre "por la revolución" en forma de donación para los heridos que llegan del frente. En el hospital de Tobruk, Mohamed Sharif, de 30 años, muestra lo que queda de su mano izquierda. Estaba en una calle de Adjabiya, ayudando a un herido, cuando el disparo de un francotirador le destrozó la muñeca y parte de un brazo. Su mirada no desprende odio ni dolor; asegura que lo único por lo que se ha enfrentado a Gadafi es porque quiere "ser libre".
En la habitación contigua, Abdala Mohamed, de 25 años, acaba de salir del quirófano con las piernas destrozadas. El dolor le hace interrumpir su relato, pero afirma que necesita hablar, contar lo que siente: "Soy musulmán, sí, pero no quiero un Gobierno islamista y no soy de Al Qaeda. Soy libio, pero no tengo ni idea de política y quiero libertad para decidir cómo será mi Gobierno. Una Constitución, un Parlamento igual que en Francia o en Estados Unidos. Por eso es por lo que lucho", afirma mientras otros rebeldes heridos asienten a su alrededor. "Necesitamos un nuevo país".
Fathhal Ramadán, de 15 años, intenta aguantar el tipo y traga saliva mientras aguarda para ver a su mejor amigo. Las esquirlas de una bomba en Adjabiya le alcanzaron la cabeza. Padece lesiones internas y tendrán que cortarle la mano derecha. Fathhal no lo sabe, pero lo intuye. Un respirador mantiene a su amigo con vida junto a un pequeño de seis años que ha perdido a toda su familia y al que ata a este mundo otro tubo. Otro joven de 17 espera con una bala en el cerebro un traslado o un especialista. Un francotirador le acertó en Al Beida. Se consume día a día.
Sahar Ramadán, una mujer de 22 años, quiere agradecer a los países europeos y a EE UU su intervención en Libia: "Si no fuera por ellos, todos estaríamos ahora muertos". "¿Habéis estado en París?", pregunta a los periodistas su hermana Ibtikhal, de nueve años, abriendo mucho unos enormes ojos grises. "¿Y en Roma? A mí me encantaría viajar a España", apunta jugueteando con una de sus trenzas. Se mueve entre los restos de una comisaría quemada con delicadeza de bailarina, mientras agita un ejemplar del periódico de la revolución. "Merecerá la pena que hayan venido a salvarnos. Podremos devolverles el favor enseñando a nuestros hijos a respetar a quienes nos rescataron", cuenta la mayor. Otra de sus hermanas, Mona, doctora en Física, de 25 años, que se cubre con un niqab, pide que el cambio también las beneficie como mujeres. "Democracia e igualdad es todo lo que necesitamos. Tenemos un gran país y mucha riqueza en nuestro suelo. Con la inversión y la educación adecuadas nos pondremos a la vanguardia de la región".
"Nuestras armas son viejas; nuestros soldados, escasos. Por cada diez mercenarios de Gadafi hay solo un rebelde. Nuestros jóvenes están luchando en el frente al mismo tiempo que aprenden a disparar", explica Ibrahim Boucheim, coronel desertor del Ejército libio, de 52 años (35 en el Ejército). Ahora está con la revolución. "Hay ingenieros, hay doctores; no están entrenados, pero tienen una causa. Ellos cuentan con el poderío militar, pero nosotros tenemos un motivo. Un mercenario que lucha por dinero no es igual que quien tiene un ideal y no tiene miedo a morir porque lucha por un bien mayor".
Hamed Said Khanfour es consciente de que ya no hay marcha atrás. Piensa en los poemas que escribió en la cárcel y en su hijo Alí en el frente. Sabe que el suyo es un pueblo "de grandes ideales". Él dio por ellos 20 años de libertad, pero "otros han dado su sangre", explica. ¿Por qué?
Un niño de 15 años, Sharif Mukhtar, tiene la respuesta: "Todos somos soldados, no tenemos cultura. Nos llevan al Ejército una vez al año, pero no nos enseñan a disparar, sino a obedecer como perros. A coger la pelota. No podemos pensar ni opinar por nosotros mismos. Nuestro país no nos pertenece. Si hace tres meses hubiera hablado con un periodista, ahora estaría muerto. Queremos que nos devuelva nuestra dignidad". Su padre también estuvo en prisión. "Todas las familias en Libia tenemos alguna herida".
En la sala de quemados del hospital de Tobruk, Mohamed el Magdi, de 55 años, se recupera de unas quemaduras desde el 19 de febrero. Desde entonces ha habido muchos muertos y las noticias del frente le han llegado a través de su hijo, que ha recorrido los 400 kilómetros desde Adjabiya hasta Tobruk casi a diario para verle. Fue soldado, pero hace años que está en el paro, nada raro teniendo en cuenta que más del 30% de los libios están desempleados. Su discurso está cargado de convicción: "Aquí cada uno tiene su papel. Unos con las armas, otros con sus bocas, otros con sus vidas. Incluso la libertad tiene un precio. Si es nuestra vida, que así sea".
Fuente:El País
No hay comentarios:
Publicar un comentario