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miércoles, 15 de febrero de 2017

LA OPINION DE J. LOPEZ MERCAO: UNA BALA QUE NO LLEGO A MATAR POR MUY POCO

Estaba de guardia y en cada bloque que escribía incursionaba en una temática distinta. Saltaba de las declaraciones de Sendic luego de la reunión con la agrupación de gobierno a la voladura del techo del aeropuerto de Melilla, la incidencia del cáncer, la muerte de la esposa de Lula, el estado del tiempo, la gira del presidente, la resurrección de Peñarol, los goles de la sub 20…


De a ratos me interpelaba. “¿Te gusta ‘La última caricia’ para titular la nota de Lula?”. “Sí, está lindo”, decía mientras abrazaba la almohada y volvía a dormir. Pero no me daba tregua. “¿Viste la declaraciones de Andrade?”. “Sí”, murmuro. “‘Estamos ante un enorme retroceso’, dice”. “Ta bueno”, replico. Duda: “Pero es tramposo, no se refiere al gobierno sino al convenio del Sunca”. Alcanzo a decir: “Dale igual, tiene gancho” y vuelvo al sueño. Pero no me iba a liberar tan fácil: “Cómo se llama ese chiquilín”. “El de los goles de la sub 20”. “Yo que sé, Schiappacasse, creo”. “¿Cómo se escribe?”. “Yo que sé, vieja, buscalo”, le contesté, resignado ya a ese sueño interruptus.

Pero cuando escuché “mi amor”, caí en la cuenta de que esa no era mi noche. Algo me iba a pedir. “Mataron a otra mujer. Dicen que fue en Melilla, pero averigüé que fue en Verdisol”. Sé que el tema la crispa. A mí también. Ya había abandonado la guardia, pero para ella era un doble imperativo: profesional y humano. Me contó de las múltiples averiguaciones telefónicas que había hecho en dependencias del Ministerio del Interior. “Me trataron muy bien. Al final llegué a la 19ª. La muchacha que me atendió me dijo que sí, que había ocurrido un femicidio, pero que no podía dar información por teléfono, que fuera por allá. Me pareció bien”. “A mí también”, respondí, anticipándome al siguiente petitorio: “¿Me acompañás?”. Ni respondí. Me calcé las chancletas, la bermuda, me puse la camisa y salí rumbo a la cochera. Estaba frío y llovía.

Primera noche: lección de pedagogía

Llegamos a la 19ª y nos esperaba un agente. Nos condujo al interior de la comisaría. Isabel le entregó las credenciales al subalterno y quedó en el salón central a la espera del comisario. Llegó enseguida. Mi esposa le pidió información sobre el caso, a lo que el policía respondió que no le podía decir nada. “No, señor, lo que yo quiero confirmar es si hubo un femicidio, si fue en Verdisol y, en lo posible, la edad de la víctima”. El funcionario respondió que esa información sólo podía darla Relaciones Públicas. “Pero sólo quería informar. No quiero poner en la red cosas que resulten falsas. Sólo le pido que me lo confirme o no”. El talante, ya de por sí soberbio de su interlocutor se volvió socarrón y bastante irrespetuoso. “¿No le enseñaron a usted en la escuela de periodismo que tiene que remitirse a lo que diga Relaciones Públicas? ¿Qué aprendió usted?”. “Aquí la escuela de periodismo existe sólo en su imaginario. El periodismo se ejerce”. El comisario volvió a insistir en su enfoque descalificatorio e Isabel defendía la profesión: “Empecé a trabajar en esto en 1989 y nunca cubrí crónica policial, pero esto debo cubrirlo”. Pertinaz, el policía volvía de manera monocorde a la descalificación profesional. Isabel se llevó la mano a la cabeza y le mostró las raíces del pelo: “Debajo de estos claritos hay canas y hay años de trabajo. Esa es mi calificación”. Pero al comisario, al que le interesaba la pedagogía periodística, insistía en que ella debía volver a la escuela de periodismo. Allí Isabel se salió un poco de tono y le replicó: “Y usted debería volver a la escuela, porque me está tratando de manera muy grosera”. “Esto está siendo grabado y filmado, así que si tiene que hacer alguna denuncia, hágala”. El áspero intercambio continuó durante minutos, hasta que Isabel le dijo “Bueno, muchas gracias”, y le extendió la mano, que quedó suspendida en el aire mientras el comisario cruzaba los brazos. La escena quedó petrificada en una especie de “maniquí challenge”, que decidí interrumpir dirigiéndome al policía: “Lo está saludando, señor”. Fue lo único que dije. Me respondió en forma altanera: “Yo no terminé de hablar”. La situación era insufrible y optamos por irnos.

Al llegar al auto, estacionado frente a la comisaría, vimos al superior y a su subordinado parados contra el ventanal, de brazos cruzados, las piernas abiertas y el gesto desafiante. “Ah, sí”, dijo Isabel y bajó del auto. Se paró frente a ellos y sacó dos fotos con el celular. Era obvio que no tenía intención de obtener una imagen para algún premio internacional. Con esa chatarra no aparecería más que una imagen borrosa. Pero el objetivo era otro. Subió la rampa y reingresó a la comisaría para pedirle al comisario que se identificara.

De regreso rompí el silencio. “Gallega, ¿sabés cuánto duraba una entrevista mía con este tipo? Quince segundos. No te diste cuenta de que no está acostumbrado a que lo interpelen, sino a que le agachen la guampa. Perdiste el tiempo y te expusiste. Ya tendrías que estar acostumbrada a esto”. Enseguida agregué: “Además, tendrías que aprender a reconocer a un psicópata ni bien lo ves”.

Frustrada y al borde del quiebre emocional, Isabel golpeó el volante y me espetó: “Ese es el problema, que nos estamos acostumbrando”.

Llegados a casa, volví al sueño mientras Isabel desahogaba su indignación escribiendo una nota sobre el maltrato y el bloqueo de información del que fue objeto. Estuvo aporreando la máquina hasta más allá de las cuatro.

Al otro día, fue citada por Asuntos Internos del Ministerio del Interior y me llamó por teléfono desde el trabajo. “Mi amor”. Otra vez el “mi amor” me hacía presentir un nuevo petitorio. “Tenés que ir vos a declarar como testigo”. “Bueno, decime dónde”. Como había sucedido con ella, el trato fue excelente y nuestras declaraciones coincidieron.

Segunda noche: los ojos de la serpiente

Esa noche teníamos que ir al cumpleaños de la suegra de mi hija menor, en El Pinar. Yo le anticipé a Isabel que no podría ir. Tenía trabajo y no iba a terminarlo hasta tarde. Cuando se iba, algo me dijo que tenía que acompañarla. “Al final es la familia, tengo que ir”, le dije. Pero en el fondo tenía alguna turbia inquietud. No se trataba de eso.

Había dejado el coche estacionado frente a casa. Salimos a eso de las ocho de la noche y emprendimos el camino habitual. 20 de Febrero hasta 8 de Octubre, Camino Carrasco, la rotonda del viejo aeropuerto, la Interbalnearia y de allí a El Pinar. Pasamos un lindo momento y volvimos antes de las once de la noche. Hicimos el mismo camino de retorno. Yo iba en silencio. Tanto es así que al tomar 8 de Octubre, Isabel me preguntó si me pasaba algo. “Nada”, le dije. En realidad, venía pensando en la escena de la noche anterior y algo no me gustaba.

Cuando nos internamos en Villa Española, comenzaron a escasear las luces. Retomamos 20 de Febrero, pasamos Larravide y, no recuerdo si una o dos cuadras después, cerca de Serrato, algo sucedió.

Un auto claro, con las luces encendidas, rompía la monotonía de la calle desierta. Era un Corsa claro, parecido al nuestro. Isabel aminoró un poco la marcha y lo pasó. Segundos después, sentimos el ruido de la moto que se nos aproximaba. La Gallega, que venía mirando por el retrovisor, advirtió una oscura conmixtión entre el auto y la moto. Era una 125, de las comunes y de color oscuro. Isabel le hizo espacio para que pasara pero en lugar de hacerlo se nos pegó, casi chapa contra chapa. Por un momento, ambos conductores se miraron cara a cara. Isabel aflojó ligeramente la marcha para evitar un choque, con lo que el conductor de la moto aprovechó para adelantarse un poco. Esta vez quedó apareada con el acompañante. Allí advertí el peligro. Llevó la mano derecha a su flanco izquierdo y sacó el arma. “Acelerá, acelerá”, le grité. Le pude ver la cara. De gorra con visera, morocho, cara un tanto alargada, enfundado en un jogging, de entre 25 y 30 años. Pero lo que más me impresionaron fueron sus ojos, fríos como los de una serpiente. “Es un profesional”, pensé, en ese instante intemporal en el que se piensa con fulgores. Llegué a ver la pistola. Negra, pesada. Era una Glock 9 mm. Esos chicos no andaban improvisando.

En ese instante infinitesimal Isabel había acelerado. El disparo, que iba a ser recto y a pocos centímetros de su cara, se frustró por el ligero adelantamiento del auto. Tuvo que tirar apurado, sin llegar a extender del todo el brazo y el disparo salió sesgado. “Me dio en la cabeza”, dijo mi esposa. “Seguí, seguí”, la apremié, mientras le ponía la mano en la nuca. No había sangre, sino un bulto. Tomó la pequeña rotonda para cruzar Serrato casi en dos ruedas y así siguió por la estrecha callecita que flanquea Parque del Sol para llegar a Centenario.

Al llegar allí Isabel me dijo: “Me ahogo, me parece que me voy a desmayar”. A esa altura no miraba el retrovisor para ver si nos seguían. Había que acelerar. “Si no podés más, dejame el volante”. “No, no. Sigo mientras pueda”. Le indicaba con el brazo hacia dónde doblar. Viramos a la derecha y, a una cuadra, entramos a José Pedro Varela cometiendo una infracción de tránsito alevosa. Mi propósito era llevarla a la Policlínica del Semm que está cerca del hospital Filtro. Pero poco después de pasar por la puerta del cuartel de Coraceros, vimos una camioneta policial. Isabel se afirmó en la bocina, paramos delante de ellos y corrí para explicarles lo sucedido.

Eran dos policías jóvenes. Efectivos y extraordinariamente corteses. Miramos primero la herida. Parecía un roce. Pero lo extraño es que el auto, con los vidrios levantados, parecía no haber sufrido ningún daño. Al abrir la puerta, uno de los policías descifró el misterio. Milagrosamente, la bala había entrado en diagonal por el parante de la puerta delantera. La estructura metálica y –sobre todo– la goma del burlete, habían amortiguado el disparo. Volví a mirar la herida en el parietal izquierdo de Isabel y le dije: “No fue un roce, fue una bala fría”. En la alfombra delantera, junto a la pedalera, relumbraba el proyectil 9 mm. Blindado.

Minutos después, un vehículo de la Coronaria llevaba a mi compañera al Sanatorio Americano, donde le practicaron una radiografía de cráneo. No había pasado nada. Dios estaba de su lado.

En simultánea llegó la Policía Técnica, revisó el auto in situ y luego lo llevaron a la 13ª. Del Americano nos llevaron a la comisaría, donde lo levantamos y debimos concurrir a Investigaciones, en el Parque Rivera, a prestar declaración. Siempre custodiados. De retorno a casa, pedimos acompañamiento y detrás, vestidos de civiles, nos acompañaban dos efectivos en otro vehículo. Quedaron haciendo guardia hasta las seis de la mañana y luego los relevaron hasta las dos de la tarde.

Algo más tarde, la conferencia de prensa en APU, la solidaridad de los compañeros, todas esas cosas que te enseñan a querer la vida. Aparentemente, todo había pasado. Aunque, por momentos, lo dudo.

Fuente. Caras y Caretas




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