“El empate de Moacir”
De la altura nunca hablo porque todas las veces que fui a La Paz fue en el 468. Para mí es como si estuvieran en la luna, los veo flotar como astronautas y me emociona cada penúltimo pique del Cebolla Rodríguez. Lo peor es ver más montañas encima del estadio… ¡Pensar que algunos querían que el maestro Tabárez pusiera a Coates! ¿A tres mil seiscientos sumarle dos metros más? ¡Qué necesidad!
Lo que me motivó a escribir algo sobre la Selección aquella noche, no fue la altura. Tampoco fue que Uruguay supo perder con Bolivia. Que esa Selección sabía perder ya se sabía desde las eliminatorias a Sudáfrica, cuando supo perder varias veces y muy bien.
–Aprender a perder es muy importante –me dijo una vez el Tornillo Viera, seriamente.
Él a ganar aprendió en Europa. A perder aprendió en Nacional y en Peñarol (en Nacional estuvo cinco años bancándose al Peñarol de los sesenta; en Peñarol los cinco años del Nacional del 71).
–Yo no podía ir a ver boxeo –me dijo–, porque cuando, para empezar la pelea, el árbitro gritaba “¡segundos afuera!” tenía que irme.
Sin embargo, en definitiva –y este es mi motivo para esta noche escribir–, creo que más importante aún que saber perder y que saber ganar, más importante todavía que saber empatar, es saber empatarle a la realidad.
“Si le empatamos a la realidad le podemos ganar a cualquiera”, dijo Obdulio Varela.
Pudo haberlo dicho Platón, pero lo cierto es que Obdulio Varela lo dijo.
“A cualquiera” –se entiende–: a la realidad también.
Era invierno entresemana. Entresemana en invierno del año 2012, el único bar abierto donde tomar un café en La Floresta era el restorán Alfredo. Era una soleada tarde de invierno entresemana. Solo dos clientes en Alfredo. El brasileño Bruno Freitas que nunca había estado ahí, ni en La Floresta ni en Uruguay y el parroquiano Joselo González.
Bruno Freitas se había desembarazado de una voluminosa mochila de periodista de la legua, había extraído de ella un grabador, un block de notas y una lapicera, para anotar con precisión algunos nombres de personas o lugares que tuviese dudas de cómo se escribían. La pregunta que le había hecho a González fue bastante retórica. “Estoy escribiendo un libro sobre Moacir Barbosa, el golero de la final de Maracaná. Usted trabajó en el libro de Ghiggia “El gol del siglo”, ¿conoce algo de Barbosa?
González había visto la película de Ana Luiza Azevedo sobre Barbosa en el festival Atlantidoc, el verano anterior. La película que abre con, cierra con y usa como leiv motiv la imagen del portero de Brasil yendo derrotado a buscar la pelota al fondo de las redes. Había oído de labios del propio Barbosa, cómo la Confederación Brasileña de Deportes no lo dejó entrar a Goiania, el 16 de julio de 1989, en la final de la Copa América, a pedido del cuerpo técnico brasileño, por el gol que le hizo Alcides Edgardo Ghiggia cuarenta años antes. “En Brasil no hay pena de muerte. La pena máxima es de treinta y cinco años –declaró Barbosa–, pero yo ya cumplí cuarenta años de condena y sigo preso por aquel gol…”. Al final de la película Barbosa, de 70 años largos, confiesa: “desde el 16 de julio de 1950 hasta hoy, no he pasado un sólo día de mi vida sin dejar de pensar en esa jugada”.
–Conozco –dijo González a Freitas–, lo que dijo Ghiggia en “El gol del siglo”: “a mí me contaban los goleros que el palo de uno siempre es difícil”, que Barbosa no tuvo toda la responsabilidad en esos goles. Barbosa no podía evitarlos, porque en el segundo, por el centro del ataque y atrás de la pelota, libre de marca, ingresaba Míguez, pidiéndole el pase a Ghiggia. Y atrás de Míguez, Schiaffino. Si Barbosa no daba el paso adelante era fácil gol de Míguez. Si lo daba y dejaba el metro que dejó entre él y el palo, era gol de Ghiggia y éste no tenía cómo equivocarse, las dos veces encaró sesgado con pelota dominada. Tanto es así, que cuando se abrazan Ghiggia y Miguez detrás del arco brasileño festejando el gol de la victoria, éste le dice a aquel, ¿por qué no me la pasaste?, ¿no me oíste que entraba sólo y te la pedía? Ghiggia le contestó: “dejála ahí que ahí está bien”.
–Pero todo Brasil le echó la culpa a Barboza –insistió Freitas, más sorpendido y curioso que desilusionado–. El pobre Barbosa no podía ni siquiera entrar a un bar a tomar algo, porque la gente se iba para no tratarlo… Algunos le echaron la culpa tamben a Bigode, pero fueron los menos…
–Tampoco Bigode tuvo toda la responsabilidad –respondió González– A Bigode, Julio Pérez y Ghiggia le hicieron el dos–uno en los dos goles, y en el primero Ghiggia tocó atrás a la entrada de Schiaffino, por eso Barboza pensó que la segunda vez haría lo mismo. No debió intentar adivinar. Debió cubrir su palo, pero era un gol casi hecho. En todo caso la mayor culpa podría haber sido de los volantes brasileños que no pudieron con el ida y vuelta de Julio Pérez durante todo el partido, pero eso si hubiesen tenido conciencia del juego, que evidente no la tenían, ni ellos ni los técnicos ni los comentaristas ni los hinchas…
La culpa la tuvieron los dueños del circo. Le hicieron creer a doscientos mil espectadores y a un total de treinta millones de brasileños, que para ganarle a Uruguay, y por goleada, bastaba con atacar y jugar bonito. Cuando en realidad, para salir campeones, les alcanzaba con empatar.
Como ese relato debió mantenerse por cinco décadas, Barbosa pagó por siempre.
El uruguayo había sido demasiado tajante. Cuando acompañó al escritor brasileño a tomar el COPSA hacia Montevideo, donde éste seguiría la pesquisa para su libro, González pensó que ya no sabría más del nuevo biógrafo de Moacir Barbosa. Quiso contemporizar un poco, volviendo a centrarse en lo que a Freitas le importaba. “Créame que Ghiggia no miente. Los uruguayos nunca entendieron la condena a Barbosa”.
Moacir Barbosa murió el 7 de abril del 2000, repudiado y probre, pero lo velaron cincuenta años antes, la noche del 16 de julio de 1950 y al día siguiente lo enterraron bajo el arco de Brasil en Maracaná; más exactamente, a un metro del arco y desde ese día, de algún modo, cada tarde algún brasileño, periodista, hincha, técnico o jugador, se puso una camiseta celeste con el 7 en la espalda, para hacer el gol entre la tumba y el palo, en ese metro donde Ghiggia la metió. Son ritos, leyendas, símbolos que tiene la vida.
Este ritual se cumplió puntualmente, día a día, hasta que una vez, una tarde de abril del año dos mil, justamente cuando se publicó “El gol del siglo”, todos vieron que el que se ponía la camiseta celeste para tomar carrera era un narigón cargado de espaldas, no muy alto, de bigote, igualito a…
–¿Pero usted no es?… –le preguntaron.
–Yo soy el silencio de Maracaná –respondió–. El Papa, Frank Sinatra y yo –sintetizó él.
Las graderías volvieron a enmudecer al ver de quién se trataba.
Alcides, que él mismo es como dicen de él que jugaba, generoso al prodigarse, preciso con el centro, justo en la definición, quiso compartir con Barbosa el gol, porque allí donde él lo cobró al contado de una vez y para siempre, por velocidad, precisión, talento y sin complejos (“A Máspoli no le gustó como yo le pegué; él decía que yo pateaba ‘arrugado’, pero la cuestión es que, con esa forma de poner el cuerpo, le pegué fuerte y entró rasante”), allí a Barbosa ese gol le costó la vida entera. En el corazón de la gente.
Aquella tarde de 2000, con su testimonio, Ghiggia tiró la doble pared con Julio Pérez y cuando llegó al lugar exacto desde donde había pateado aquel 16 de julio, se la tocó al medio a Oscar Omar Míguez, que entraba solo y definió de cachetada, fácil, simple, sobrado (o clavándola en un ángulo, también inatajable, como había hecho Schiaffino en el primero), demostrándole al mundo, y al Brasil entero, que Barbosa, definitivamente, no tenía nada que hacer en aquella jugada.
Entonces Moacir Barbosa saltó de su tumba en vida de cincuenta años y se abrazaron. Ese gol le pertenecía también a él, aunque a él se lo habían hecho, aunque como dice Ariel Scher: “existen goles que son parte de la historia y viven en el corazón de la gente”.
Por eso, esa vez, fue a Barbosa a quien Ghiggia le dijo: “no vayas más a buscarla, Moacir: dejála ahí que ahí está bien”. Y Barbosa le hizo caso.
Fuente: Tenfield
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