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lunes, 7 de julio de 2014

KOWLOON: UN MUNDO APARTE DENTRO DE HONG KONG QUE YA NO EXISTE

La ciudad amurallada de Kowloon, en Hong Kong, no debería haber existido. Y sin embargo 50.000 almas se desarrollaban en el interior sin apenas ver la luz del sol. Su origen, tan extraño como su apariencia, es un error del urbanismo moderno que provocó que el espacio equivalente a una quinta parte del Santiago Bernabéu fuera propiedad de nadie: la policía de Hong Kong no podía actuar en el 13 Rue de Kowloon porque estaba bajo mandato de China. Y las autoridades chinas nunca quisieron solucionar el problema.



Opio, mafias, bandoleros, médicos ilegales en consultas insalubres... El desarrollo de la ciudad se sale de cualquier lógica. Como no podían crecer a lo ancho, crecían a lo alto. Y como no tenían ni tiempo ni dinero para derribar una casa y construir otra, los bloques de vivienda se iban apilando uno sobre otro como una construcción de naipes.

Así, mientras Hong Kong se convertía en la ciudad hipermoderna que es hoy, los habitantes de Kowloon andaban entre calles del tamaño de un pasillo donde los rayos del Sol no llegaban. La luz era el bien más preciado. Los cables, que salían como ramas de un misterioso interior, eran el cordón umbilical que alimentaba de electricidad al monstruo de Kowloon. Un monstruo que de 50.000 cabezas.
Un récord inhumano

Imaginar la vida allí supone olvidar el concepto de ciudad occidental. Su densidad de población era de casi dos millones de habitantes por kilómetro cuadrado; en Madrid, por ejemplo, es de solo cinco mil. Para hacer habitable este inhumano lugar, los vecinos crearon una ciudad en lo que debía ser la esquina de un barrio. Había restaurantes, bares, herbolarios, dentistas (sin licencias), residencias de ancianos, asociaciones de ayuda intervecinal. Por haber había hasta guarderías en lo que pudo ser el mayor hito de la arquitectura colectiva de la historia.

Las azoteas y el patio comunal eran el único espacio para que los niños jugaran
La construcción anárquica solo respetó una cosa: el patio de luz. Desde ahí se estructuraban las «clases sociales» de Kowloon. Y si en la distopía de la película «Waterworld» los enemigos Kevin Costner luchaban por la tierra, en la ciudad amurallada la luz era el tesoro que determinaba el estatus. Las azoteas, entre cables amenazadores, antenas huesudas y tuberías humeantes, eran el otro espacio de poder junto a los pisos altos. Allí entraba la luz natural. En los pasillos interiores las bombillas hacían de Sol.

Para ver la luz solar bañada por la contaminación de Hong Kong había que salir de la frontera de Kowloon, una línea imaginaria empujada por los balcones que querían escapar de la ciudad. La entrada y salida de la ciudad era libre, aunque pocos hongkonitas se adentraban.

En 1993 China acabó con este agujero. Por fin decidió actuar en un lugar en el que nunca quiso hacerlo.

La historia reciente de la ciudad amurallada de Kowloon comienza en 1842, cuando Hong Kong pasa a poder británico. Entonces China hace valer el antiguo enclave amurallado desde el que siglos atrás vigilaban a los piratas que llegaban al puerto para dejar un retén de 700 soldados. Londres se lo permite siempre y cuando «no interfieran en la isla».

Un siglo después, aquellos soldados dejaron paso a miles de personas. En treinta años, ya 1970, se contabilizaban en decenas de miles. La Revolución Cultural de Mao hizo el resto. Los emigrantes del campo a la ciudad se hospedaban allí haciendo el crecimiento imparable. En 1980 vivían 35.000 personas según estimaciones. Así hasta 1993, cuando la población llegaba a los 50.000 y el problema insostenible.

China metió la excavadora, e indemnizaciones mediante, diluyó la anarquía de la ciudad por todo el país. Sin la oscuridad de Kowloon, las tríadas se desvanecieron.

Veinte años después, un español ha recuperado la historia para los ciudadanos de Hong Kong. Es Adolfo Arranz, diseñador de infografías para el South China Morning Post. Él conoció la historia cuando estaba haciendo «urban sketcher» en el parque donde antes se levantaba la ciudad. «Lo descubrí de casualidad, cuando ví un cartel en el parque que cuenta la historia», explica a ABC.es.

Así se formó este anacronismo feudal que hoy no es más que una mácula en la memoria de los hongkonitas. Pocos quieren recordar. Los más jóvenes apenas han oído hablar de ella y los viejos la han olvidado. Hoy en el pequeño espacio donde 50.000 personas trataban de sobrevivir se ha construido un parque que es el antagonista de lo que allí había. Un espacio verde, abierto, luminoso; un remanso de paz para callar el recuerdo que todavía se escapa del foso de «ciudad Anarquía» en busca de luz.


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