En Brasil, según acaba de anunciar el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), la mortalidad infantil ha disminuido un 77 % en los últimos 20 años.
En estos 20 años, Brasil —a pesar de las todavía muchas desigualdades sociales— ha dado un salto cuántico en su economía global y en la asistencia a los más marginados. Han sido los años de la plena democracia tras los años negros de la dictadura militar.
Coinciden estos 20 años con los gobiernos de presidentes democráticos, con sensibilidad social, como el sociólogo Fernando Henrique Cardoso que acabó con la inflación de tres cifras que ensanchaba la pobreza de los más frágiles y dio credibilidad a la nueva moneda: el real. O como el exsindicalista Luiz Inácio Lula da Silva y después su sucesora, Dilma Rousseff, que han sabido combinar políticas económicas clásicas con fuertes programas sociales.
La caída en picada de la mortalidad infantil, cuya disminución ha sido la séptima mayor entre 189 países, es uno de los frutos indiscutibles de la mejora global de Brasil. Como decía a este diario el catedrático de medicina José Augusto Messias, ha bastado, a veces, que los niños menores de 5 años, hayan bebido agua más limpia, hayan sido vacunados en masa, o simplemente hayan disfrutado de un mejor ambiente higiénico y cultural en los hogares.
También entre los niños recién nacidos el índice de mortalidad ha disminuido de un 68 %. Esa disminución de la mortalidad infantil ha tenido lugar, sintomáticamente, en el nordeste pobres donde se ha pasado de 87,3 de niños muertos por cien mil nacidos vivos a 19,6.
En los últimos 20 años, y sobre todo en los 12 últimos, los gobiernos brasileños han promovido programas de ayuda social que han elevado el bienestar económico del país y han conseguido aumentar la toma de conciencia de la importancia de la prevención en los asuntos de salud personal y pública.
Y hoy se están recogiendo los frutos.
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