La revuelta de Túnez es la primera revolución democrática en un país árabe, desde su acceso a la independencia. Las que se produjeron con anterioridad fueron fruto de golpes de Estado, a veces con amplio apoyo popular, como fue el caso de Gamal A. Naser en Egipto y más a menudo sin ese apoyo, como en Irak en 1958 cuando los militares asesinan al rey Faysal II y Libia en 1969, cuando Gadaffi derrocó al rey Idris I.
Las aspiraciones democráticas de los líderes independentistas argelinos sucumbieron pronto, como sabemos, a la dictadura de un partido único sostenido por el Ejército.
En la década de los sesenta los Gobiernos nacionalistas árabes sentaron las bases de un poder autoritario que tendía a perpetuarse en el molde de las nuevas dinastías republicanas (las de Sadam Husein, Hafez el Asad, Mubarak).
En Marruecos, las tentativas golpistas contra Hassan II mostraban también que la alternativa a la monarquía alauí era una dictadura militar, como lo sería más tarde un régimen islamista, esto es, remedios peores que la enfermedad.
La falta de educación cívica de los pueblos para los que la democracia era una palabra hueca importada de Europa explica las derivas autócratas de los regímenes árabes y el fracaso de revueltas populares como las de Casablanca en 1965 y 1980.
El declive del nacionalismo y el auge del islam político fueron las causas asimismo de la sangrienta guerra civil que sacudió a Argelia en la década de los noventa.
No se puede pedir lo que se ignora. La democracia exige un conocimiento previo de los valores laicos que la alimentan. Y dicho conocimiento no existe en ningún país árabe con la profundidad y arraigo que tienen en Túnez.
El Gobierno de Burguiba desde la independencia hasta los años ochenta sentó las bases de un Estado laico y democrático. Un sistema educativo abierto a los principios y valores del mundo moderno, el estatus de la mujer incomparablemente superior al de los países vecinos y un nivel de vida aceptable en comparación con estos, pese a la carencia del maná del petróleo, formaron una ciudadanía consciente de sus derechos.
En ello estriba la diferencia existente entre Túnez y los demás Estados árabes de la orilla sur del Mediterráneo.
El declive del poder de Burguiba y el golpe de palacio de Ben Ali, llevado supuestamente a cabo para preservar la democracia se tradujeron al punto en una pesadilla orwelliana.
Con el pretexto de cohabitar a la amenaza islamista y ganarse así el sostén incondicional de los países europeos, Ben Ali creó poco a poco un Estado policiaco cuyas redes se extendieron como una telaraña en el conjunto de la sociedad.
Toda oposición política fue barrida sin piedad con métodos que recuerdan el peor despotismo.
Los demócratas que no se hallaban en la cárcel o en el exilio eran permanentemente acosados y la vigilancia policial era constante a quienes entraban en contacto con ellos.
Todo eso resultaba aún más chocante por tratarse de un país social y culturalmente avanzado, víctima de la paranoia del dictador y del insaciable afán de poder y riqueza del clan de su mujer, la tristemente célebre familia Trabulsi.
La resignación de la sociedad a semejante presión y expolio no podía durar.
La experiencia democrática del burguibismo había calado en ella y solo aguardaba la ocasión propicia para manifestarse.
La acción conjugada de las filtraciones de Wikileaks, del gran número de tunecinos con acceso a Internet y a sus foros de discusión, de los ciberataques de los hackers de Anonymous que colapsaron las webs del régimen y de la inmolación por el fuego el 17 de diciembre en Sidi Bouzid de Mohamed Buazizi, un informático de 26 años en paro y cuyo puesto de verduras y frutas fue tumbado brutalmente por la policía por carecer de autorización para su venta, fueron el detonante de la explosión que ha derribado al dictador y abre un capítulo esperanzador en la historia de su país.
Todos debemos felicitarnos por lo ocurrido y evocar el sacrificio de Mohamed Buazizi, el mártir a quien corresponde el honor de ser el héroe de un nuevo Túnez abierto, laico y democrático en el que nadie deberá prenderse fuego para hacer oír su voz.
Debería ser recordado como lo es en Praga, Jan Palach (11 de agosto de 1948 - 19 de enero de 1969) un estudiante checo que se suicidó prendiéndose fuego como forma de protesta política, ante la invasión en agosto de 1968 de las tropas del Pacto de Varsovia, conducidas por la Unión Soviética, que invadieron Checoslovaquia para acabar con las reformas liberalizadoras del gobierno de Alexander Dubček, terminando así con la Primavera de Praga.
Como protesta, Palach se autoinmoló en la Plaza de Wenceslao, en Praga, el 16 de enero de 1969.
Fuente:El País
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