27 días de revuelta popular, han derribado en este enero 2011 al régimen supuestamente más estable del norte de África porque era, junto con Libia, el que gozaba del más alto nivel de vida y había además aniquilado a los islamistas. Así era descrita la dictadura de Ben Ali en las cancillerías de Francia, Italia y España, los tres países europeos más afines a Túnez. Los protectores de dictaduras.
Si algo ha quedado claro tras el derrocamiento de Ben Ali es la enorme fragilidad de los sistemas políticos norteafricanos cuyos rasgos, con la excepción de Libia, son bastante similares.
Todos ellos reciben, sin embargo, un ciego apoyo de Europa, liderada por Francia, la principal antigua potencia colonial y con el pleno respaldo de España e Italia.
Miguel Ángel Moratinos, ministro de Asuntos Exteriores español hasta octubre pasado, se enorgullecía de haber logrado que la Unión Europea otorgara a Marruecos, en 2008, esa relación privilegiada llamada "estatuto avanzado".
Lamentaba, en cambio, que a la presidencia española de la UE no le hubiera dado tiempo, en 2010, a conceder a Túnez el mismo trato aventajado.
Esa apuesta ciega por Ben Ali Francia la mantuvo prácticamente hasta el viernes, el mismo día de su huida, casi como España.
El 11 de enero por la noche, tres días antes del derrocamiento, el Ministerio de Exteriores español emitía un primer comunicado timorato en el que no condenaba el uso desproporcionado de la violencia por la policía ni tampoco pedía la liberación de los detenidos.
Antes de la caída de Ben Ali los pronunciamientos de París, Madrid y Roma ya se quedaban cortos, en comparación con los de Catherine Ashton, en nombre de la UE y más aún de los emitidos por las diplomacias de USA y Canadá.
Después del derrumbe de la dictadura tampoco "aplaudieron", con el entusiasmo de Barack Obama, "la valentía y la dignidad del pueblo tunecino".
Desde hace más de dos décadas, Europa no movió un dedo para animar a Ben Ali a flexibilizar su régimen -nunca amenazó con recurrir a la cláusula de derechos humanos del tratado de asociación de abril de 1995- ni tampoco ayudó a la oposición democrática a prepararse para el relevo.
Para Ben Ali el camino quedó expedito. Su estrecha relación con la UE no le impidió dar nuevas vueltas de tuerca.
A finales de 1995, el presidente Felipe González viajó a Túnez, en plena represión de los socialdemócratas tunecinos, para firmar el tratado de amistad y cooperación bilateral.
En público omitió denunciarla y solo recibió a sus correligionarios socialistas unos minutos, de pie, durante la recepción que ofreció en la residencia del embajador de España.
Quince años después, el Ministerio de Exteriores negó, en noviembre 2010, visados a varios disidentes tunecinos a los que IFEX, una ONG canadiense, había dado cita en Madrid.
Si en Túnez la oposición ha sido laminada es ante todo culpa de Ben Ali, pero también del sur de Europa incapaz de tender la mano a los demócratas. En otros continentes España actuó de otra manera.
Los gobiernos, partidos y sociedad civil española jugaron un papel en el ocaso de las dictaduras de varios países de América Latina y lo intentaron también, en vano, en Guinea Ecuatorial, pero Teodoro Obiang resistió los embates.
El aplastamiento de la oposición dificulta ahora la transición en Túnez. La ausencia de una corriente democrática consolidada puede animar a algún colaborador del derrocado presidente a adueñarse del poder o dejar la vía libre a los islamistas.
En Túnez tienen ahora poco peso, pero en Egipto (Hermanos Musulmanes) y en Marruecos (Justicia y Caridad), constituyen el grueso de la oposición.
A lo largo de los 23 años del régimen de Ben Ali, Europa no ha respaldado una auténtica estabilidad sino que ha apuntalado una dictadura que deja en herencia un erial político en el que pueden crecer las malas hierbas.
Convendría que revise sus relaciones con los demás países norteafricanos y que secunde a los demócratas para que no suceda allí lo mismo en breve.
Fuente:El País
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