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martes, 17 de mayo de 2022

D. BERMUDEZ: CUANDO NO TE LLEGA LA HORA DE MARCHARTE DE ESTE MUNDO

Diego Bermúdez debia estar en aquel avión el 27 de noviembre de 1989. Recuerda cómo le pidieron cambiar de vuelo, lo que fue para él un golpe de suerte, para él, para otros fue una desgracia que aún enluta a Colombia

https://youtu.be/m5V_TuTivVc


“Última hora, Yamid. El capitán Vásquez, de la Policía Nacional, nos confirma aquí en Bogotá lo siguiente: primero, se trata de un avión Boeing 727 de la compañía Avianca, identificado con la matrícula HK 1803, este avión salió del Puente Aéreo, dice el capitán Vásquez. Lleva seis tripulantes y 101 pasajeros, iba de Bogotá hacia Cali; aparentemente, según indica el capitán Vásquez, han muerto los seis tripulantes y un número aún indeterminado de personas”.

El sonido de la radio se hacía más fuerte a medida que se acercaba desde el avión a la plataforma. Segundos antes se había encontrado a otro auxiliar de vuelo. Solo le había dicho, con la voz entrecortada: “Ya, confirmado”. ”¿Confirmado?, ¿confirmado, qué?”, fue lo único que pensó. Diego no entendía nada. No lograba comprender que el avión del que acababan de bajarlo, el vuelo 203 de Avianca que cubriría la ruta Bogotá - Cali ese 27 de noviembre de 1989, explotó en el aire por una 

bomba del cartel de Medellín y acababa de caer en llamas sobre un cerro.

Diego Bermúdez intenta no escatimar en ningún recuerdo. Habla con fluidez, busca hacer con su narración un hilo perfecto de lo que vivió ese día. De tanto que ha repasado ese momento en su cabeza, a la mayoría de personas que se le cruzaron ese lunes en el camino las recuerda con nombre y apellido. No puede negarlo, pero cada vez que cuenta lo que vivió ese 27 de noviembre de 1989 le sigue sorprendiendo no haber muerto.

Para ese día no tenía un vuelo asignado, pero le tocaba estar pendiente. 

Se había encontrado con unos amigos y estaban pensando en tomarse unos tragos, pero aún no sabía si podía. La única forma de enterarse si le habían asignado viajar era llamando a su casa. Diego llevaba poco más de cuatro años trabajando como auxiliar de vuelo con Avianca. Ese domingo, 26 de noviembre, su mamá le dijo brevemente por teléfono que no se trasnochara, que ya había pasado el joven de la moto con la información: tendría que estar en el vuelo de 7 de la mañana de Bogotá a Cali, y de ahí hasta Pasto.

En Avianca se había acostumbrado a trabajar temprano, a hacerlo en todos los horarios. Vincularse a la compañía siempre había estado entre sus planes, sus papás llevaban varios años dirigiendo una agencia de viajes; por eso, cuando le dijeron un par de años antes que había la posibilidad de hacer el curso en Bogotá para entrar, no dudo en dejar frenados sus estudios en Hotelería y Turismo en Cali y se devolvió a su ciudad.

Apenas llegó al Puente Aéreo supo que tenía el vuelo con Astrid del Pilar Gómez Díaz. Llevaban trabajando casi un año juntos. Le gustaba hacerla reír. Más ese día, que ella llevaba la tristeza a cuestas. Antes del fin de semana le habían informado que tenía que trasladarse a Barranquilla y eso la había llenado de dudas, no era tan fácil mover a su hija hasta allá. Su mamá era la que siempre se la cuidaba. Y en esas estaba, en medio de todos los ‘embolates’ que le generó la noticia.

Prepararse para 101 pasajeros

“Nos fuimos para el avión e hicimos el briefing, que es un tema técnico de aviación de prevuelo de tripulantes, para cuando llegara el piloto. Realizamos el chequeo del equipo, asignamos puertas de emergencia, quiénes iban, todo”, recuerda Diego sobre el vuelo 203 que le fue asignado esa mañana. Cada uno tomó su lugar, ya sabían cuáles eran las responsabilidades. Diego y Astrid se ubicaron en las puertas delanteras, frente a la cabina de pilotos. Empezaron a hablar de cómo podría ser la búsqueda del apartamento en la nueva ciudad, de qué tanto tiempo le costaría a ella acomodarse y llevarse a su hija.

La tripulación esa mañana, además de Diego y Astrid, quien acababa de cumplir 28 años, se completó con Germán Pereira Torres; el ingeniero Luis Jairo Castiblanco; el capitán José Ignacio Ossa y el copiloto Fernando Pizarro. Ya todo estaba acomodado. Solo les quedaba empezar la fase del abordaje de los pasajeros. Saldrían pasadas las 7 a. m. y en menos de una hora estarían aterrizando en el aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón. 

Pero, había un último cambio.

Se escucharon los pasos acelerados de dos personas y en ese momento apareció el supervisor de tierra en el avión junto a la auxiliar de vuelo Rita Elisa Galvis. En medio del afán le notifican rápido.

— Diego, por favor, bájese. Va Rita para el vuelo. Se sorprendió. Ya tenía todo listo. En esos cortos minutos les intentó explicar que ese vuelo ya se lo habían asignado, que aparecía en todos los itinerarios, que ya habían realizado, incluso, los controles de la tripulación. Él quería estar en ese viaje.

La antigüedad de Rita dentro de la compañía era superior a la de Diego. 

Lo que le permitía tener una ventaja al momento de tomar la decisión. 

Y había algo más. Entre las explicaciones insistentes de Diego, Rita le contó la razón principal por la que le pedía el cambio. Le explicó por qué prefería que a él lo movieran en el cronograma del vuelo a Medellín.

”Me dijo: ‘Te voy a contar la verdad de por qué quiero el vuelo. En diciembre estoy en un viaje larguísimo, salgo a vacaciones más de un mes. Aquí tengo los regalos de Navidad para llevárselos a mi mamá. Se los voy a ir a dejar’”.

El plan de Rita era terminar la ruta nuevamente en el Puente Aéreo y, de ahí, ya no como parte de la tripulación, abordar un vuelo hasta Cúcuta, donde vivía una parte de su familia. Sin más argumentos para debatir la nueva acomodación, Diego se despidió de Astrid. Buscaría traerle algo para desayunar antes de que terminara todo el abordaje. 

Salió rápido con otros dos compañeros más y en un restaurante pidió que le empacaran un sándwich para llevar.

Se dirigió nuevamente al Boeing 727-100. Lo había visto tantas veces, que no reparó en detallarlo. Había recorrido durante muchas jornadas los 41 metros de longitud que abarcaba. En la pista estaba todo despejado para que despegara dentro de poco. Alcanzó a llegar antes de que cerraran la puerta. Astrid le recibió la comida, le dio un abrazo fugaz y le hizo un gesto con la mano en forma de teléfono sobre su oreja, le dijo en voz baja:

— Me llamas. Hablamos en la tarde.

La caída

Diego se reincorporó a la rutina, se dirigió nuevamente a la plataforma y buscó el avión que iría hasta Medellín y después a Montería. Volvió a repetir el mismo procedimiento que ya había realizado con el HK1803. 

Esta vez tuvo que esperar mucho más para salir, porque el aeropuerto en la capital antioqueña estaba cerrado. Mientras les daban luz verde. El ingeniero Hernán Cuellar leía el periódico en la silla 1A. Diego estaba cerca de la primera puerta y de forma imprevista subió el piloto Alberto Sarmiento. Entró con fuerza y rabia, se ubicó bruscamente en la cabina. 

Todos no lo dudaron e ingresaron con él.

”Lo único que nos pudo decir con la voz quebrada fue: ‘bajaron el 1803′”. Diego sube los ojos evitando no llorar al recordar cuáles fueron las primeras palabras que le notificaron la tragedia. Deja salir un pequeño soplido por su boca controlando las lágrimas. Esta vez, 31 años después, sentado en un pequeño restaurante al norte de Bogotá, Diego intenta describir con todas las palabras posibles el sentimiento de desconcierto y desolación que lo embargó en esa pequeña cabina.

La duda se apoderó del momento. En ese instante no entendió cuáles eran las implicaciones que traían las últimas tres palabras que había pronunciado el piloto Sarmiento: ¿Era el vuelo que iba para Cali?, ¿podría acaso ser una confusión?, ¿qué era lo que le habían dicho?, ¿habían visto a la aeronave?, ¿estaban vivos? Diego decidió bajarse en ese momento del avión, se fue acercando a la plataforma en la cual se realizan los abordajes. El sonido de la radio, en donde diferentes emisoras daban el desarrollo de la última hora, se fue escuchando con más fuerza.

En Caracol Radio pasaban la entrevista de uno de los testigos. Al aire narró cómo escuchó la explosión cuando salía de Conalvidrios, en Soacha. 

Luego vio al avión entre los aires envuelto en las llamas para estrellarse finalmente metros más adelante.Todo en el aeropuerto giraba en torno al Boeing 727 que había quedado en medio de una montaña solo 5 minutos después de abandonar el Puente Aéreo. El lugar poco a poco se empezó a llenar de periodistas de todos los lados. El hecho no tenía sólo relevancia nacional, sino que captaba la atención también de la prensa extranjera. Las caras de desconcierto se fueron repitiendo en todos los rincones. ¿Qué había sucedido? ¿Había sido acaso un accidente, una falla mecánica, un atentado? A Diego solo se le ocurrió hacer una cosa. Llamar a su casa. Intentó varias veces, pero la línea estaba ocupada. Probó un par más y no hubo respuesta del otro lado. Decidió marcarle a su tío y, ahí sí, por fin, le contestaron.

Para su familiar era todo una sorpresa. Tenía en la otra línea al papá de Diego, inconsolable, dándole la noticia del avión. Diciéndole que le habían asignado desde la noche anterior esa ruta. Cuando por fin pudo hablar directamente con su papá, se enteró de que su hermano Jairo había tomado la decisión de ir hasta el aeropuerto a averiguarlo todo. Le contó brevemente que su mamá seguía sin enterarse de nada. No habían sido capaces, ninguno, de mencionarle qué era lo que había sucedido a las 7:16 de la mañana, cuando el avión de Avianca había quedado despedazado en el cerro Canoas, a unos cuantos kilómetros de Bogotá.

Se movió hasta la sala de tripulantes y se encontró con varios compañeros. Algunos lo miraban con sorpresa. Como su nombre aún seguía en los itinerarios que se entregaron en todo el país del vuelo hacia Cali, pensaron que estaba en ese avión. ”Patricia, mi jefe, me dijo: ‘¿quieres volar?, ¿estás preparado para volar?’ Yo realmente como que no sentía todavía la magnitud de la tragedia. No sé qué me pasó, porque yo debí negarme a volar”, recuerda Diego. Su única petición fue poder regresar esa misma tarde. “Quería estar con mi gente en la noche, poderme despedir de mis compañeros”.

Y por eso la asignación fue para Leticia. Iría Bogotá - Cali - Leticia y nuevamente de regreso. La parada en la capital del Valle la harían para recargar combustible. Solo hasta que arribó al aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón, casi al mediodía, empezó a analizar lo que significaba la noticia. Se seguían repitiendo las caras de desconcierto de algunos de los empleados que pensaban que estaba en la tripulación del avión que cayó.

Otros sólo podían expresarle el alivio y la alegría que les daba verlo parado ahí para seguir la ruta hasta el Amazonas. ”A mí me daban por muerto, totalmente. Pero, creo que todavía nadie asimilaba nada en profundidad de lo que estaba pasando”. Menos él, que por una decisión ajena a su interés, se había bajado de ese avión. Estaba vivo, un hecho que en sí mismo parecía un milagro. ”Me empezaron esos nervios en el avión. Cuando ya llegamos a Leticia yo entré como en pánico. Empiezo la reflexión de todo lo que había pasado esa mañana. El capitán me invitó a almorzar, pero yo no tenía apetito”.

Cuando ya estuvo de regreso en Bogotá empezó a conocer más detalles. 

Ya habían rescatado varios de los cuerpos de la tripulación y de los pasajeros. La acción se había logrado adelantar en medio de los saqueos de decenas de curiosos que llegaron hasta el cerro y, sin ninguna vergüenza, despojaron a las víctimas de cualquier objeto de valor que llevaran. Lo mismo hicieron con el equipaje.

Cada vez que cuenta lo que vivió ese 27 de noviembre de 1989 le sigue sorprendiendo no haber muertoDiego sabía que el cadáver de Astrid, al igual que el del capitán Ossa, había sido identificado. Salió hasta su casa, tomó el carro y se fue hasta la Funeraria Gaviria, donde los parientes de su amiga y el capitán los despedían. Ahí ya estaban varios de sus compañeros, en medio de la incredulidad, el miedo y la tristeza todos pasaron la noche. Se fue solo hasta las 8 de la mañana. Los tres días siguientes se las pasó en eso. Iba y volvía de la funeraria. Esa semana no tuvo que dar mayores explicaciones en el trabajo por las jornadas de ausencia. El impacto era tan fuerte que lo normal es que se tomara un descanso por todo lo que significaba la tragedia.

Después de ese lunes de finales de noviembre, Diego vio como muchos compañeros decidieron presentar sus cartas de renuncia. La violencia se había tomado con fuerza al país ese 1989. Solo nueve días después, Bogotá era nuevamente blanco de la guerra contra el narcotráfico. El ataque al edificio del DAS se cobró la vida de otras 63 personas. Esos hechos se sumaron a una ola de horror que marcó el último año de la década del 80 en Colombia, entre ellos la ejecución de 12 funcionarios judiciales en una carretera de Simacota en Santander; los asesinatos sistemáticos de varios miembros de la Unión Patriótica; el magnicidio del candidato presidencial Luis Carlos Galán en plena plaza de Soacha y las bombas en las instalaciones de los periódicos El Espectador y Vanguardia Liberal.

31 años

“Aún hoy, cuando empiezo a devolverme en toda la historia, pienso que la posibilidad de que hubiera estado ahí y morir era toda”. Es consciente que no se puede definir como un golpe de suerte el haberse bajado en el último momento. Todos perdieron tanto ese día, que igual la carga de los recuerdos se ha vuelto para él con los años más pesada y dolorosa. Las respuestas completas de lo que sucedió ese penúltimo mes de 1989 nunca se han terminado de conocer. Ha intentado mantenerse a flote. 

Después del accidente siguió vinculado un par de años más con Avianca. Probó continuar, ajustarse a los cambios y sobrellevar los miedos. 

Decidió darse la oportunidad de salir del país, pero volvió para trabajar en la producción de noticias en Cali de un canal nacional.

Diego ahora trabaja como independiente. Se mueve entre las labores de producción y comisiones de proyectos inmobiliarios. Los recuerdos de lo que vivió esa jornada están siempre presentes; a veces, con algunos amigos con los cuales trabajó en la aerolínea se reúnen, siguen acordándose del día en el que todo les cambió. Cuando empieza a narrar esos detalles, en medio de su dolor, Diego va enmudeciendo. Intenta encontrar las razones exactas de lo que pasó, pero en estos 31 años no ha podido. Porque, tal vez no hay respuestas precisas y completas que puedan dar una explicación a un horror tan grande; por que ni siquiera él, que estuvo adentro, tiene las palabras suficientes para poder entenderlo.

Hay muchos tal vez en la vida de Diego. En estos años ha sobrellevado los virajes de su destino. Pero, aún sigue extrañando, sigue pensando en esos 30 minutos antes del vuelo, porque no puede sentir que eso fue una fortuna en medio de tantas pérdidas.

¿Quién explotó el avión de Avianca?Carlos Mario Alzate Urquijo, alias Arete, uno de los asesinos más sanguinarios de Escobar, que hoy tiene 58 años y más de 300 muertos encima, y quien se convertiría en la única persona que ha pagado cárcel en Colombia por ese mortífero hecho terrorista.


"Lo que hace el informe es reivindicar no solamente la historia de lo que ocurrió, sino un caso en el cual llevamos décadas sin conocer la verdad de los hechos. Va a ser lo más cercano que nosotros tengamos sobre justicia y sobre verdad”, cuenta Rojas, quien encabezó las dos etapas de producción del informe, entre 2019 y 2020, con respaldo del Programa de Apoyo al Sistema de Justicia Transicional de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y la Embajada de Suecia en Colombia.

La aeronave comercial de Avianca, de matrículas HK 1803, despegó a las 7:13 de la mañana desde el Puente Aéreo de Bogotá, con destino a Cali. 

Pero cuatro minutos después, a las 7:17 a. m. –cuando apenas estaba tomando altura sobre los campos del municipio vecino de Soacha–, explotó en el aire.

Y así comenzó la tortura. Imagine salir a buscar el cadáver de ese ser querido que le prometió que regresaría en la noche o a los pocos días, contarle al resto de su familia que ya no estará más, enfrentarse al duelo, saber que se lo arrebataron sin razón, en una época en la que solo bastaba con nacer para tener un boleto en la lotería de un bombazo o una incursión armada perpetrada por narcotraficantes, guerrilleros o paramilitares. Imagine pasar más de treinta años exigiendo justicia por todo eso, sin ninguna respuesta.

“Yo fui al sitio donde cayó el avión y lo rescaté, yo lo saqué, lo identifiqué, identifiqué la tripulación. ¿Cómo quiere usted que quede uno?”, cuenta el papá de uno de los pilotos. 

El esposo de una de las pasajeras, con quien tenía una hija de apenas cuatro años, se enfrentaba a una conversación que nadie quisiera tener: “Me preguntó: ‘¿Y mi mamá?’. Y yo le dije: ‘Mamá murió. Mamá está en el cielo’ ”. La hermana de otro de los ocupantes, quien vivía en el exterior y no alcanzó a llegar al entierro, narra una tragedia adicional que se desprendió del hecho: 

“Mi padre no pudo manejar o contener esta tristeza y murió pocos años después... tristeza moral”.

Estos son apenas tres de los testimonios que se leen en el informe de Colombia con Memoria sobre el atentado, al que tuvo acceso EL TIEMPO, y que revela detalles inéditos sobre la investigación: entrevistas con fichas claves del caso, documentos y testimonios contradictorios, análisis de las hipótesis a las cuales se les ha seguido el rastro durante los últimos 31 años. Y a eso le suma un amplísimo contexto y revisión bibliográfica sobre el narcotráfico y la violencia de finales de los 80 y principios de los 90, desde sus antecedentes hasta sus impactos.

“Ojalá que desde la Comisión de la Verdad, cuando tengan todas las herramientas para hacer la explicación de las razones por las cuales se prolongó el conflicto armado en Colombia, se entienda que el narcotráfico y el narcoterrorismo tuvieron un papel determinante. Y además, que se evalúe el reconocimiento de las otras víctimas que dejó el cartel de Medellín”, resalta Gonzalo Rojas.

El Tiempo

Lo dice con la ilusión que los años de espera no les han arrebatado a los familiares de las 107 personas que murieron en el atentado al avión de Avianca. En 2009, cuando comenzaron a reunirse y decidieron formar la fundación, después de luchas individuales contra la impunidad y en pro de la reparación administrativa, tenían “un propósito –recuerda Rojas–: que esto no fuera a quedar en el olvido”. Ahora, de la mano de la Comisión, las víctimas consuman esa meta.

Ese lunes 27 de noviembre las versiones abundaban, como lo cuenta Maria Elvira Samper en su libro 1989: “¿Accidente, falta de gasolina, falla humana, fatiga del material, mal tiempo, atentado? Se barajan varias hipótesis, y la primera que cobra fuerza apunta a que se trata de un accidente. Pero con el paso de las horas gana terreno la hipótesis del atentado”.

Las pruebas recopiladas en su momento, durante pesquisas en las que participó incluso el FBI –dado que entre las víctimas había ciudadanos estadounidenses–, permitieron concluir que “una bomba altamente explosiva fue llevada a bordo del avión (la carga explosiva pudo haber sido Semtex). Se colocó en el piso de la cabina, debajo de un asiento junto a la ventana, directamente sobre el tanque de combustible principal. Cuando el dispositivo funcionó, rompió el lado derecho del fuselaje y el tanque de combustible principal, y comenzó a quemar combustible”, según contó el exagente norteamericano Richard Hahn.

La explosión del avión se sumaba a una serie de hechos que hicieron de 1989 uno de los años más fatídicos de la historia nacional. Pablo Emilio Escobar Gaviria, el jefe del cartel de Medellín, le había declarado la guerra al Estado colombiano para evitar su extradición a Estados Unidos. 

En su estrategia combinaba acciones de asesinato selectivo de policías, terrorismo contra inocentes, como carros bomba en vías públicas o centros comerciales, y magnicidios de líderes políticos que le hicieran frente. Apenas tres meses antes, el 18 de agosto, ‘los Extraditables’ consumaron el asesinato de uno de esos dirigentes: Luis Carlos Galán, el candidato liberal que acariciaba la presidencia.

El Tiempo

El objetivo tras ese magnicidio sería, entonces, quitar del camino a quien 


recibiera las banderas de Galán, que fue su jefe de campaña: César 


Gaviria Trujillo. Según la información del cartel de Medellín, Gaviria 


viajaría a Cali en el vuelo 203 de Avianca. En ese avión HK 1803.


Apenas un día antes del atentado, indica el informe de Colombia con 


Memoria, uno de los hombres de confianza de Pablo Escobar, Darío 


Usma Cano, alias Memín, llegó al Puente Aéreo de Bogotá a comprar dos 


tiquetes en el 203. Lo llamativo, y que da cuenta de la precariedad de 


los sistemas de identificación de la época, eran los nombres de los 


pasajeros que suministró ‘Memín’: uno era Julio Santo Domingo, cuyo 


tiquete era el n.o 134 3104125081, y el otro era Alberto Prieto, bajo el 


n.o 134 3104125080. Ocuparían las sillas 15F y 15E.


Era entre llamativo y burlesco de las autoridades: Santo Domingo era 


entonces el propietario de Avianca y Prieto, un conocido contrabandista 


a quien Pablo Escobar reconocía como su mentor. En una entrevista que 


Germán Castro Caycedo le hizo al capo del cartel de Medellín, este se 


refiere a “don Alberto” como “otro contrabandista, al que yo considero 


fue mi maestro, porque era un guerrero y porque era inteligente y 


habilidoso”.


El Tiempo

El lunes 27 de noviembre, solo ‘Alberto Prieto’ se montó en el avión. 


Aunque su identidad no logró confirmarse, se trataría de un joven paisa 


entrenado como ‘suizo’, por el propio Carlos Castaño, a quien engañaron 


con la excusa de que el maletín cargado de explosivos era en realidad 


una grabadora que debía activar para registrar la conversación de unos 


pasajeros del avión. Enseguida del despegue, cuando el Boeing 727-21 


iba entre los 12.000 y los 14.000 pies de altura ‒es decir, unos cuatro 


kilómetros por encima del suelo terrestre‒, ‘Prieto’ se dispuso a 


ejecutar su misión, sin saber que causaría la explosión de las 134.133 


libras de la aeronave que les quitó la vida a él y a otras 106 personas.


Cuatro años después del atentado, el 17 de febrero de 1993, un 


hombre se presentó sorpresivamente ante las autoridades. Era Carlos 


Mario Alzate Urquijo, alias Arete, uno de los asesinos más sanguinarios 


de Escobar, que hoy tiene 58 años y más de 300 muertos encima, y 


quien se convertiría en la única persona que ha pagado cárcel en 


Colombia por ese mortífero hecho terrorista.


“Me autoincrimino y asumo la responsabilidad por el atentado al avión 


de Avianca, (...) era contra el presidente César Gaviria, de quien el cartel 


de Medellín tenía conocimiento de que viajaría en ese vuelo”, le dijo 


Alzate a la Fiscalía tras someterse a la justicia.


En Estados Unidos sigue pagando una condena por este hecho Dandenyz 


Muñoz, la ‘Quica', que fue detenido en ese país en 1992 y condenado a 


10 cadenas perpetuas por narcotráfico y el atentado al avión de Avianca. 


En las conversaciones que la ‘Quica’ sostuvo con la fundación Colombia 


con Memoria manifestó ser inocente del atentado.


Además de estas dos personas, condenadas como autores materiales, 


en la investigación fueron vinculados como autores intelectuales Pablo 


Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha, el ‘Mexicano’ ‒cabezas del cartel de 


Medellín‒, así como Carlos y Vicente Castaño Gil, de las autodefensas. 


Sin embargo, todos están muertos y los procesos en su contra, cerrados.


El Tiempo

Una pieza clave para armar el rompecabezas, y sobre la cual indaga el 


informe que la Fundación Colombia con Memoria le entregó a la 


Comisión de la Verdad, es la de la participación de agentes del Estado en 


el atentado.


Años después se sabría que Carlos Castaño, quien para 1989 tenía una 


estrecha relación con Pablo Escobar, recibía información de Alberto 


Romero, jefe de Inteligencia del hoy extinto Departamento 


Administrativo de Seguridad (DAS). Según confesó Jhon Jairo Velásquez, 


alias Popeye, uno de los más fríos asesinos al servicio de Escobar, “Pablo 


ordena colocarle la bomba al avión de Avianca porque el DAS había 


informado el itinerario del presidente César Gaviria. Sabían que iba a 


abordar ese vuelo”.


Lo cierto es que la información que les llegó a ‘los Extraditables’, con o 


sin ayuda del DAS u otros organismo, fue errónea, y el entonces 


candidato Gaviria no abordó el avión. El coronel Homero Rodríguez, líder 


del esquema de seguridad del liberal, y quien luego se convirtió en 


director de la cárcel La Catedral, le dijo a la Fundación Colombia con 


Memoria que aunque el candidato “iba a viajar a Cali en avión comercial, 


en su oportunidad, en reunión de coordinación, se recordó la 


conveniencia de viajar en vuelos chárter para disminuir las 


vulnerabilidades. Esto fue aceptado, y por eso se salvó del atentado 


contra el vuelo 203”.


El informe de esta fundación también revela una entrevista a Gaviria 


que aparece en un libro de Shaun Attwood, en la cual se le pregunta al 


candidato por qué cambió sus planes de viaje, si fue amenazado o sabía 


del atentado al avión. “No. La verdad es que cada vez que me subía a un 


avión, la gente se salía. Por eso decidí dejar de viajar en aviones 


comerciales”, respondió el dirigente liberal, quien ganó las elecciones 


presidenciales de 1990.


A la borrosa sombra estatal detrás del siniestro se le suman dos 


versiones que surgieron con los años: la primera señalaba que el hecho 


obedecía a un accidente aéreo producido por una falla mecánica de la 


aeronave, y la segunda planteaba la hipótesis de que la causa había sido 


un misil que se habría disparado por accidente. Ambas, a la luz del 


informe y las investigaciones hechas por organismos de inteligencia 


nacionales y foráneos, carecen de credibilidad.


Aunque en el 2009 el atentado al avión de Avianca fue declarado delito 


de lesa humanidad, lo que quiere decir que no prescribirá, las verdades 


que se han esclarecido en torno al hecho siguen siendo insuficientes 


para más de un centenar de familias que perdieron a sus seres queridos 


en esa explosión nefasta. Es una mezcla de falta de certezas, impunidad 


y ausencia de reparación del Estado que han cargado a cuestas por más 


de 30 años.


Una de las preguntas que se les hicieron a los familiares de las víctimas 


de ese 27 de noviembre fue sobre la importancia del informe, que 


ahora quedará en manos de la Comisión de la Verdad. La respuesta de 


uno de ellos, quien para 1989 era un niño de 10 años, resume el anhelo 


de muchos: “Creo que es la mejor forma de reparación a la que 


posiblemente tendré acceso. La verdad ha sido la principal razón para no 


desfallecer en esta lucha”.


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