Mya Thwet Thwet Khaing cumplió 20 años mientras estaba ingresada en la unidad de cuidados intensivos de un hospital de la capital birmana, Naypydó, tras recibir un disparo en la cabeza. La joven se convirtió en la primera víctima mortal —ya son al menos 54— a causa de los ataques de las fuerzas de seguridad contra los manifestantes que desde hace un mes piden el regreso de la democracia en Myanmar, arrebatada por los militares en un golpe de Estado el 1 de febrero. Su muerte se convirtió en acicate para que más jóvenes, más mujeres, siguieran saliendo en masa a las calles exigiendo la vuelta de la líder elegida por la mayoría de birmanos en las elecciones de noviembre, Aung San Suu Kyi, depuesta por un Ejército, conocido como Tatmadaw, con solo hombres en sus rangos superiores.
No quieren ser mártires, sino parte esencial de la lucha. “Estamos juntos para derrocar al régimen militar y restablecer la democracia. Mientras nosotras, las mujeres, nos protegemos del Ejército y de sus armas, tenemos que combatir también la discriminación”, resume Tin Tin Nyo, de la Unión de Mujeres Birmanas, en una charla digital organizada por la Asociación para el Desarrollo de los Derechos de las Mujeres (AWID, por sus siglas en inglés). Profesoras, trabajadoras de la industria textil, médicas, enfermeras, estudiantes… Cientos de miles de mujeres, muchas tan jóvenes como Mya Thwet Thwet Khaing o incluso más, se han sumado con convicción a las protestas y al movimiento de desobediencia civil (Civil Disobedience Movement o CDM, por sus siglas en inglés) que planta cara a los uniformados. “Diría que las mujeres somos más del 50% de los participantes en las protestas y el CDM”, añade Tin Tin Nyo.
Su papel en la primera línea ha traído consecuencias fatales para algunas; además de la joven de 20 años fallecida en Naypydó el 23 de febrero, activistas y organizaciones por los derechos de las mujeres en Myanmar calculan que al menos seis mujeres más han perdido la vida en los ataques de las fuerzas de seguridad. La policía y los militares han aumentado la escalada de violencia contra los manifestantes en los últimos días —con al menos 38 muertos el miércoles, la jornada más sangrienta hasta ahora—, disparando no solo pelotas de goma o gases lacrimógenos, sino también balas reales con armas de fuego. Entre las víctimas está Ma Kyal Sin, conocida como Ángel. Las imágenes, la pasada semana, en las que aparecía ataviada con una camiseta negra que rezaba “Todo va a ir bien” y vaqueros raídos antes de morir durante unas protestas en Mandalay, la segunda mayor ciudad del país, la han convertido en heroína del movimiento. Un tiro en la cabeza segó la vida de la joven amante del taekwondo, que acababa de estrenar la mayoría de edad y se negaba a poner su futuro en manos de los generales.
Las mujeres constituyen el 52% de la población de Myanmar (54 millones), donde pese a ser mayoría no acaban de estar representadas proporcionalmente en las instituciones. Antes del golpe, solo ocupaban el 11% de los escaños del Parlamento. Mientras el 85% de los hombres en edad activa (15-64 años) forman parte de la fuerza laboral, solo el 51% de las mujeres tiene un trabajo reconocido, según datos de la Agencia de la ONU para las Mujeres.
En el Ejército y la policía, su participación es prácticamente inexistente, sobre todo en los rangos más altos. Conocido por su brutalidad y violaciones, según investigaciones de la ONU, no hay espacio en el Tatmadaw para las mujeres, a las que se considera impuras y débiles, y menos para que se impulse bajo su mando una lucha por la igualdad que había avanzado tímidamente en los últimos diez años de experimento democrático durante la transición encabezada por la líder de facto del Gobierno civil, Aung San Suu Kyi, ahora arrestada y acusada de al menos tres cargos que pueden acarrear años de prisión.
Con el regreso de los generales, el patriarcado se reimpone oficialmente, aunque nunca se hubiera ido del todo. “Su vuelta supone un peligroso retroceso para las mujeres y la comunidad LGTBI, y una severa amenaza a todo el progreso que hemos logrado en los últimos años”, señala May Sabe Phyu, activista birmana por los derechos de las mujeres y de las minorías. Durante el mandato de Suu Kyi, jefa de facto del Gobierno tras ganar su partido, la Liga Nacional para la Democracia, las elecciones de 2015, se impulsó un plan de protección de los derechos de las mujeres. Una de las luchas clave de las activistas era la aprobación de una ley contra la violencia de género, cuyo borrador lleva años elaborándose y que ahora descartan que vaya a ser parte de la agenda de los militares.
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“En un país donde aún prevalecen los valores patriarcales en la vida diaria [como servir antes la comida a un hombre o caminar detrás de él], es muy duro ser feminista. Estaba empezando a ser más fácil tener conversaciones sobre abuso sexual o temas así, pero esto ahora va a ser imposible”, dice por su parte la joven Nandar, creadora de un podcast, Charlas feministas con Nandar, muy exitoso entre su generación, donde llegó a tratar asuntos que aún son tabú en Myanmar, como el aborto.
El temor de perder las libertades conquistadas ha motivado a las mujeres a echarse a las calles, recurriendo a veces a creativas estrategias para acaparar la atención y burlarse de los generales. Han salido en grupo vestidas de novia, pero también se han enfrentado a la policía ataviadas con ropa cómoda y protegidas por cascos; han desplegado sus tradicionales sarong —una vistosa tela típica del sureste asiático que se enrolla al cuerpo y se ata en la cintura— en el suelo para proteger el área de las protestas, previendo las renuencias de los agentes a pisarlos si querían llegar hasta los manifestantes (una antigua superstición del país, por ejemplo, dice que da mala suerte pasar por debajo de esta prenda). Han cosido a ellos imágenes del comandante en jefe del Tatmadaw, Min Aung Hlaing, mofándose de la cuestionada virilidad de un hombre famoso por su baja estatura, quien ha denunciado el “poco decoro” de la vestimenta de los manifestantes, una crítica subrepticia a las mujeres que participan en las marchas.
Su lucha continúa, bajo la amenaza de que las fuerzas armadas lleguen a los niveles de violencia de 1988, cuando miles de personas murieron en unas protestas prodemocráticas ferozmente reprimidas por el Ejército. Pero el miedo a vivir bajo una nueva junta militar —con la anterior asentada en el poder durante medio siglo, de 1962 a 2011— parece superar al temor de morir en las calles, convertidas en un campo de batalla en docenas de ciudades birmanas. “Tras el golpe, ha sido la primera vez en mi vida que he perdido la esperanza. No necesitamos ser detenidas o asesinadas, ya nos sentimos indefensas. Mientras el Ejército esté en el poder, nuestras voces no importan”, expresa Nandar.
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