Nosotros los colombianos sabemos una que otra cosa de la lucha contra las drogas. Nuestro país ha sido desde hace mucho tiempo uno de los principales proveedores de cocaína en el mundo. Con el apoyo de los gobiernos de Estados Unidos de América y Europa Occidental, hemos invertido miles de millones de dólares en una campaña incansable para erradicar las drogas y desmantelar a los carteles. Yo personalmente participé en el arresto del narcotraficante más conocido del planeta, Pablo Escobar, en 1993. Si bien logramos hacer a Colombia un poco más segura, pagamos un enorme precio.
Mi gobierno y los posteriores desde entonces hicieron de todo para atacar el problema: desde fumigar los cultivos hasta poner en la cárcel a cada vendedor de drogas a la vista. No solo fracasamos en la erradicación de la producción, el tráfico y el consumo de drogas en Colombia, sino que además provocamos que las drogas y la delincuencia se instalaran en los países vecinos. Además generamos nuevos problemas. Decenas de miles de personas murieron en nuestra cruzada contra las drogas. Muchos de nuestros políticos, jueces, policías y periodistas más brillantes fueron asesinados. Al mismo tiempo, los grandes fondos que amasaron los carteles de la droga se gastaron en corromper a nuestro poderes ejecutivo, judicial y legislativo.
Esta estrategia de mano dura contra las drogas sirvió de poco para disminuir la oferta y la demanda de drogas en Colombia, ni qué decir de mercados como Europa y Estados Unidos. De hecho, drogas como la cocaína y la heroína son más accesibles que nunca en Bogotá, Nueva York o Manila.
La guerra contra las drogas es fundamentalmente una guerra contra la gente. Sin embargo, cuesta eliminar los malos hábitos. Muchos países todavía tienen una adicción a financiar esta guerra. Como el presidente actual de Colombia, Juan Manuel Santos, dijo: “Seguimos pensando que estamos en la misma situación que hace 40 años”. Por suerte, cada vez más gobiernos admiten que se necesita una nueva estrategia, una que elimine las ganancias obtenidas de la venta de drogas y, a su vez, garantice que se hagan cumplir los derechos humanos de todos los ciudadanos y se les proporcione acceso a servicios de salud.
Si queremos controlar lo que sucede con las drogas, necesitamos hablar honestamente. La Comisión Global de Políticas de Drogas —de la cual soy miembro fundador— ha estado a favor de un debate abierto, basado en evidencias, en materia de drogas desde 2011. Apoyamos firmemente la reducción de la oferta y la demanda de drogas, pero diferimos radicalmente con los métodos de mano dura para lograrlo. No somos blandos en el tema de las drogas. Todo lo contrario.
Si bien el gobierno filipino tiene el deber de brindar seguridad a su gente, existe el riesgo real de que la estrategia de mano dura haga más mal que bien.
¿Qué proponemos? Bueno, para empezar, no creemos que el armamento militar, las políticas represivas y las prisiones más grandes sean la respuesta. La verdadera reducción de la oferta y la demanda de drogas se alcanzará al mejorar la salud y la seguridad pública, fortaleciendo las medidas anticorrupción —en particular, aquellas contra el lavado de dinero— e invirtiendo en el desarrollo sustentable. Además, creemos que el camino más inteligente para el combate a las drogas es la despenalización del consumo y asegurarse de que los gobiernos regulen ciertas drogas, incluidas las de uso médico y recreativo.
Si bien el gobierno filipino tiene el deber de brindar seguridad a su gente, existe el riesgo real de que la estrategia de mano dura haga más mal que bien. Sin duda, las penas más severas son necesarias para disuadir a la delincuencia organizada. Sin embargo, los asesinatos extrajudiciales y el vigilantismo son formas incorrectas de proceder. Después del asesinato de un empresario surcoreano, parecería que Duterte estaría más cerca de darse cuenta de ello. No obstante, incorporar al ejército a la lucha contra el narcotráfico, como sugiere ahora, también puede tener consecuencias funestas. La lucha contra las drogas tiene que ser equilibrada, de tal modo que no viole los derechos ni el bienestar de los ciudadanos.
Ganar la lucha contra las drogas requiere abordar no solo la delincuencia, sino también la salud pública, los derechos humanos y el desarrollo económico. Sin importar aquello que Duterte crea, siempre habrá drogas y drogadictos en Filipinas. A pesar de ello, es importante poner el problema en perspectiva: Filipinas ya tiene una menor cantidad de adictos a las drogas. La aplicación de penas severas y violencia extrajudicial contra los consumidores hace que sea casi imposible para la gente que padece una adicción encontrar tratamiento. En cambio, esas personas recurren a hábitos peligrosos y a la economía del crimen. De hecho, el castigo a los adictos va en contra de todas las evidencias científicas disponibles de que eso funciona.
La dureza contra los delincuentes suele aumentar la popularidad de los políticos. A mí también me sedujo la idea de adoptar una postura inflexible contra las drogas cuando fui presidente. Las encuestas sugieren que la guerra contra las drogas de Duterte es igual de popular. Pero pronto descubrirá que no hay forma de ganar. Yo también descubrí que los costos humanos eran enormes. La guerra contra el narcotráfico no se puede ganar matando a los delincuentes menores ni a los adictos. Solo pudimos observar resultados positivos cuando cambiamos de rumbo, y aceptamos que las drogas son un problema social y no uno militar.
Un presidente asertivo toma decisiones que fortalecen el bien público. Esto supone invertir en soluciones que satisfacen las normas básicas de los derechos humanos y minimizan el dolor y el sufrimiento innecesarios. La lucha contra las drogas no es la excepción. Las estrategias orientadas hacia los delincuentes violentos y el lavado de dinero son esenciales, al igual que las medidas que despenalizan a los adictos, apoyan sentencias alternativas a los infractores no violentos de bajo nivel y brindan una gama de opciones de tratamientos a los consumidores de drogas. Esta es una prueba en la que muchos de mis compatriotas colombianos han fallado. Espero que Duterte no caiga en la misma trampa.
César Gaviria fue presidente de Colombia de 1990 a 1994, y secretario general de la Organización de Estados Americanos de 1994 a 2004.
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