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lunes, 30 de noviembre de 2015

M. RIVAS: ALLI ES DONDE QUEMARON LOS LIBROS EN EL 36

"Allí es donde quemaron libros en el 36”, dice Manuel Rivas señalando al otro lado de la dársena de A Coruña. En su novela Los libros arden mal hay una foto de ese momento: un grupo de fascistas celebra brazo en alto la hoguera encendida junto al Club Náutico. Muchos coruñeses conocieron aquel episodio por esa novela. “En el escudo de Coruña, sobre la Torre de Hércules, había tradicionalmente un libro”, explica el escritor, nacido en el barrio de Monte Alto en 1957. “Lo quitaron después de la Guerra Civil. La democracia volvió, pero el libro no”. Si aquella novela de 2006 hablaba de la quema de bibliotecas, El último día de Terranova (Xerais en gallego, Alfaguara en castellano) narra ahora la amenaza de desahucio que pende sobre una librería. PREGUNTA. ¿Quedaban libros por destruir o historias por contar? RESPUESTA. Yo escribo en círculos concéntricos. Los libros no son cuadrículas ni propiedades separadas. En mi caso, la célula madre es la poesía. En los ochenta escribí un poema sobre la memoria ­—‘Pan negro’— y ahí está la semilla. Después vinieron La lengua de las mariposas, El lápiz del carpintero, Los libros arden mal y ahora este, que parte de la posguerra y llega hasta hoy. Siempre tengo la sensación de que cuando acabo un libro no se acaba la historia. Como en ese cuadro de Millet en el que las espigadoras recogen lo que quedaba debajo de la tierra después de la cosecha, cuando terminas una novela quedan granos que luego rebrotan. Son nuevos círculos con la misma simiente, no una prolongación. Salvo en la línea del horizonte, la recta es un atraso. Hay que romperla. P. ¿Los círculos de la literatura pueden llenar los vacíos que deja la historia? R. En parte sí. Hay incluso un camino paralelo entre la literatura y la arqueología. Vas encontrando signos y huellas que conectas hasta construir un relato. Hay un punto que los arqueólogos llaman línea de lo inaccesible. La historia no se detiene, pero los últimos restos suelen ser ceniza, producto de una destrucción o de un fuego. La excavación se detiene, pero la imaginación puede traspasar esa línea, ir más allá de la búsqueda histórica sin perder el principio de realidad. Ese traspasar lo inaccesible es lo propio de la literatura. P. ¿Llegará un día en que las librerías serán historia y habrá que imaginarlas? R. De las últimas historias que leí y que me conmocionaron porque coincidió con la muerte de Mankell, hay una en sus memorias del cáncer, Arenas movedizas, que cuenta algo muy inquietante para la especie humana. Hasta el siglo XX, los restos históricos eran monumentos más o menos ruinosos, pero lo que va a dejar nuestra generación no va a tener fin: los vertidos radiactivos. Dentro de 100.000 años, los arqueólogos pueden encontrarse con una pesadilla. Pero en el mismo libro se recoge otra historia. Un hallazgo imprevisto durante unas obras en Suecia: una osamenta que tenía al lado una figura de madera. Llegaron a la conclusión de que era un títere. Claro que el ser humano va a conservar el títere. Estoy convencido…. Bueno, “estoy convencido” [ríe] es una forma de empezar. Claro que va a haber un lugar como lo que hoy llamamos librerías. ¿Cómo serán? Eso para el próximo libro. Mira, es buena idea. Hay gente que nunca ha entrado en una librería. P. ¿Recuerda la primera vez que entró en una? R. Sí, se llamaba La Poesía. Luego nos acercamos por allí. Está cerrada, pero conserva algo. Cada vez que paso por ahí pienso: “¿Por qué no me hago librero?, ¿por qué no abro La Poesía?”. Tengo una especie de culpa. En casa no había libros y le compramos uno a mi madre. Siempre se le regalaba algo para la casa —una fregona, una cafetera— y mi hermana María, que era la vanguardia, dijo que le compráramos uno porque en la niñez mi madre había leído mucho. Por casualidad. Murió mi abuela y mi abuelo se quedó con 10 hijos. Era campesino, vivía al lado de la casa rectoral y una sobrina del cura medio adoptó a mi madre, que subía al desván y se pasaba el día leyendo vidas de santos, que es lo que había, pero también estaban los poemas de Rosalía. El primer libro de mi vida fue oír a mi madre recitar a Rosalía. Ella era la boca de la literatura. Total, que nos fuimos a La Poesía y vimos un libro que coincidía bien con el presupuesto. Era un tocho; mucho mejor, un regalo más grande. Se titulaba Cinco mil años de historia. Mi madre lo abrió y, bueno, asomó de una lágrima. Nunca tuve miedo de entrar en las librerías. Si vamos es porque hay gente con la que nos gusta estar, no solo por los libros, aunque los libros también son gente. P. ¿Por qué ir a una librería si puedes comprar por Internet? R. Si desaparece el factor humano en los intercambios —y una librería es un lugar donde alguien que te da el libro con la mano—, también va a desaparecer lo humano en el libro. Tal vez es demasiado determinista, pero hay parte de razón. La ciudad existe porque existen librerías, el taller de bicicletas, las tabernas… En Coruña abrieron un centro comercial. La gente se sentaba allí porque llueve. Pensaron: “Si se sientan, no compran”. Quitaron los bancos y la gente se sentaba en las fuentes, así que pusieron unos hierros. En los libros te puedes sentar siempre. La literatura es resistencia, una intervención contra la realidad. Una vez existió esa idea de las vanguardias de que podías cambiar el mundo pintando, cantando, bailando. Lo inútil podía influir en lo útil, cambiar la vida. Ahora se perdió eso. Hubo una renuncia. Asumimos el discurso de lo útil. “Vuestra utilidad es el entretenimiento”, nos dicen. “Dedicaos a eso”. Pero uno sabe que hay libros que le han cambiado la forma de mirar, y eso también es cambiar la realidad, ¿no? Aunque sea por un instante, en un tris. Un tris vale mucho. P. El librero de su novela se identificaba de joven con David Bowie. ¿Algún músico le influyó tanto como Rosalía de Castro? R. El salto de las falsas fronteras entre alta y baja cultura lo vivimos a través de la música. La poesía estaba pasada de moda, pero seguía en las letras de las canciones. Estuve muy colgado con Dylan, con la Velvet, con Joy Division, con Patti Smith. Creo que no metí a Patti Smith en el libro porque me quise quedar con ella. P. ¿Cabe la poesía en una novela? R. Toda escritura es poética porque el lenguaje se pone o no se pone en vilo. Hay palabras que alcanzan esta condición. La lengua se pone en otro tiempo, que no es pasado ni futuro, sino otro tiempo. Esta novela tiene una hermana transgénero que es este libro [saca de la cartera A boca da terra, un poemario publicado en verano por Xerais]. Son hermanos siameses. P. En sus libros de cuentos incluía poemas. R. Empecé por ahí. Recuerdo estar escribiendo lo que a mí me parecían poemas en clase de matemáticas, con un profe muy serio. Pasó a mi lado y vio que en medio de las cifras había unos bichos. Me agarró la libreta. Pensaba que me iba a echar una bronca. Cuando me la devolvió dijo: “¿Por qué siempre escriben ustedes cosas tan tristes?”. Pensé: “Así que soy de una especie de club de los tristes”. Aquello me vino bien porque se dio en mí una reacción que es la marca moderna de la literatura: la ironía. Reaccionar contra el estigma de triste me activó el lado irónico. Otro detector de la literatura es que es una creación que no quiere dominar. La diferencia con otros discursos ­—la filosofía, la historia— es que no te quiere dominar. Cuando te quiere dominar notas que pasa algo raro, que está intoxicada. P. ¿Mantiene activa la ironía para no convertirse en escritor nacional de Galicia? R. Total. Caes en la caricatura si te consideras el símbolo de algo. Lo más triste que le puede pasar a un escritor es que lo conviertan en un monumento, decía Cortázar. Parte del viaje literario consiste en luchar contra tus convenciones, contra tu propia estupidez. Eso no quita que la literatura tenga una dimensión de activismo, pero no puede caer en la condición de instrumental. Acabaríamos matándola. Eso sí, todo lo que escribes te va a comprometer. P. Sus protagonistas son muchas veces víctimas de la historia. ¿No se corre el riesgo de embellecer la derrota? R. Por supuesto, por eso es importante enseñar lo que cada uno tiene de contradictorio. De cada personaje sabes a través de otro. Me lo dijeron de El lápiz del carpintero: los buenos son muy buenos, y los malos, muy malos. No lo creo. Precisamente para evitarlo le di la voz del narrador al verdugo. Pero es un riesgo. Por eso no me gustan los cuadrados. Estamos habitados por varios seres. En esta novela, a uno que es muy estudioso su hijo lo ve como un cobarde. Somos tambaleantes, frágiles. Escribir es estar en una posición de fragilidad. P. Parte de la novela transcurre durante los funerales de Franco y es crítica con lo que vino después. R. España es una democracia amputada. Ya no tiene sentido discutir quién debía haber ido a la cárcel, pero la gente debe saber que un torturador como Billy el Niño sigue campando y que nunca hubo una comisión de la verdad. Hemos visto en televisión campos de concentración nazis, pero no franquistas, que hubo. Puedes acceder a documentos de EE UU, pero a los de aquí no. A lo que no podemos renunciar es a la verdad. Nunca es tarde. Nuestra serie negra, esa que dicen que no hemos tenido, está en los libros de la Guerra Civil. La diferencia es que aquí la mafia, la organización criminal, ocupaba el Estado. P. Cuando termina la dictadura en España empieza en Argentina, también muy presente en este libro. R. La Operación Cóndor se preparó en el funeral de Franco. Además, para mí fue muy importante escribir la historia de la aniquilación de la familia Oesterheld [“El desaparecido HGO”, recogido en A cuerpo abierto]. Les mataron las cuatro hijas sucesivamente. Tenían 24, 23, 19 y 18 años, alguna embarazada. A Héctor Germán Oesterheld todos lo adoraban, y no solo como guionista de los cómics de El Eternauta. Lo desaparecieron. Quedan dos nietos y la abuela, Elsa, que se preguntaba por qué seguía viva. La novela está dedicada a ella. La Poesía sigue cerrada en la calle San Andrés. Rivas repara en que además han borrado el rótulo de la librería: “Mala señal”. Fuente: El Pais de Madrid

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