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martes, 14 de julio de 2015

FRECCERO: ABANDONA SU TRADICIONAL LOCAL DE LA CIUDAD VIEJA

El elegante rematador de la londinense casa Christie’s deja caer su pequeño martillo y dice la palabra mágica: "¡Vendido!". Un comprador desconocido pagó US$ 2 millones por un reloj Patek Philippe, una joya de la tecnología de precisión suiza. En letras diminutas el reloj tiene una marca que lo hace casi único: Freccero. La subasta se produjo hace dos años y todavía genera orgullo y misterio en la tradicional joyería montevideana. Ninguno de los vendedores tiene idea de cuál de sus clientes se desprendió de su exclusivo reloj. Y si lo supieran, no lo dirían. Una parte importante del capital de la empresa es la discreción, dicen los mismos.


La relación entre la firma Patek Philippe y la familia Freccero comenzó en el año 1929 y se mantuvo durante 70 años. De ese vínculo surgió que muchos de los relojes de la marca suiza, vendidos por Freccero, llevaran la firma de la empresa uruguaya como forma de distinción.

La joyería se instaló en el año 1868 en Ituzaingó y Rincón, a cargo de Oscar Spangerberg, un alemán que a los pocos años vendería el negocio a su dependiente Francisco J. Freccero.

Tres décadas después, en 1908, se trasladó al local de la calle 25 de Mayo, hasta la actualidad, según narró a El País Enrique Freccero, bisnieto del fundador.

Desde hace cinco años la empresa comenzó a analizar la posibilidad de abandonar el viejo local de la Ciudad Vieja y fortalecer su presencia en las sucursales de Punta Carretas Shopping y Punta del Este.

"Hay que estar donde están los clientes, hay que facilitarles las cosas", aseguró Freccero.

Finalmente, el primero de julio, junto con el cierre del ejercicio comercial, los socios de la empresa resolvieron bajar las cortinas del local de Ciudad Vieja. El joyero aseguró que con el paso de las décadas el barrio se ha transformado en una zona "de oficinas del Estado, embajadas, bancos y juzgados", al tiempo que la actividad comercial se trasladó a otras zonas.

Atrás quedó el tiempo en que la calle 25 de Mayo era una referencia para los cultores del gusto refinado. Durante gran parte del siglo XX en esa cuadra estaban los principales modistas de la época, la mueblería Caviglia, la confitería El Telégrafo, la tienda para hombres Yriart, la librería Monteverde y la papelería Barreiro y Ramos.

Sobre la mitad del siglo, la actividad comercial se desplazó a 18 de Julio, con el auge de las galerías y más adelante aparecieron los shoppings.

Tradición.

El jueves por la tarde el local de la Ciudad Vieja se abrió para atender a una clienta. Se trata de una mujer de 89 años que siempre compró sus alhajas en ese lugar. De hecho, toda su familia pasó en algún momento por esa joyería.

En la despedida, la mujer invita a Freccero a pasar por su casa a tomar el té. El comerciante acepta la invitación y le pregunta por sus sobrinos y le desea que tenga un buen viaje. Se conocen de toda la vida.

Se trata de otra "fanática" de la joyería como en su época lo fue la poetisa Juana de Ibarbourou, fallecida en el año 1979. "Juana era una gran clienta, le gustaban mucho las alhajas", narró Freccero a El País. Su discípula, la argentina Dora Isella Russell, también fue clienta.

Otro poeta que usó artículos de Freccero fue el chileno Pablo Neruda. El periodista Ramón Mérica publicó en El País de los Domingos una entrevista muy especial con el artista.

La conversación, que tuvo lugar frente al Pacífico, en Isla Negra, comenzó con el reloj que usaba Neruda, un Bulova Accutron que no hacía tic-tac, una rareza para la época.

"Lo compré en tu patria, en Freccero", confesó el poeta. La adquisición se había realizado en el local de Punta del Este, inaugurado en 1942, y la venta estuvo a cargo de Enrique Freccero y su padre, Jorge.

La anécdota forma parte del libro Herencia de Emprendedores de Aléxis Jano Ros.

La historia de los clientes de Freccero alcanza a otras personalidades uruguayas de todas las épocas. Entre ellas, se encuentran el poeta Juan Zorrilla de San Martín, los presidentes Claudio Williman, José Serrato y Luis Batlle Berres, entre otros.

En tanto, desde esa joyería salieron obsequios para personalidades de distintas épocas como los presidentes Dwight Eisenhower, François Mitterrand o Juan Domingo Perón.

También la realeza europea recibió regalos comprados en Freccero, entre ellos la princesa Ana de Inglaterra y el príncipe de Asturias.
Asaltos.

A lo largo de sus 147 años, la joyería sufrió solo dos robos de importancia. Ninguno en la Ciudad Vieja. Uno ocurrió en Punta del Este en el año 1989. En aquella ocasión, los ladrones hicieron un boquete y se llevaron un botín que, según la Policía, habría sido de medio millón de dólares. Freccero aseguró que los ladrones se llevaron unos US$ 250.000 en joyas y una colección exclusiva (y de subido valor) de relojes Patek Philippe que se estaban exhibiendo a la clientela privilegida.

El otro episodio delictivo se produjo hace algunos años en la sucursal del shopping. Un solitario asaltante se llevó varias joyas a punta de pistola, según contó el joyero. Si bien fue un episodio "desagradable", fue una situación menos difícil que la ocurrida en Punta del Este, explicó Freccero.

A mediados del siglo XX hubo un hurto insólito que golpeó muy fuerte las finanzas de la empresa. Durante la Segunda Guerra Mundial la firma Freccero había comprado 100 relojes a la fábrica Patek Philippe, un pedido que en la actualidad superaría el millón de dólares, estimó el empresario.

La muy neutral Suiza remitió el cargamento por tierra hasta Portugal. Desde allí, los relojes fueron embarcados hacia Montevideo. El buque debía atravesar el Atlántico y evitar el férreo bloqueo naval de los aliados y los nazis.

Cuando se supo que el barco había logrado llegar al puerto de Montevideo, toda la familia fue hasta la oficina del despachante de Aduana.

Luis Freccero le contó a su hijo Jorge, y éste a Enrique, que la familia se paró en el muelle. Desde allí el despachante les mostró el cajón que traía los relojes: vacío. Y allí mismo comprobaron que la importación había sido hurtada dentro del Puerto de Montevideo.

La amargura fue enorme y por poco quiebra la firma. Sin embargo, la tradición pudo más y la empresa se recompuso. Tiempo después se enterarían que los relojes robados en el puerto fueron vendidos por muy poco dinero.

Pasaron cuarenta años de aquel episodio para que se cerrara el capítulo final de la novela: la Aduana remató una serie de objetos abandonados, entre ellos tres de aquellos carísimos relojes Patek Philippe.

La guerra también dejó otras historias en la joyería. Una de ellas indica que las fábricas de platería inglesa debieron ser reconvertidas en manufactureras de material bélico.

No obstante, los clientes tradicionales de Freccero nunca padecieron la falta de la distinguida mercadería.

En aquellos años difíciles, unos enormes cajones de madera con la inscripción "Inglaterra cumple", llegaron a Montevideo y a Freccero cargados de platería mucho más antigua y más valiosa de lo que los uruguayos hubieran soñado tener.
El negocio.

Enrique Arrigoni, socio de la empresa luego de que su padre adquiriera una parte, advirtió la lenta devaluación del dólar. El empresario contó a El País que en las prolijas bibliotecas de la empresa aún se encuentran foliadas antiguas cotizaciones de alhajas.

"Un anillo que hace 50 años costaba US$ 1.000, hoy vale unos US$ 10.000", señaló.

No obstante, a la hora de hacer números, Freccero y Arrigoni sostienen que las joyas tienen la condición de mantener su valor con el paso del tiempo. "El problema es que no generan interés, pero pasan de generación en generación y mantienen el valor de siempre", dice entre risas Freccero.

El problema del mercado de dimensiones reducidas en Uruguay siempre existió. Tanto es así que Jorge Freccero, padre de Enrique, que estuvo al frente de la empresa durante 70 años, aseguraba que "si al estanciero le va bien, le va bien al Uruguay, y si le va bien al Uruguay, le va bien al negocio".
Venta extraña.

Hace dos décadas un hombre entró al comercio de 25 de Mayo, era sábado y ya estaban muy cerca de la hora de cerrar. Eligió varios juegos de té de plata fina.

"Quiero uno para cada uno de mis cuatro hijos", dijo el cliente. Los Freccero y sus empleados no lo podían creer; si la venta se hiciera en la actualidad superaría los 100 mil dólares.

Otra compra muy importante fue realizada en la sucursal de Punta del Este por parte de la reina de Malasia. Dicen que fue una de las ventas más importantes para la firma.

Las ventas de la tradicional joyería seguirán en Punta Carretas y Punta del Este. El antiguo local de la Ciudad Vieja tendrá otro destino, aún no resuelto por los socios. Por sus dimensiones, insospechadas desde la vereda de 25 de Mayo, podría ser una dependencia estatal, un banco u otro negocio que trabaje en horario de oficina. Mientras tanto, la familia seguirá acumulando historias que pronto serán leyenda.
La historia comercial y social del Uruguay.

Durante el año 1868 Francisco Freccero comenzó a trabajar como dependiente de la joyería de Oscar Spangerberg, un alemán que huyó de Montevideo ante una epidemia de fiebre amarilla. Siendo muy joven, Freccero consolidó un negocio en la Ciudad Vieja que llegó hasta nuestros días. La empresa familiar atravesó con éxito algunos momentos complejos como las guerras mundiales, las crisis económicas y los cambios en la moda. Ahora, la firma resolvió concentrar su energía en las sucursales de Punta Carretas y Punta del Este.
Alhajas para celebridades.

Personalidades uruguayas y extranjeras han dejado su huella en los suelos de la centenaria joyería Freccero. Su propietario recuerda con cariño a la poetisa Juana de Ibarbourou, una "fanática" de las alhajas. Otros clientes encumbrados fueron el poeta Zorrilla de San Martín, los presidentes Claudio Williman, José Serrato y Luis Batlle Berres. El poeta Pablo Neruda llevaba un reloj comprado en Freccero. Dwight Eisenhower y la princesa Ana de Inglaterra recibieron obsequios comprados en la tienda.

Fuente: El País

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