A Efrat Mayer no le hace falta megáfono. Su voz se oye hasta en las filas del fondo y eso que tiene delante a 400 personas. “Hemos conseguido 5.000 dólares para Gaza y en unos días empezaremos a empaquetar la ayuda humanitaria”, informa feliz. Efrat es una de las coordinadoras del colegio Max Rayne o Mano a mano, como lo conoce todo el mundo, un centro educativo de Jerusalén en el que estudian juntos niños israelíes y árabes palestinos, unos 600, que aprenden hebreo y árabe por igual, historia de un lado y del otro de las líneas de guerra y, sobre todo, lecciones de humanidad para entender al que otros quieren vestir de adversario.
El discurso es breve. Sirve para dar las gracias a los centenares de profesores, padres y niños que se han congregado a las puertas de la escuela en una nueva marcha, posiblemente la última, como las que han llevado a cabo cada domingo desde que en Gaza se inició la Operación Margen Protector. Sin el refuerzo de paz y valores que da Mano a mano, los chavales estaban pasando unas vacaciones llenas de angustia, cada cual en su barrio, en su ambiente, escuchando amenazas y maldiciones para el contrario. Había que unirlos de nuevo. Y eso hicieron, una marcha semanal sin pancartas ni banderas en la que el único lema está en las camisetas de los estudiantes: Caminemos juntos, se lee en tres idiomas.
Kifah Abu Shamaine, padre de Mahmud, de ocho años, explica mientras camina que su pequeño “necesitaba algo que evidenciara que lo aprendido en el cole no se estanca por la guerra. Caminar, aunque sea en silencio como él hace a veces, significa avanzar. Es un símbolo. Eso nos ha dado paz y confianza en estas semanas”, reconoce.
Hay madres como Shelly que se niegan a verse como los “bichos raros” de la ciudad.
“Estamos convencidos que trayendo a los niños aquí estamos creando una nueva generación de ciudadanos que se conocen de forma directa, sin prejuicios ni sombras, que rompemos muros. Ellos ven a sus amigos, no una bandera. Nos dan lecciones cada día”, señala emocionada.
El centro fue creado en 1998 y ahora da clases a niños desde preescolar hasta el final del instituto. Está justo entre el barrio israelí de Patt y el palestino de Beit Safafa. En cada aula hay un profesor árabe y otro israelí, que usan indistintamente los dos idiomas. En los pupitres se mezclan cristianos, musulmanes y judíos de diversas tendencias. Ahí está, por ejemplo, el rabino Yehiel Grenimann, defendiendo un modelo de estudios que se ha exportado ya a cinco ciudades, más de Israel y que da cabida a niños de cualquier estrato social.
Uri Ben Tzion, padre de un pelirrojo incansable, remarca que alrededor del colegio se ha creado una “comunidad de amigos”. Los abrazos y besos de los que se suman a la marcha constatan su afirmación. Reconoce que no a todo el mundo en su entorno le gusta la apuesta educativa para su hijo. “Es duro, pero es más honesto. Mis hermanos no saben a veces hablar con mi hijo porque les plantea dilemas. Aquí no se les adoctrina en el racismo. Aquí hay espacio para demostrar que, si en la práctica ya vivimos juntos, aunque no nos miremos, si un día reparamos en que el de al lado es otro yo, dejaremos de hacernos daño”, insiste.
Hoy los chavales estrenan nuevo curso escolar, sin bombas ni cohetes en Gaza, y con el mérito de haber mantenido viva su amistad y su respeto por el que habla y reza y parece diferente, pero no lo es.
Fuente: El País de M.
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