El resto de los mexicanos, incluyendo las autoridades, que habían hecho un buen trabajo haciéndose los distraídos durante los últimos años, han comenzado a preguntarse si lo que está sucediendo en Michoacán es una guerra civil. Y no estarían muy desencaminados. Los Templarios es un cártel local, que a su vez disputa el control de la región con lo que queda de La Familia Michoacana. Pero todos ellos, incluidos los grupos de autodefensa, están conformados por habitantes de la zona enfrentados unos con otros, al margen del Estado. Es decir, vecinos contra vecinos.
Michoacán representa la suma de todos los fracasos del Estado mexicano para enfrentar al crimen organizado. Se atribuye a los cárteles un ingreso anual que fluctúa entre 25.000 millones y 40.000 millones de dólares, dependiendo de la fuente. Cifras que superan la renta petrolera del país o los ingresos por concepto de turismo. Tales montos otorgan al crimen organizado una fuerza irresistible para corromper a los cuerpos policiacos y castrenses, al aparato de justicia, a las autoridades civiles. En la última década la impunidad alcanzada por los delincuentes les ha llevado a expandir sus actividades a muchos otros renglones: el secuestro, la extorsión generalizada a comercios y servicios, el control de la piratería, la extracción clandestina de ductos petroleros y un largo etcétera.
En diciembre de 2006, en su primera semana como presidente, un Felipe Calderón acosado por las impugnaciones de una victoria milimétrica y sospechosa sobre el candidato de la izquierda, decidió hacer del combate al Narco su estrategia de legitimación. Sin más preámbulos lanzó al ejército a las calles y asumió que en cuestión de meses el problema estaría resuelto. Setenta mil muertos y siete años más tarde, los cárteles son hoy más poderosos que nunca. Desde entonces el ejército ha ido de región en región dando palos de ciego, saliendo de un territorio pacificado para tener que regresar dos años después; cortando la cabeza de un cártel sólo para atestiguar el surgimiento de otras cuatro cabezas enfrentadas en los procesos sucesorios. El argumento calderonista de que la disputa entre los propios cárteles y las ejecuciones recíprocas terminaría por debilitarlos resultó fallido. Cientos de miles de jóvenes aspiran a engrosar las filas del Narco, un ejército industrial de reserva que ha probado ser inagotable.
La comentocracia de la capital del país (columnistas, conductores y tertulianos de radio y televisión) afirma que Michoacán constituye el primer síntoma de un Estado fallido. La ruptura del contrato social por la incapacidad de la autoridad para ejercer el monopolio de la violencia y garantizar la seguridad de los ciudadanos. Bajo tal premisa tendríamos que concluir que en Michoacán, o algunas de sus porciones, nunca se estableció cabalmente el Estado.
Michoacán es una abstracción como entidad política; un amplio territorio del centro occidente de México, formado por nichos ecológicos dispares e incomunicados entre sí, precariamente sujetos por el artificio de Morelia, una capital regional inventada. El Bajío michoacano, de valles extensos y planos de cultura ranchera y población mestiza y blanca, tiene poco que ver con la Meseta Tarasca, de bosque frío e integrada por comunidades purépechas. Y esta a su vez, es ajena a la Tierra Caliente con depresiones al nivel del mar y temperaturas emparentadas con el infierno.
Tierra Caliente, en particular, es digna de novelas de épica salvaje. Una zona inhóspita que corre a lo largo de la profunda depresión que forma el Río Balsas en la Sierra Madre Occidental y que disfrutó de su época de oro durante el auge del cultivo del algodón a principios del siglo XX. Poblados con nombres como Nueva Italia y Lombardía fueron producto de las tierras que el gobierno mexicano ofreció a migrantes de cualquier país dispuestos a asentarse en la zona. Al final, la colonización tuvo que completarse con prisioneros de las cárceles a cambio de su libertad.
Las guardias autoarmadas que ahora surgen simplemente hacen honor a la tradición local de saberse huérfanos de Estado, a la inclinación para hacerse justicia por mano propia y a la cultura wildwest de resolver por sí mismos sus cuitas.
Pero tampoco hay mucho idílico en estos Robin Hood con Kaláshnikovs. Los vecinos que combaten a los narcos portan chalecos antibalas y armas largas automáticas, y algunos se transportan en caravanas de camionetas flamantes. En algunos casos son los bravucones del pueblo autodesignados defensores de la comunidad, en otros casos líderes con verdadero arraigo. En más de uno hay la sospecha de que se trata de grupos armados por el cártel rival; en alguno otro proliferan cuadros políticos vinculados al PRI deseosos de blindar su territorio contra los avances de la izquierda de origen cardenista (Michoacán es el bastión del cardenismo histórico).
El pluralismo político de Michoacán ha contaminado de la peor manera las intervenciones federales sobre el territorio. Deseoso de conquistar a la entidad para el PAN y hacer de su hermana la siguiente gobernadora, el presidente Calderón socavó la gestión de los mandatarios de la entidad pertenecientes al PRD, de filiación de izquierda. Eso debilitó aun más las posibilidades de que el gobierno local tuviese mayor peso en el territorio. Al final, también en eso se equivocó Calderón: fue el PRI el que recuperó Michoacán en las elecciones de 2011.
Por su parte, el gobierno federal encabezado por Peña Nieto, que marcó el regreso del PRI luego de 12 años de gobiernos panistas de filiación conservadora, recurrió a la sencilla estrategia de ignorar el problema. Obsesionado por las reformas económicas que el país necesita, quitó de sus prioridades el combate al crimen organizado.
El escándalo nacional e internacional de los combates civiles en Tierra Caliente ha forzado a Peña Nieto a una intervención apresurada en los últimos días y seguramente en contra de su voluntad: las guardias autoarmadas habían logrado recuperar once municipios de manos del Narco. Algo que el Ejército nunca pudo hacer.
Este lunes el gobierno ordenó el desarme de las guardias y desplegó miles de soldados en la zona. Pero en el fondo enfrenta un problema sin solución. Todo indica que sin las guardias autoarmadas es incapaz de enfrentar a los cárteles locales, pero tampoco puede entregarse en los brazos de estos grupos paramilitares que al margen de la ley suplantan al Estado. En los últimos meses había tolerado, e incluso apoyado, a algunas guardias que le resultaban afines o que consideraba benignas; pero la atención de la prensa le obliga hoy a endurecer su posición.
Frente a la nueva disposición (detener y castigar a todo el que porte armas no autorizadas) el gobierno se encuentra ante escenarios deplorables. Iniciar una guerra en contra de ciudadanos que defienden a su comunidad y, en los casos en que lo logre, asumir que el narco recuperará las poblaciones liberadas . En el peor de estos escenarios los grupos desarmados pueden convertirse en las víctimas fáciles de la represalia de los cárteles.
En suma, el Estado está obligado a intervenir y, al mismo tiempo, su intervención tiene todos los visos de que provocará el empeoramiento del problema. Hay zonas de México en que un Estado fallido es mejor noticia que un Estado incapaz y entrometido. Esperemos que, contra toda probabilidad, Peña Nieto nos demuestre lo contrario.
Jorge Zepeda es periodista y escritor, su último libro el thriller político Los Corruptores (Planeta)
@jorgezepedap
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