Desde muy jovencita, Justina Robles tuvo conducta. Se abrió camino por sí sola, estudiando y trabajando. Sin desechar ninguna ocupación honesta, se fue preparando para lograr la que llenara sus aspiraciones económicas de acuerdo a los conocimientos adquiridos. Cuando la encontró, con un horario fijo que le dio más tiempo libre, ocupó buena parte en acrecentar sus entradas confeccionando diversas prendas que vendía a sus colegas de trabajo.
No tenía gustos caros; compraba lo necesario para estar cómoda, sin privaciones.
Sus diversiones tampoco implicaban grandes gastos: la cuota de un club deportivo y salidas con amistades repartiendo la consumición.
Cuidadosa al máximo, celaba cada una de sus pertenencias. Cada cosa que fue adquiriendo siguió con ella sin necesidad de reposición o recambio. Así fue ahorrando, se compró una moto, y más adelante un auto. El día en que heredó la casa paterna, dejó de ser inquilina para convertirse en propietaria.
Era joven todavía, cuando empezó a pensar que poseía muchas cosas materiales que además, tenían para ella un valor afectivo inconmensurable. Al no tener descendencia, le preocupó el destino que llevarían sus bienes cuando dejara este mundo. Todo lo suyo era tan querido que la asustaba la idea de que cayera en manos del fisco que seguramente, lo dejaría librado al abandono y al momento de pensar en darle giro ya sería un montón de ruinas y chatarra.
Entonces resolvió testar. Sólo tenía que elegir muy bien al destinatario. Debía ser alguien con quien tuviera una relación de afecto recíproco, de menor edad, con condiciones similares a las de ella, y que tuviera la sensibilidad suficiente para valorar las cosas con aprecio. Quien fuera, ni siquiera tenía que enterarse... ya recibiría la sorpresa llegado el momento.
Se decidió por una quinceañera a la que había apoyado mucho, brindándole un afecto casi maternal, encaminándola en la vida y potenciando sus condiciones para convertirla en una futura profesional emancipada. Estaba orgullosa de esa niña quien a su vez, le demostraba su cariño permanentemente. Así Justina Robles, tan sana y fuerte como su apellido, firmó su testamento a los 35 años de edad.
Pasaron diez años y la muchacha se recibió, se empleó, se casó... y se olvidó de Justina. Pero lo peor no fue eso, sino una actitud inesperada que implicó mentira y traición involucrando a personas queridas. Demasiado. La señora Robles visitó a su escribano y la chica nunca supo lo que se perdió.
El nuevo testamento beneficiaba a otra joven, también de su entorno, cuyo gran problema era la preferencia de su madre por su hermana mayor. Falta de cariño y de comprensión, sufría una discriminación inmerecida y lo material, aun lo futuro, ya se veía claramente que iría a manos de la otra. Era dulce, simpática y optimista, pero no tenía, para horror de su madre, inclinación por el sexo opuesto sino por el igual. La represión fue tal que se anuló, y su carácter se fue agriando.
Se puso grosera, despreciativa y agresiva, con todos y hasta con Justina, que siempre abogaba en su favor. Hasta que hizo algo tan inhumano y tan terrible que una mujer con la sensibilidad de Justina no pudo perdonar y la alejó de su vida por completo.
Con 55 años de edad, la señora Robles volvía a cambiar el testamento. Esa vez apuntó hacia un hombre joven, hurgador y marginado, abandonado por su mujer y a cargo de varios hijos chicos. Era servicial. Ella le ofrecía changas para ayudarlo y él correspondía con su buena actitud. Fue el primero en presentarse a la clínica, cuando Justina precisó donadores de sangre para una cirugía.
Durante mucho tiempo se mantuvo una relación en que este hombre estuvo pendiente de cualquier cosa que Justina pudiera necesitar, pronto a ayudar en lo que fuera. Un día encontró una nueva compañera y fue contento a darle la noticia. Justina fue a la casucha para conocerla y ahí nomás, sintió que esa mujer la atendía sólo por obligación. Al poco tiempo, el hombre del carrito desapareció, con su familia nueva se fue del asentamiento y nunca más se supo de él.
A esta altura, Justina recordó que una vez, una amiga le pidió que la acompañara a ver un astrólogo y quiso regalarle una consulta. Ella no creía en esas cosas, pero le pareció mal hacerle un desprecio y aceptó. El hombre le dijo que había 'un mal aspecto' en su carta natal, que le perjudicaba y complicaba todas y cada una de las situaciones legales en que estuviera involucrada y que le implicaran estampar la firma. Aquella vez, mirando en retrospectiva, se dio cuenta que en realidad, ese tipo de trámites le habían salido siempre mal, difíciles y muchas veces negativos... pero sin darle importancia lo atribuyó a la casualidad. Ahora, sin embargo, ya le estaba concediendo el beneficio de la duda.
Otra vez, a cambiar el testamento. 'Me están durando diez años', pensó, 'Por lo menos el gasto es bastante espaciado'.
Pero había una persona en quien pensar, que reunía las condiciones necesarias. Era un albañil desocupado que se daba maña para cualquier trabajo de mantenimiento y vivía de las changas que le pudieran surgir. Casado con una mujer que lo ayudaba haciendo limpiezas, la iban llevando como podían.
Totalmente analfabeto, era difícil hacerle entender ciertas cosas que se pueden comprobar únicamente por medio de la lectura, sobre todo por esa forma de ser desconfiada que tienen algunas personas criadas en el campo. Así y todo, cuando tuvo un problema de 'papeles', mejor que hablarle de leyes y decretos, Justina lo acompañó al juzgado y lo ayudó a solucionarlo.
Por un lado, él hacía su jornal en lo de Justina podando el pasto, cambiando alguna teja o quedándose a cuidar la casa cuando ella tenía que hacer alguna salida demorada. Por otro lado, su señora la ayudaba con la limpieza. Justina les daba todo aquello que, aun estando en perfectas condiciones como todas sus cosas, ya no iba a utilizar y muchas veces como agradecimiento, la señora le trajo algún postre hecho por ella.
No había lugar a dudas, se habían ganado su confianza y todo estaba bien: testaría en favor de uno de los dos... y esa duda fue la que la llevó a cometer un error. Como nunca antes había hecho, los enteró de su intención, para que decidieran a cuál de los dos le dejaba sus bienes. No fue estudiado, ni lo pensaron, respondieron a coro: el destinatario sería él. Y así se hizo.
Cuando empezaron a cambiar las cosas, no había pasado un año todavía... El hombre empezó a trabajar mal, contraviniendo los pedidos de Justina, haciéndole desastres en el jardín y cobrando mucho más de lo acostumbrado. La mujer empezó a limpiar por donde ve la suegra' y a aparecerse cada vez más temprano, lejos del horario vespertino convenido. Justina no le reprochó el trabajo, pero le pidió que cumpliera el horario. Entonces la señora le dijo que no estaba dispuesta a sacrificarse por un horario y por lo tanto no vendría más. A él no le dijo nada... no tuvo oportunidad porque no lo volvió a ver.
Y ahí Justina volvió a recordar al astrólogo y maldijo la hora en que había aceptado aquella consulta, porque para muestra, ya iban cuatro testamentos más algunos otros trámites fallidos en el correr de toda su vida. Y esta vez, seguro que el deschave había acelerado las cosas.
'Bueno, Robles', se dijo, 'hasta aquí llegó tu amor'. Fue al escribano y cuando el profesional le preguntó a nombre de quién lo haría esta vez, le aclaró que ésta, sería una ¡re-vo-ca-ción! Ningún destinatario, bastaron para ella los trámites nefastos que le hicieron perder la amistad de tanta gente por una infame firma que lo pudre todo.
Tenía que creer o reventar, esta quinta vez estaba habilitando al fisco a ponerse en su contra, pero... ¿cuándo el fisco hizo algo beneficioso para ella?, ¡jamás!, así que no le importó para nada, lo malo por venir desde esa parte sería solamente más de lo mismo.
Y dejó de preocuparse por el futuro de sus bienes, porque al fin y al cabo, no se va a enterar de lo que pase. Justina Robles firmó por última vez, no tiene más testamento. Se siente aliviada y hasta le hace gracia imaginarse cómo se las va a arreglar el fisco con el legado que le va a dejar... si es que le deja algo...
Eliza
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