La monarquía británica vivió la mejor fiesta de afirmación que podría haber imaginado. Ante 2.200 millones de espectadores de televisión en todo el mundo y miles de personas en las calles de Londres, Guillermo de Inglaterra, segundo en la línea de sucesión al trono, contrajo matrimonio con Catalina Middleton, la que ha sido su novia durante una década y su prometida seis meses.
Nunca una boda fue tan celebrada en los palacios y en las calles, porque con su matrimonio la corona pretende cerrar crisis pasadas y mirar al futuro.
El artífice de ello fue Guillermo, el hijo de Diana de Gales, cuya muerte llevó a Isabel II a sus horas más bajas de popularidad y en el que están puestas todas las esperanzas para que sea el rey del siglo XXI, que conjugue tradición con cercanía y modernidad.
La ceremonia en Westminster tuvo pompa, solemnidad y sentimientos. Una combinación perfecta para una boda real, en la que hay que conjugar boato sin excesos, una pizca de emoción y cierta cursilería.
Fue una cita de grandes pamelas, sobrios chaqués y barrocos uniformes. En la calle fue una fiesta espontánea.
Cuando Guillermo y Kate pronunciaron la frase más esperada, "sí, quiero", el gentío estalló en vítores y aplausos.
Se sellaba así una historia de amor universitario y los británicos ganaban una princesa, una figura que añoraban desde que Diana les dejó.
En Kate, de 29 años, se aprecia a una joven tímida pero con carácter, que ha sabido entender lo que significa pertenecer a la familia real, una mujer que gusta a los británicos porque Guillermo la ha elegido siguiendo un guion muy distinto al que escribieron sus padres.
Diana, como quiso Guillermo, estuvo presente en la ceremonia. Se oyó su música favorita, en los bancos se sentaron sus amigos, como el fiel Elton John; acudieron los Spencer, hubo un hueco para los representantes de las ONG con las que Diana colaboró.
Y, por si alguien no reparaba en todo ello, Kate lucía en su mano derecha ese anillo de zafiro y brillantes.
Todo ello con Isabel II como testigo y con Camila, ahora esposa del príncipe de Gales, sentada en un lugar destacado. Y es que Guillermo ha encontrado el equilibrio entre el pasado tormentoso y los nuevos tiempos. Un pequeño ejemplo: una nieta de Camila fue una de las damas del cortejo.
Con una puntualidad exquisita se cumplió el guion.
Las campanas repicaron al llegar Guillermo a la abadía. Vestido con el uniforme de coronel de la Guardia Irlandesa compareció junto a su hermano Enrique, un perfecto padrino que le hizo más llevadera la espera, corta en el tiempo pero larga por los nervios.
Mientras Guillermo aguardaba, por la alfombra desfilaron reyes, príncipes y mandatarios. Las fanfarrias y el órgano sonaron cuando compareció la reina vestida de amarillo.
La novia no se hizo esperar. Llegó en un Rolls-Royce acristalado en la parte posterior que le permitió saludar a quienes la vitoreaban, pero mantener el secreto mejor guardado: su traje.
Cuando puso sus pies en el templo, las campanas tocaron alegres y se confirmó: la firma Alexander McQueen había diseñado su traje que combinaba tradición y modernidad. Su sencilla melena se adornaba con una diadema de Cartier que fue de la reina madre.
La escasa visibilidad para la mayor parte de los invitados permitió a los contrayentes disfrutar de una falsa intimidad. Guillermo siguió la tradición y solo miró a Kate cuando estuvo a su lado; eso sí, Enrique, más travieso, se volvió varias veces para darle información. En el templo la emoción aumentó cuando sonaron las piezas musicales.
Guillermo de Inglaterra y Catalina Middleton se convirtieron en matrimonio y en duques de Cambridge por deseo de la reina. En el exterior, el público estalló en vítores cuando adivinó a los novios.
Entonces la sonrisa de Kate se hizo aún más grande, más relajada, no así para Guillermo, preso de la emoción. El príncipe y la ya princesa se subieron al State Landau y recorrieron las calles de Londres camino de Buckingham.
Miles de personas aclamaron su paso y refrendaron su apoyo a esta pareja, en la que está depositada el futuro de la monarquía británica.
Detrás, en su carroza, Isabel II volvió a sonreír y lo hizo otra vez cuando acompañó a los novios en el balcón donde se dieron dos besos breves y tímidos, que a Guillermo le sonrojaron. Entonces su parecido con Diana fue aún mayor.
Fuente:El País
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