No es que la comida no alcance: es que la comida desapareció. Donde había un árbol de frutos, ahora se eleva una mata de yuyos estériles. El agua tampoco sirve, los peces vienen raros y acechan nuevas enfermedades, algunas imprecisas y sin nombre, lo que las vuelve letales.
El auto acaba de dejar la ciudad salteña de Tartagal para adentrarse rumbo a la frontera con Formosa y el Chaco a través de la ruta provincial 86, al sur del río Pilcomayo, un camino de ripio desecho por el barro de la última lluvia.
En una sucesión de imágenes pretéritas, pasan los ranchos de madera y adobe de las comunidades wichí que habitan esta región del país desde el principio de los tiempos, cuando el monte era tupido y el hambre una palabra ausente.
Ahora, en la zona, solo se habla de lo mismo. Los dirigentes indígenas que reciben en cada parada a los enviados del diario Clarín dicen que la desnutrición está matando a sus hijos y que no saben bien qué hacer: que un día los chicos tienen diarrea, otro día no, luego de vuelta – “duritos, se quedan”, dice Esteban Soruco, líder de la Misión Kilómetro 6– y así se mueren.
Pero sí comprenden el fondo de la cuestión, las razones de ese drama relativamente nuevo que les ha descalabrado la existencia. Y esos argumentos, siempre breves, no encuentran quien los refute.
Para explicar la muerte, señalan el horizonte: una lejanía sin selvas, de campos talados y vueltos a sembrar.
Entre fines de enero y principios de febrero, en el norte pobre de Salta murieron ocho menores wichí por causas relacionadas con la falta de alimentación.
Pero ese drama no es patrimonio exclusivo de una provincia, sino que se extiende por toda la región chaqueña –que incluye al Chaco, Formosa y el este salteño– y afecta a una cultura completa.
Dentro de ese corredor del hambre de más de 300 kilómetros cuadrados –la ruta que trazaron los enviados de este diario– viven entre 40 mil (según el Indec) y 80 mil (según organizaciones sociales) indígenas de la etnia wichí.
Supieron ser un pueblo nómade, acostumbrado a vivir de la pesca, la caza y la recolección, basados en una dieta equilibrada compuesta por esos mismos nutrientes tomados de la tierra.
Pero sus hábitos alimentarios se vieron alterados cuando el bosque nativo desapareció, barrido por los desmontes de la industria agropecuaria y el agua –hasta los mismos médicos que los ven morir lo confirman– se volvió una trampa.
Ahora dependen de la ayuda social para salir adelante y de aquello que con ese dinero pueden comprar en las despensas de la ciudad: galletas, gaseosa, mortadela. Pero ni siquiera eso es suficiente para todo el mes, porque esos planes asistenciales, bautizados Inclusión, Nacer, Vida, finalmente suelen quedarse cortos.
Según datos de la Secretaría de Ambiente de la Nación, entre 1998 y 2006 la superficie deforestada de todo el país fue de 2.295.567 hectáreas, más de 250.000 hectáreas por año, una hectárea cada dos minutos.
Solo en el departamento de San Martín, provincia de Salta, donde ocurrieron las ocho muertes por desnutrición, hasta 2008 se habían talado 308 mil hectáreas.
La ley de bosques, sancionada en 2007 y reglamentada en 2009, a pesar de las fuertes presiones de legisladores de provincias del norte, puso freno al proceso de degradación ambiental.
Pero el daño ya estaba consumado y las deforestaciones clandestinas, por otro lado, continúan.
El paisaje, por lo tanto, es otro: planicies sembradas de soja rodean pequeñas concentraciones de monte en medio de la tierra parcelada. Y dentro de ellos, como refugiadas en la yema de un huevo, subsisten las comunidades indígenas que todavía no dejaron su hábitat natural para migrar como muchos de ellos, en un éxodo lamentable, a la periferia de los centros urbanos.
“Es un proceso de asimilación asesino a la cultura del blanco”, dice la abogada Sara Esper, que asesora comunidades en litigios por la tenencia de la tierra y presentó en 2008 una denuncia por genocidio aborigen vinculada a la degradación del medio ambiente.
“Detrás de esa desnutrición –sigue–, está la destrucción del ecosistema del que obtenían su alimento. Por eso el hambre. Pero si las cifras oficiales hablan de 26 desnutridos, deben ser 300, porque ruta adentro los médicos no llegan”.
Camino adentro, la tala indiscriminada también modificó el clima. La temperatura es ahora más elevada y 50 grados promedio durante el verano representan la normalidad.
Bajo ese calor opresivo, Pedro Segundo, artesano de la comunidad Kilómetro 6, señala la soja que crece a menos de cien metros de su casa.
“Los zapallos nacen muertos, nuestra comida no es la misma. A la mañana escuchamos el ruido de las avionetas que fumigan no sé con qué y cuando sopla viento, viene todo ese olor, que no sabemos qué trae. Los médicos nos piden purificar el agua pero no siempre se puede”.
“Es real –dirá después Gladys Paredes, la jefa de pediatría del hospital Tartagal, a pocos metros de una sala con 12 niños internados por desnutrición–, la alimentación equilibrada se vino abajo, los wichí entraron en el mercantilismo y tomaron lo malo de nuestra forma de vida.
Había una miseria de más de 20 años, pero el desmonte la potenció y nadie puede dudar de que las fumigaciones los afectaron terriblemente. Hoy tenemos un aumento de los casos de leucemia, vinculados al cambio de las condiciones ambientales”.
Algo similar explica Roque Miranda, líder de la comunidad wichí Lapacho Mocho, en otro punto del mapa.
Es la máxima autoridad en un grupo integrado por 18 mujeres, 14 hombres y 45 niños. Tiene 52 años y no hablará más de lo necesario. Su aliento delata el olor rancio de la coca mascada.
Su hijo Freddy, de siete años, mira la escena con los ojos caídos y habrá que llevarlo al hospital para un chequeo urgente al final de la conversación, un camino de vuelta por esa ruta del hambre donde historias del mismo tenor se replican a cada lado del camino en la zona geográfica más olvidada de la Argentina.
“Hace diez años nosotros vivíamos con lo que necesitábamos –dice Miranda– pero vinieron las topadoras y la comida se acabó”.
El hombre invita a caminar por los bordes de esa burbuja mínima de monte a la que fue reducido su espacio. La sombra, un bálsamo frente al calor homicida norteño, se termina de manera abrupta cuando el dirigente comunitario arriba a un descampado de la superficie de varias canchas de fútbol.
“En 1996 –cuenta– acá teníamos bosque nativo, pero lo tiraron abajo y sembraron. Después vinieron las enfermedades que los médicos no saben decirnos qué son. Y no pudimos vivir más de la naturaleza, ya ni miel sacamos, todo este campo que nos rodea no sirve para más”, dice, y masca.
El caso de la comunidad Lapacho Mocho contra los empresarios que sembraron soja a su alrededor llegó a la Corte Suprema de Justicia de la Nación en 2002, que prohibió los desmontes en el espacio ancestral habitado por esa gente.
Fue el primer fallo a favor de una comunidad indígena del país del máximo tribunal, que en aquellos tiempos no había sido refundado por el kirchnerismo.
Pero la penuria no terminó. El daño ambiental no tenía vuelta atrás y la pobreza continuó enquistada en la vida de Miranda y los suyos.
El mediodía, ahora, se torna insoportable. Respirar, en esta tierra, se ha vuelto penoso. Es preferible no saber cuánto calor hace. Roque sienta sobre sus piernas al pequeño Freddy y explica que tiene vómitos y diarrea.
Muestra, también, unos brotes extraños que le salieron al chico sobre la piel. Dice que los médicos vinieron a revisarlo, pero no le dijeron nada y Freddy sigue igual.
Habrá que salir rápido y agitado, con padre e hijo en el auto de Clarín. En el hospital será todo más vertiginoso aún: los médicos, los ojos llorosos de Freddy, una inyección, el suero, la rehidratación, el aviso de la enfermera de – “Este chico quedará internado”–, el silencio del padre, la brevedad de sus gestos de resignación, una resignación eterna.
Fuente:Clarín
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