Wassim, de 45 años, es de Damasco. Dejó Siria en 2004 huyendo del servicio militar para venir a España y desde 2010, no ha regresado ya a la capital de su país. Adonde sí ha vuelto con regularidad desde que, en marzo de 2011, dio comienzo la devastadora guerra civil siria, es a ciertas zonas del norte del país en las que su organización, Palmira, desarrolla proyectos de ayuda humanitaria.
Y entre ellas, a la
gobernación de Idlib, donde nadie
ha olvidado todavía las atrocidades “patrocinadas” por Sergei Surovikin, de 56 años, el mismo general ruso que ordenó
bombardear Kiev el pasado lunes en represalia por el sabotaje del puente de
Crimea, tras asumir el mando de las fuerzas de su país a instancias del
propio Vládimir
Putin.
Surovikin estuvo al
frente de la soldadesca rusa y los mercenarios del grupo Wagner desplegados en Siria en dos ocasiones: desde
marzo a diciembre de 2017 y desde marzo a abril de 2019. El ataque químico contra la ciudad de Jan
Sheijun, situada al oeste de la provincia de
Idlib, tuvo lugar el 4 de abril de 2017. Es decir, pocos días después de que el
también llamado “carnicero
de Siria” asumiera por primera vez el mando.
“Yo fui a Idlib varias veces”, cuenta Wassim. “Allí bombardeaba siempre las barriadas de civiles que hay alrededor de la ciudad. Fueron destruidas todas las instalaciones de atención médica y también nueve escuelas de los suburbios. Lo mismo sucedió en Alepo. ¡No dejaron en pie ni un solo hospital! Los rusos tenían las coordenadas de los centros sanitarios que proporciona una agencia de Naciones Unidas para que los contendientes de la guerra no golpeen esos objetivos y las utilizaban al revés: para hacerlas pedazos deliberadamente”.
Las fuerzas enviadas por el Kremlin para apoyar al régimen no respetaron nada.
“Cualquier forma de
vida era un objetivo”, asegura, por otro lado, un informe de Human Rights Watch, que menciona a Surovikin junto a otros oficiales de
alta graduación a propósito de la campaña apoyada por los rusos para recuperar
el control de Idlib.
Mercados, colegios,
campamentos de desplazados, cuatro áreas residenciales, una prisión, un estadio
de fútbol e incluso una oficina de una ONG y una guardería fueron alcanzados
por sus bombas. Los hechos se investigaron en su día y jamás se halló un solo objetivo militar camuflado entre las infraestructuras civiles que
justificara ataques tan salvajes como esos. Ignorar las leyes de la guerra era
la marca de la casa del general siberiano Surovikin, pero no era el único.
“Los consejeros
militares rusos estaban ya presentes en Siria desde los tiempos de la Unión
Soviética”, explica Wassim Zabad. “Todo era ruso en mi país en la época de la
URSS: los oficiales y pilotos del Ejército de Siria eran entrenados en las
academias de los comunistas. A partir de octubre de 2015, Putin tomó la decisión de
intervenir directamente y de aumentar el
volumen y la calidad de los suministros militares. La participación de Rusia
desequilibró las fuerzas casi de inmediato y gracias a su ayuda, el régimen
pasó de controlar menos de la mitad de Siria a reconquistar Alepo, el sur del
país o los suburbios de ciudades como Homs, Hasaka o Deir Ezzor”.
Para impedir que la dictadura de al-Assad se derrumbara ante el avance de los yihadistas del ISIS y Al Nusra, por un lado, y de las milicias de la oposición, por otro, generales como Surovikin o su predecesor en Ucrania y Siria, Alexander Dvornikov — apodado también “el carnicero”— , se sirvieron sobre todo de su aviación, mucho más precisa y moderna que la que venía utilizando el régimen. “Tenían mercenarios de la Wagner desplegados sobre el terreno. Aunque Moscú no reconocía su presencia, hay vídeos por ahí en las redes donde se pueden contemplar las brutalidades que cometían”, añade Wassim.
Una de las grabaciones
más famosas, registrada en Deir ez-Zor en 2017, muestra a un grupo de militares rusófonos torturando a un
recluta, Hamada Al-Taha, que intentaba escapar
al Líbano para eludir el servicio militar obligatorio. Los soldados de fortuna
golpean con un mazo al hombre mientras ríen, borrachos, para después
decapitarlo y patear su cabeza como un balón de fútbol. El vídeo fue divulgado
a través de una cuenta de la red social VK vinculada a la Wagner, una compañía
militar privada propiedad de Evgeni Prigozhin,
el amigo personal de Putin que hace algunas semanas reclutó asesinos convictos
en las prisiones rusas para luchar en los frentes orientales.
En efecto, lo que marcó la diferencia en Siria
fueron los bombardeos de civiles.
Según Wassim Zabad, “su objetivo era aterrorizar a la población para que volviera bajo la tiranía de al-Assad.
Ha sido mucho peor que en Ucrania porque, al menos, en Ucrania, los rusos están
bajo la lupa de la prensa occidental. En mi país, un 80 o 90 por ciento de las víctimas
eran civiles. Hace poco han hablado dos enterradores
sirios desde Berlín que han revelado cómo fueron contratados por los militares
para excavar fosas comunes donde fueron sepultadas miles de personas: niños,
mujeres, personas muertas por inanición...”.
Tan solo en el ataque
aéreo realizado contra Jan Sheijun con armas químicas fallecieron 89 personas y
se hirió a otras 541. No había un precedente de bombardeo más mortífero desde
que el régimen había gaseado a 1.400 personas en 2013 en el área de Guta. Una
vez más, Surovikin no solo salió impune por los actos criminales que pisoteaban
las leyes de la guerra, sino que fue condecorado como Héroe de Rusia, la cual ejerció su derecho de veto en Naciones
Unidas para impedir que los hechos fueran investigados.
“Vivíamos escondidos en los sótanos
porque no podíamos salir a la calle y arrojaron misiles con sustancias tóxicas
que mataron a mucha gente”
Mahrous Mazen,
activista opositor sirio
El activista sirio Mahrous Mazen no estuvo en Idlib cuando el “carnicero” de
Novosibirsk y el Gobierno de Damasco arrojaron gas sarín contra civiles
inocentes, pero se hallaba en la ciudad de Daraa, en Guta Oriental, cuando
tuvieron lugar los dos ataques con armas químicas: el mencionado de agosto 2013
y el de abril de 2018, con los rusos ya sobre el terreno. En el primero se
utilizaron misiles tierra-tierra cargados con sarín y en el segundo se lanzó
una carga útil de cloro desde un helicóptero contra un edificio
residencial. Las
escenas que vivieron los civiles fueron apocalípticas.
“Vivíamos escondidos
en los sótanos porque no podíamos salir a la calle y arrojaron misiles
con sustancias
tóxicas que mataron a mucha gente”,
cuenta Mazen desde Siria, en conversación telefónica. “Uno cayó justamente al
lado de lugar donde nos ocultábamos. Tenía un aspecto raro y fuimos a visitarlo
de mañana mientras nos llegaban las noticias de lo que había sucedido en otro
barrio. Tuvimos suerte de que no explotara. En 2018, cuando tuvo lugar la
masacre, estaba en marcha una campaña militar coordinada por las fuerzas de
Moscú y apoyada por sus aviones”.
“Los
rusos tienen fama de crueles”,
dice otro joven de Daraa (Siria), periodista de 24 años, conocido como Okba.
“Cuando entraron a Siria con sus aviones, en 2015, cambiaron por completo la
situación. Hasta ese momento, los grupos militares de la oposición y los
islamistas dominaban militarmente al régimen y sus aliados iraníes, pero a
partir de ese momento, las fuerzas enviadas por el Kremlin comenzaron a
utilizar una estrategia que les funcionó muy bien: bombardear con la aviación
objetivos civiles localizados en las ciudades cuyo control trataban de
recuperar. En el norte, llegaron a echar abajo escuelas con los niños dentro”.
Los acontecimientos
que menciona también se produjeron con Sergei Surovikin al mando de las fuerzas
rusas desplegadas en Siria. Claro que el “carnicero” no es el único responsable
militar del Kremlin que ha masacrado a los civiles para doblegar a sus
enemigos. En agosto pasado, murieron siete niños sirios en un mercado de la
ciudad de Al Bab en medio del desinterés de la Prensa occidental. Tanto Okba
como Wassim coinciden en que Siria se halla fuera del radar de la opinión pública internacional.
“Había una familia que vivía a trescientos metros de mi casa de Daraa”, prosigue Okba. “Su hijo combatía con la oposición; fue herido en la batalla y lo evacuaron a Jordania para que le atendieran en un hospital. Perdió una mano pero se recuperó, así que su familia se reunió para celebrar su vuelta. Una noche, mientras dormía en casa de mi abuelo, escuché una explosión fuerte y salí a la calle a ver qué había sucedido. Un helicóptero del régimen había arrojado barriles explosivos en el edificio donde celebraban la vuelta de aquel chico. ¡Acabaron con la vida de 18 de las 22 personas!”.
Así actuaba Surovikin en Alepo o en
Idlib durante los once meses que, en total, comandó las tropas rusas en Oriente
Medio. Claro que no fue este general quien ideó la estrategia del bombardeo
intensivo contra objetivos civiles situados en los arrabales urbanos, sino el
mencionado Alexander Dvornikov, a quien Surovikin acaba de reemplazar.
“Todos los generales
rusos han pasado por Siria durante los últimos años y cada uno de ellos podría
ser llamado 'carnicero'”, decía esta semana un consejero del ministro ucraniano
de Interior, Vadim Denisenko. La afirmación es razonable. Ni siquiera el
bombardeo de objetivos residenciales en ciudades como Kiev es una estrategia
rusa nueva en Ucrania. Tratar de quebrantar la moral de resistencia de la población
ocupada asesinando a los civiles es
algo que Surovikin y otros generales ya habían hecho antes, primero, en
Mariupol, y luego, en Nikolaev o Zaporiya.
Por otro lado, la vileza de sus tácticas sirias de guerra no impidió que el “matarife de Siberia” cosechara grandes fracasos en el campo de batalla. Uno de los más notorios tuvo lugar en Deir ez-Zor, cuando no fue capaz de bloquear el avance de las tropas kurdas hacia los campos petrolíferos, lo que puso en las manos de las fuerzas de Rojava tres cuartas partes del crudo del país. A pesar de ese y otros fiascos, la Prensa de Moscú lo presentó tras la derrota de ISIS como el principal artífice de los éxitos militares cosechados por Putin.
Esta semana, ni siquiera los diarios rusos han tratado de disimular su proverbial fama de crueldad, solo que, en lugar de criticar esa conducta, se refieren a ella como la clase de atributo que convierten a Surovikin en el mejor de los bomberos posibles para poner fin a los reveses militares rusos en Ucrania.
Sus adversarios rusos dicen de él que es una persona introvertida y con un nivel cercano a cero de empatía que, en ausencia de cualidades destacadas y de talento, ha tratado de suplir su mediocridad con un total sometimiento a sus superiores. Por el contrario, trata con total desprecio a sus subordinados en el Ejército y a las clases sociales inferiores. Surovikin nació el 11 de octubre en Novosibirsk, la ciudad más poblada de Siberia.
Se graduó como
militar en la Escuela Superior de todas las Armas de Omsk en 1987. Por donde ha
pasado ha dejado un rastro de cadáveres, y no siempre en el campo de batalla.
Lo verdaderamente sorprendente es que su imagen de héroe se ha forjado en Rusia, justamente gracias a algunos de esos crímenes por los que podría ser juzgado eventualmente en el Tribunal de Derechos Humanos de La Haya.
Su primer encontronazo con la Justicia de su país tuvo lugar en Moscú, durante el golpe de estado contra el entonces presidente Mijail Gorbachov, la noche del 20 al 21 de agosto de 1991. Mientras decenas de miles de personas se reunían alrededor de la residencia presidencial para protegerla de un ataque de las tropas que habían entrado a la ciudad, una columna de 21 vehículos comandada por Surovikin avanzaba por el Anillo de los Jardines. Al llegar al túnel de Kalininsky Prospekt, el oficial golpista se topó con una barricada de sacos de arena, automóviles y un trolebús volcado que ordenó embestir.
En el tirafloja,
los militares a su mando dispararon. Las balas rebotadas acabaron con las vidas
de tres personas, incidente por el que Surovikin fue en su día investigado y
encontrado no culpable.
Cuatro años más tarde, mientras estudiaba en la Academia Militar Frunze, le acusaron de vender ilegalmente una pistola. Fue condenado a un año de libertad provisional aunque, con el tiempo, los cargos fueron retirados. Nueve años después, en 2004, se le acusó de golpear al coronel Viktor Tsibizov cuando servía en el distrito de Verj-Isetsky.
No había transcurrido
un mes cuando fue investigado
por empujar al suicidio a otro subordinado,
el coronel Andrei Shtakal. Nunca llegó a ser imputado formalmente pero ambas
anécdotas dan fe de su personalidad violenta y sus tendencias sicopáticas.
Sus primeras violaciones conocidas de las leyes de la guerra se documentaron en 2005, durante la llamada Segunda Guerra de Chechenia. “Es un perro rabioso y sanguinario”, relata por teléfono a EL ESPAÑOL | Porfolio el opositor checheno Borz Alí Ismailov. “Matará hasta el final, junto con su padre Putin, ¡porque son bestias con forma humana! Tenemos una lista entera de aldeas chechenas donde los hombres a su mando en la 42 División de fusileros, y también a las órdenes de otros dos generales; robaron y asesinaron como salvajes a civiles, exactamente igual que ocurrió este año en Bucha”.
Es un hecho probado
que, como dice Ismailov, de 62 años, la presencia de Surovikin en Chechenia y
sus bravuconadas no pasaron desapercibidas ni siquiera entre las filas del
Ejército de su país. En 2005, el general juró asesinar a tres nativos del Cáucaso por cada uno
de los nueve soldados de su regimiento que,
supuestamente, habían muerto durante una misión de reconocimiento.
Una investigación
acerca del modo en que perdieron la vida sugería que, o bien fallecieron
accidentalmente por fuego amigo o como consecuencia de una pelea entre
ellos. Se
dijo que iban bastante intoxicados y que uno de ellos disparó un lanzagranadas
en el interior de la vivienda.
Lo interesante a propósito de Surovikin es que algunos días después concedió
una entrevista al diario Krasnaya Zvezda y
aseguró que había cumplido su compromiso de venganza.
Cuando el corresponsal de ese periódico le preguntó qué contratiempos había enfrentado para abatir a 24 chechenos, el general comenzó a quejarse de las absurdas normas militares que, en su opinión, comprometían su eficiencia: "Tratamos de seguir la letra de la ley pero créeme, es muy difícil […]. La guerra es la guerra. Y a veces es difícil para las fuerzas especiales distinguir si junto a los bandidos viaja algún civil más en la cabina de un vehículo. Ocurre que abrimos fuego e inmediatamente le ponen las esposas al oficial e inician una causa penal”.
Tal y como refería
esta semana el digital ruso Nuevos Tiempos,
un mes después de ese episodio, resultó que Surovikin se encontró en esa misma
situación como consecuencia de una operación punitiva en el pueblo de Borozdinovskaya, la mayor población del Daguestán. Varios chechenos leales a Moscú habían sido
asesinados y entre ellos, un policía. El oficial envió diez vehículos militares
a la localidad y soldados enmascarados de su división se diseminaron por el
pueblo y condujeron a los hombres a una escuela local. Todos los varones,
incluidos ancianos y adolescentes, fueron pateados y golpeados con las culatas
de los rifles. Los mantuvieron sobre el suelo hasta la noche, a pesar de la
lluvia torrencial. Once
desaparecieron. Antes de marcharse, prendieron fuego a
cuatro casas.
Surovikin jamás
castigó a los subordinados que torturaron y asesinaron a la población civil. La
guerra es la guerra. Nunca llegó a pagar tampoco por el secuestro de los
habitantes de Borozdinovskaya. Muy al contrario, siguió trepando por el escalafón
militar de su país hasta convertirse por decreto presidencial, en 2017, en
comandante de las Fuerzas Aeroespaciales.
Ahora es, además, el hombre de confianza de Putin en Ucrania, la clase de
soldado a la que se
le toleraría cualquier cosa a condición de que revierta el nuevo rumbo de la
guerra.
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