Al leer el libro “Orden de embargo”, de Bill Browder, bien pudiera uno pensar que se trata de una historia de película; o bien, un relato propio de las novelas de suspenso y espionaje de John Le Carré. Pero no. Lo que cuenta el inversionista británico no es más que la historia detallada de cómo se convirtió en el enemigo público número uno de Vladimir Putin.
En la década de los 90, Browder renunció a la ciudadanía norteamericana y obtuvo la británica. En esos años de inestabilidad política, social y económica en la Rusia postsoviética creó el fondo de inversión Hermitage Capital Management y llegó a ser el mayor inversor extranjero en suelo ruso hasta 2005. Algo que, asegura hoy, fue “el mayor error” de su vida.Vladimir Putin llegó al poder en 2000. Unos pocos años bastaron para que el empresario británico viviera en primera persona cómo era hacer negocios en la nueva Rusia. Todas las compañías en las que invirtió en el país “fueron desvalijadas por oligarcas rusos y funcionarios corruptos”. Muchos de sus colegas aceptaban eso como el “coste” de hacer negocios con Rusia. Él, en cambio, no estaba dispuesto a aceptarlo. Decidió “luchar” y comenzó a investigar -junto a su equipo- cuánto dinero se habían robado.
Lo que seguramente no pensaba Browder era todo lo que se encontraría en el camino: un extenso entramado de corrupción, asesinatos, amenazas, torturas y, sobre todo, la convicción de Putin de hacer lo que fuese necesario “para salvar su dinero y su poder”. “Llegó un momento en que mis actos condujeron a una serie de desastrosas consecuencias”, afirma en su último libro.
En noviembre de 2005, el presidente ruso declaró que Browder era “una amenaza para la seguridad nacional”, y lo expulsó de Rusia. El inversionista se fue a Londres con su familia y su equipo de trabajo, que incluía al oficial jefe de operaciones, Ivan Cherkasov, y al jefe de investigación, Vadim Kleiner. Un año y medio después, en un operativo a cargo del teniente coronel Artem Kuznetsov, oficiales del Ministerio del Interior asaltaron la oficina de Hermitage Capital Management en Moscú, y la oficina del joven abogado de Browder: Serguéi Magnitski. Ese fue el inicio de una verdadera persecución contra el inversor británico y su entorno.
En junio de 2008, Magnitski descubrió que un grupo criminal había utilizado las empresas robadas a Browder para solicitar un reintegro de impuestos fraudulentos de 230 millones de dólares. “Era la misma cantidad de impuestos que habían pagado nuestras empresas en 2006, después de liquidar nuestros holdings en Rusia”. Gran parte fue transferida a un oscuro banco ruso llamado Universal Savings Bank, propiedad de un tal Dmitri Klyuev, de quien poco se conocía. “En realidad no se lo podía llamar banco (…) Era una empresa fantasma especializada en blanquear dinero”.
El objetivo era sencillo: hacer creer que Browder y los suyos habían robado esos 230 millones de dólares. El Ministerio del Interior convocó a los abogados de la firma para interrogarlos. Dos de ellos huyeron del país. Pero uno se quedó: Magnitski. El Ministerio del Interior imputó -con pruebas falsas- a los dos que huyeron. Sin medir las consecuencias, Magnitski testificó ante el Comité Estatal de Investigación -el FBI ruso- que el mismo grupo criminal que había robado las empresas de Browder, también había robado los 230 millones en cuestión. Días después, las autoridades asaltaron su casa y se lo llevaron, en una operación también dirigida por Kuznetsov.
A finales de la primavera de 2009, llegaron las primeras denuncias de torturas en prisión al joven abogado. En el crudo invierno ruso casi muere congelado por estar recluido sin calefacción y sin vidrios en las ventanas. Las autoridades querían obligarlo a renunciar a su testimonio contra Kuznetsov y el comandante Pavel Karpov, y a firmar una falsa confesión para hacerse responsable del robo de los 230 millones de dólares bajo instrucciones de Browder. Pero nunca cedió antes las presiones y torturas. Después de siete meses su salud se deterioró notablemente. Le habían diagnosticado pancreatitis y cálculos biliares, por lo que necesitaba una operación, que fue programada para el 1 de agosto de 2009.
Una semana antes de la intervención, los secuestradores volvieron a intentar que firmara la confesión. Como se volvió a negar, lo llevaron a una cárcel de máxima seguridad, llamada Butirka, “un agujero del infierno considerado una de las peores prisiones de Rusia, sin instalaciones médicas adecuadas”. Allí su salud empeoró y se le negó todo tipo de tratamiento. La noche del 16 de noviembre de 2009, Magnitski -que estaba en estado crítico- fue transferido a otro centro penitenciario al otro lado de la ciudad.
Al llegar, en lugar de derivarlo a urgencias, “lo pusieron en una celda de aislamiento, lo encadenaron a una cama y ocho guardias antidisturbios le golpearon con porras de goma hasta que Serguéi murió”. Tenía apenas 37 años. Las autoridades indicaron que había muerto de un “fallo cardíaco”. Lo cierto es que había pagado con su vida el haber denunciado por estafa y corrupción a Putin.
La causa Magnitski se volvió una cuestión personal para Browder, quien empezó una cruzada en busca de justicia para su abogado y amigo.Yevgenia Albats, una de las periodistas de investigación más importantes de Rusia, informó que se había pagado un soborno de 6 millones de dólares a agentes del Servicio Federal de Seguridad (FSB, por sus siglas en inglés) para arrestar a Magnitski y cubrir el fraude de los 230 millones. “Serguéi había sido asesinado por dinero”.
Entre los más de 1,3 millones de transacciones de múltiples bancos rusos que recibió el equipo de Browder había decenas de miles de nombres de empresas, números de cuentas e importes. Entre las figuras más visibles se encontraban el comandante Karpov, el teniente coronel Kuznetsov y el incógnito Klyuev. Todos ellos usaban trajes italianos, relojes suizos, y pasaban gran parte de su tiempo gastando el dinero en fiestas y lujosas vacaciones en diferentes partes de Europa. Sobre todo, los dos primeros, que no tenían reparos en compartir imágenes en redes sociales. A sus hijos los enviaban a internados en Suiza, y a sus mujeres a costosos spas en la Costa Azul o a desfiles de moda en Milán.
Tal desfalco y fraudes millonarios eran burdos y obscenos, pero al mismo tiempo eran difíciles de probar. Por eso representó un gran logro para Browder y su equipo haber llegado a dar con un denunciante interno llamado Alexander Perepilichni, quien se había desempeñado como banquero privado de Vladlen Stepanov, esposo de una alta funcionaria de Hacienda rusa. Él tenía pruebas de que 11 millones de dólares de los 230 millones defraudados habían ido a parar a cuentas en Suiza, y estaba dispuesto a colaborar.
A la par, Browder ya había puesto en marcha en Estados Unidos una propuesta legislativa: la Ley Magnitski, en homenaje a su amigo. Ésta tenía como objetivo prohibir visados y congelaría los activos de los rusos que violasen los derechos humanos. La propuesta recibió el apoyo de ambos partidos -republicanos y demócratas-. Pero para que “doliera realmente” a Putin y los oligarcas rusos, se necesitaba una Ley Magnitski europea. Tarea para nada sencilla, ya que la Unión Europea tenía -antes del Brexit- 28 Estados miembros, “y estaba salpicada de zonas de apoyo a Putin por todas partes”.
Para eso necesitaba a algunos rusos que ayudaran a denunciar la corrupción y las violaciones a los derechos humanos del régimen ruso.
En el marco de un foro en Finlandia, el inversor británico conoció a Boris Nemtsov, quien había sido un destacado funcionario durante el gobierno de Boris Yeltsin y se había convertido en uno de los críticos más férreos del régimen de Putin. Al igual que Perepilichni, accedió unirse a la causa.
El 15 de noviembre de 2010, el régimen ruso culpó formalmente a Magnitski de robar los 230 millones de dólares. Lo vincularon, además, con tres hombres que aparecieron extrañamente muertos: Oktai Gasanov, Valeri Kurochkin, y Semion Koroeinikov. Browder asegura que “el modus operandi de Klyuev era cometer delitos y culpar de esos delitos a algún muerto”.
Vadim Kleiner contactó a una de sus fuentes más confiables en Moscú, un hombre al que llamaban Aslan que había servido en la FSB. Al preguntarle por Klyuev, fue contundente: “Simplemente hablar de él ya es peligroso. Es un gran jefe de mafia”. Y le advirtió: “Van por Browder y a por todos vosotros. Ten cuidado”. Y no mentía. En un viaje a Mónaco, adonde el inversor había asistido para exponer sobre la Ley, aparecieron sorpresivamente Klyuev y Pavlov. Ambos se movían con credenciales de la delegación rusa de la OSCE, sin ser funcionarios de Gobierno. Su presencia allí era todo un mensaje, nada estaba librado al azar.
Además, intentaron convencer a funcionarios de Estados Unidos de retirar de la agenda del Congreso la Ley Magnitski. Su presencia “terminó confirmando los nexos del Gobierno con el crimen organizado”.
Los rusos sabían que Browder estaba en tierras monegascas. Y se lo hicieron saber una noche en la que una bella mujer que se identificó como Svetlana se le presentó al empresario en un cóctel, y luego, al regresar al hotel, le envió un correo electrónico para volverse a ver esa misma noche. Browder nunca respondió. Inmediatamente entendió de qué se trataba todo.
No era una mujer que se había enamorado de él en los pocos minutos que compartieron; era una agente enviada por el FSB ruso.
Moscú no quería dejar ningún cabo suelo. Mientras perseguía y enviaba sutiles mensajes a Browder, ya había empezado a presionar a Perepilichni. Las autoridades pretendían que declarara que el dinero de los Stepanov no provenía de actividades ilícitas. Pero como ya había colaborado con Browder, si accedía a las exigencias de Moscú, el problema lo iba a tener con las autoridades suizas. Estaba en una encrucijada. Pese a las amenazas rusas, no accedió, y en abril de 2012 se sentó ante la fiscal suiza Maria Bino y declaró formalmente sobre el caso de blanqueo de dinero que implicaba a los Stepanov. Ya se había convertido en uno de los testigos estrella del caso Magnitski.
En noviembre de ese año viajó a París con su amante, una hermosa joven ucraniana. En la capital francesa gastó miles de euros en un hotel de lujo, compras y comidas en restaurantes con estrellas Michelin. La última noche se sentía mal, pero al día siguiente mejoró y se despidieron en el aeropuerto. Volvió a Londres, adonde había huido con su familia; por la tarde salió a correr, volvió a sentirse mal y de repente cayó al suelo. El chef de su vecino lo vio, salió a socorrerlo, y vio que de su boca salía una espuma verde. Ese 10 de noviembre de 2012 lo declararon muerto. “Otro testigo del caso Magnitski estaba muerto”.
La Rusia de Putin seguía enviando terroríficos mensajes a Occidente.
Pero la Ley Magnitski siguió adelante en Estados Unidos. Seis días después de la muerte de Perepilichni, la cámara de representantes aprobó la ley por gran mayoría. Luego recibió luz verde en el Senado, y el presidente Barack Obama la firmó el 14 de diciembre de 2012. “Era la primera vez que Estados Unidos de América sancionaba a Rusia desde la Guerra Fría, y Putin estaba rabioso”.
En una de sus conferencias anuales acusó directamente a Magnitski y a Browder de “delitos económicos”. Aseguró, además, que el abogado ruso nunca había sido torturado, y que su muerte se debió a un ataque cardíaco. Si Putin ya se refería al caso públicamente, el paso siguiente eran acciones judiciales. Una semana después, un tribunal de Moscú estableció una fecha para juzgar al empresario británico “in absentia” y a Magnitski. Sería el primer juicio a una persona muerta en la historia de Rusia. El 10 de julio de 2013 ambos fueron hallados culpables de evasión de impuestos criminal. Con la condena en mano, el Kremlin pidió una notificación roja de arresto contra Browder, pero la agencia internacional la rechazó por estar motivada políticamente.
Pero después de esa solicitud, aunque Interpol la rechazó, cada vez que Browder cruzara una frontera internacional existía un riesgo real de ser arrestado y extraditado a Rusia. Como le ocurrió en España, en un hotel de Madrid en 2018. Tras vivir una jornada casi de película, finalmente lo liberaron. Ese día realmente se vio cerca de terminar en la fría Rusia. Browder sabía que caer en manos rusas lo llevaría tarde o temprano a la muerte.
Con el paso de los años cada vez eran más las órdenes de embargos contra activos de funcionarios rusos. Al ver que esto avanzaba, Rusia necesitaba de actores cercanos a sus adversarios. Así es que contrataron al bufet de abogados BakerHostetler, de John Moscow, para defender a Prevezon, un holding inmobiliario con sede en Chipre. El mismo John Moscow que había defendido a Browder al comienzo de la causa, ahora lo haría para los rusos. Al inversor británico y a su equipo le exigían detalles de seguridad personal, copias de sus pasaportes y visados de los últimos 20 años, además de sus comunicaciones con Interpol y la Unión Europea. “Aquellas citaciones me parecían más una recogida de información de la inteligencia rusa que nada que tuviera que ver con un caso ante los tribunales de Estados Unidos”.
Después de varias audiencias, ásperas sesiones judiciales ante el juez Thomas Griesa en Nueva York, y cambios de abogados, finalmente Browder ganó el caso. Pero sabía que la persecución rusa seguía latente. Lo vivió en carne propia cuando en unas vacaciones en Aspen unos hombres rusos se acercaron a sus hijos preguntando por él; o cuando fue abordado por dos hombres en Nueva York a la salida de una entrevista por su libro
“Notificación roja”.
En medio de su extensa gira para presentar ese libro, Browder se enteró en Ámsterdam (Países Bajos), a pocos minutos de comenzar una entrevista, que Boris Nemtsov, aquel ex funcionario ruso que había accedido a sumarse a su causa, había sido asesinado a pocos metros del Kremlin. Al igual que Magnitski y Perepilichni, Nemtsov se sumaba así a una larga lista de extraños asesinatos. Este crimen era particular porque se había dado, supuestamente, en una de las zonas más custodiadas del país.
Pero el Gobierno dijo que todas las cámaras de vigilancia que rodeaban el puente Bolshoi Moskvoretski se habían apagado para “mantenimiento” la noche anterior. Eso no fue todo. Tras el asesinato, en lugar de investigar el caso y buscar a los responsables, las autoridades asaltaron el apartamento de Nemtsov y se llevaron pertenencias. Ya ni los propios rusos creían las historias del Gobierno, y dos días después miles de personas salieron a las calles para exigir justicia.
El confidente más estrecho de Boris Nemtsov era Vladimir Kara-Murza, vicepresidente de la ONG Rusia Abierta. Después de encabezar un par de actos contra Putin en Moscú, fue envenenado. Pero, a diferencia de su amigo, logró sobrevivir.
Algo similar ocurrió con Nikolai Gorojov, ex fiscal de Rusia y abogado de la familia Magnitski.
En 2015 se convirtió en un testigo clave del gobierno de Estados Unidos en el caso Prevezon.
Estuvo casi dos meses en Nueva York junto a su familia para brindar testimonio ante las autoridades norteamericanas. Luego, a pesar de las amenazas, volvió a Rusia. El 21 de marzo de 2017, Nikolai cayó del quinto piso del edificio donde vivía en Moscú. Después de 10 días, salió del hospital. Pero las autoridades siguieron acosándolo a él y su familia: presentaron citaciones judiciales para los tres, incluida su hija de 15 años. A él le quisieron hacer firmar un documento que decía que lo que había sufrido había sido un accidente. Pero lo cierto es que el día de la caída tres personas se presentaron para entregar el jacuzzi que había comprado Nikolai; dos mintieron en su declaración, y el tercero, el que había estado en el techo junto a él, nunca apareció. El caso nunca se investigó.
Además de los envenenamientos, asesinatos, intimidaciones, amenazas, y causas judiciales, el Kremlin también apeló a exhaustivas campañas de desprestigio y desinformación, encabezada por la abogada Natalia Veselnitskaya. Hasta el fiscal general, Yuri Chaika, llegó a publicar un artículo en Kommersant, uno de los principales periódicos del país, en el que recapitulaba todas las acusaciones que había hecho Baker Hostetler contra Browder y Magnitski.
Serguei Rodulgin es chelista y mejor amigo de Putin; es señalado de ser el testaferro del presidente ruso
Cuando se destapó el escándalo de los Panama Papers en 2016, salió a la luz el nombre de Serguéi Roldugin. Un simple chelista, que era el mejor amigo de Putin. Las investigaciones periodísticas arrojaron que, además de su afición por la música, controlaba empresas que habían acumulado miles de millones de dólares desde el año 2000, justo cuando su gran amigo había llegado al poder. “Ese chelista estaba sirviendo como testaferro de su viejo amigo Putin”.
Al conocerse este caso, el equipo de Browder descubrió que Roldugin había recibido 800.000 dólares de una cuenta de un banco lituano. Esa cuenta pertenecía a una empresa fantasma llamada Delco Networks, que estaba en el sistema de bancos y entidades implicadas en el fraude de los 230 millones de dólares. Después de dejar Rusia, el dinero había pasado a través de una serie de bancos en Moldavia, Estonia y finalmente, Lituania. Eso era más que un simple hallazgo. Ya no había dudas: todos los caminos del complejo entramado de corrupción conducían nada menos que a Putin. Por eso su desesperación por encubrir el fraude que había investigado Magnitski y por el que dio su vida.
“Putin necesita que otros tengan su dinero, para que ningún rastro documental conduzca hasta él. Para eso necesita personas en las que pueda confiar. Roldugin era una de esas personas”, apunta Broweder en “Orden de embargo”.
Mientras tanto, en Estados Unidos de América, Donald Trump se había convertido en el candidato republicano, en el verano de 2016. Sin dudas no era una buena noticia para Browder y su cruzada, ya que el magnate había manifestado en varias oportunidades su simpatía con Putin.
Finalmente se impuso en las elecciones sobre Hillary Clinton, y en los meses siguientes empezaron a conocerse estrechos vínculos entre Moscú y su equipo de campaña. Se llegó a deslizar, incluso, que los rusos tenían material comprometedor de Trump: “Putin teóricamente podía chantajear al presidente de Estados Unidos”.
Browder tenía razones para estar preocupado. Su mayor temor era que Trump hiciera un trato con Putin y lo entregara a Moscú. Y en un momento esa posibilidad estuvo en la mesa.
Mientras Trump y Putin celebraban una cumbre en Helsinki, Browder disfrutaba de sus habituales vacaciones en las montañas de Aspen. Allí fue donde escuchó que el presidente ruso sugirió intercambiar 12 funcionarios rusos por él inversor. Pero lo que más lo inquietó fue la respuesta del jefe de Estado norteamericano, quien en ese momento, ante los ojos del mundo, afirmó que se trataba de “una oferta increíble”.
Esas palabras generaron un gran revuelo en Estados Unidos de América. Browder ofreció decenas de entrevistas a los principales medios internacionales para advertir qué le ocurriría si lo entregaban a Moscú: “Expliqué que Putin me odiaba mucho porque la Ley Magnitski ponía en peligro su poder y su fortuna. También expliqué que me metería en una prisión rusa donde sería torturado y quizá al final asesinado, igual que Serguéi”. Después de una ola de rechazos por parte de funcionarios norteamericanos, finalmente el gobierno de Trump se echó para atrás y aseguró que no consideraba la oferta de Putin. “Nadie sería entregado a los rusos”.
Casi 13 años después del brutal asesinato de Magnitski, la ley que lleva su nombre ya fue aprobada en 34 países, y gracias a ella han sido sancionados más de 500 individuos y entidades de todo el mundo. Putin sigue en el poder y hoy en día libra una sangrienta guerra en Ucrania. “Si Rusia llega a ser alguna vez realmente democrática, los futuros rusos se basarán en esos monumentos legales para construir monumentos físicos a un auténtico héroe: Serguéi Magnitski (…) Por ahora, sin embargo, la lucha continúa”, concluye Browder.
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