El régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo ha lanzado una cacería de políticos, periodistas, organizaciones civiles o ex sandinistas para mantenerse en el poder. El País de Madrid recorrió Managua y habló en las catacumbas con los perseguidos
Al mediodía del 2 de junio, bajo el intenso calor de Managua, un grupo de policías se presentó en casa de la precandidata presidencial Cristiana Chamorro. Hasta ese día ella era la cara más visible y popular entre una población hastiada y empobrecida que desconocía el nombre del resto de aspirantes, pero que colocaban a Cristiana en lo más alto de las encuestas para sustituir a Daniel Ortega en las presidenciales de noviembre. La encuesta de Gallup ubica también a Daniel Ortega con un 20% de popularidad, uno de los más bajos del continente. Gran parte del tirón de Cristiana radica en que los votantes la identifican con su madre, Doña Violeta, como todos los nicaragüenses, de taxistas a ministros, se refieren a Violeta Chamorro, la mujer que gobernó el país entre 1990 y 1996.
La policía entró, abrió cajones, movió armarios, rebuscó en cada habitación y después de cinco horas decretó su aislamiento domiciliario y salió llevándose cualquier aparato que le sirviera para comunicarse con el exterior: teléfonos, iPad, computadora y una impresora, como si pegar la oreja a la máquina le permitiera hablar con el mundo exterior. Ella fue la primera en caer. Tres días después, el precandidato Arturo Cruz; dos días más tarde, otro candidato; al día siguiente, un banquero; después un periodista, luego otro precandidato, después una feminista y el viernes, el último, Pedro Joaquín Chamorro.
Así, uno a uno, entre el 4 y el 26 de junio, el régimen detuvo a 21 personas —entre ellas, cinco aspirantes presidenciales, ocho líderes políticos opositores y dos empresarios—. De un plumazo, Ortega había barrido a las voces críticas en el país. “Han querido eliminar cualquier tipo de liderazgo”, resume el periodista Carlos Fernando Chamorro, hermano de dos de los detenidos. En la oleada represiva, Ortega no tuvo pudor en llevarse por delante los últimos símbolos del movimiento sandinista que un día enamoró al mundo: Dora María Téllez, la Comandante Dos, y el general Hugo Torres, Comandante Uno.
Téllez y Torres encabezaron, el 22 de agosto de 1978, la conocida como Operación Chanchera, llamada así por la cantidad de chanchos (cerdos) que albergaba el Palacio Nacional, y la crónica de lo sucedido la escribió Gabriel García Márquez, quien describió la operación como un “disparate magistral”, cuando redactó la heroica proeza de 25 guerrilleros que burlaron la seguridad de 3.000 hombres repartidos por el Parlamento y varios ministerios. En la operación también participó Edén Pastora, el Comandante Cero. Terminó con la liberación de 60 presos políticos que pudieron partir hacia el exilio ese año, incluido el escritor Tomás Borge.
Cuando la semana pasada sacaron a golpes de su casa al general Torres, grabó un video que es un resumen de la historia reciente del país. “Arriesgué la vida para sacar de la cárcel a Ortega, pero así son las vueltas de la vida: los que una vez acogieron principios, hoy los han traicionado”, dijo. Saturno devoraba a sus hijos y el sandinismo pasaba de la historia a la basura.
El miedo es mirar a cada lado al salir de casa, convivir con una patrulla en la puerta, observar por la ventana a cada rato, dejar de usar WhatsApp, cambiar el lugar de la cita varias veces o contestar con monosílabos al teléfono. A diferencia de los disturbios de 2018, en los que las protestas, las barricadas, los estudiantes y los muertos estaban en la calle, en esta ocasión el miedo es un virus silencioso que recorre Managua. Es el terror a que llegue la noche y el teléfono vibre con un mensaje inesperado, porque la gran mayoría de detenciones se producen cuando cae el sol. Es estar pegado a Twitter, utilizar Signal o agitar una bandera azul y blanca en el momento equivocado. El miedo en 2021 es que la docena de testimonios recogidos para este reportaje terminen siempre igual: “Por favor, no me cite”.
La fractura de Nicaragua no es un asunto de élites políticas que se ventila en redes sociales. Tras el levantamiento estudiantil de 2018 y el posterior fracaso de los diálogos paz, Ortega puso en marcha un rodillo que llega hasta el escalón más humilde de la sociedad; por ejemplo, un migrante en una caravana. La paz sandinista impuesta en 2018 primero mató y durante los tres años posteriores extendió el manto de la venganza hasta provocar el exilio de 100.000 nicaragüenses a Costa Rica, otros 50.000 a otros países, miles de solicitudes de asilo en México y Estados Unidos y caravanas de migrantes cada vez más nutridas. Millares de jóvenes fueron expulsados de la universidad hacia el interior del país, a otros les borraron los expedientes académicos y muchos más nunca encontrarán trabajo por haber participado en las protestas.
Para contrarrestar el “golpe de Estado”, el Gobierno potenció los Consejos del Poder Ciudadano (CPC), creados a imagen y semejanza de los CDR cubanos (Comités de Defensa de la Revolución) para el espionaje vecinal.
Después de ganar una guerra, la derrota electoral de 1990 dejó en Daniel Ortega una agria sensación de “traición del pueblo”, dice el periodista Fabián Medina, autor del libro El preso 198, el mejor perfil publicado del comandante. Tras su regreso al poder, en 2006, todas sus energías se han enfocado en impedir que se repitiera la historia: primero ganó con amaño las elecciones al bajar el umbral necesario de votos para ser presidente, después aprobó la reelección y finalmente la presidencia indefinida. En su conversión renunció al rojo y negro guerrillero y dio paso al rosa pastel y los discursos de Lenin fueron sustituidos por las canciones de Lennon. Los diez años siguientes estuvieron marcados por una relativa calma en los que Ortega y Rosario Murillo, su mujer, movieron a su antojo los hilos de la Asamblea. Durante este tiempo, sus hijos compraron una decena de televisiones mientras sus padres desmantelaban instituciones y confeccionaban un ejército a su antojo.
Por aquel entonces, la ubre venezolana engrasaba con una lluvia de millones —5.000 millones de dólares en el periodo comprendido entre 2008 y 2016, gracias al intercambio de petróleo por alimentos— el discurso revolucionario mientras los grandes empresarios vivían una edad de oro que les permitió hacer negocios mientras no se metieran en política. El pasado diciembre, cuando el mundo luchaba contra la pandemia, el andamiaje totalitario se consolidó con la aprobación de varias leyes, entre ellas la Ley de Defensa de los Derechos del Pueblo o Ley 1055, que permite perseguir a cualquiera por actos “que menoscaben la independencia, soberanía y autodeterminación” del país. Una ley que incluye el surrealista delito de “exaltar o aplaudir la imposición de sanciones” contra Nicaragua. Otra de las nuevas leyes, la de ciberataques, permite el encarcelamiento de periodistas.
Todas ellas han posibilitado que la Fiscalía acuse al general Torres, que se jugó la vida por su patria, de ser, paradójicamente, un traidor a la patria. Han obligado a resguardarse temporalmente a Wilfredo Miranda, el colaborador de EL PAÍS en Managua, acusado de ejercer ciberespionaje por enviar desde su viejo teléfono celular sus crónicas al periódico.
A la candidata Cristiana Chamorro le atribuyen, además, el delito de lavado de dinero, en un intento por anular su candidatura y manchar el patrimonio de los Chamorro: la honradez.
En otros casos, los detenidos solo han cambiado la situación de su arresto, desde hacía meses en su domicilio y ahora entre rejas, explica Berta Valle, esposa del precandidato encarcelado Félix Maradiaga.
“Él llevaba muchos meses detenido de facto en casa. No podría hacer campaña ni moverse por el territorio porque en cuanto salía de casa se le echaba encima la policía. El 17 de diciembre le obligaron a golpes a entrar en casa y le rompieron los dedos de la mano”, dice su esposa.
Los dictadores de 75 años no son de redes sociales ni boletines de prensa. Su opinión se expresa y se conoce siempre que hay un motivo histórico para ello y no porque la opinión pública lo demande. Fidel Castro aprovechaba las celebraciones del 1 de octubre para expresar sus filias y fobias desde la tribuna antiimperialista y Francisco Franco utilizaba el 18 de julio, aniversario del golpe militar, para hacer sus anuncios. Daniel Ortega no es diferente y después de un mes de silencio, apareció el pasado miércoles con motivo del 85º aniversario del natalicio de Carlos Fonseca, fundador del Frente Sandinista.
En la plaza no había un alma, pero Ortega y Murillo avanzaron lentamente saludando a los miembros de su cordón de seguridad como si fueran espontáneos simpatizantes mientras las cámaras reproducían entusiasmo y aplausos enlatados. Él avanzaba con pequeños pasos por el mausoleo mientras ella movía los 10 anillos de la mano para ordenar el ritmo de las adulaciones. Cuando llegaron a la tumba de Fonseca, comenzó a sonar una versión de Comandante Carlos Fonseca de los hermanos Mejía Godoy, que han pedido hasta la saciedad que dejen de usar su música.
Frente al micrófono, durante una hora y dos minutos, Ortega criticó al imperialismo gringo, su interés por dominar el continente y la manipulación de la Organización de los Estados Americanos (OEA) en Bolivia. Exigió también que los países pequeños como Nicaragua pudieran tener bombas nucleares. Cuando al final de todo hizo referencia a la oleada de detenciones, dijo que ni siquiera eran candidatos (son oficialmente precandidatos) y que “todo se ha hecho conforme a la ley”, con una investigación previa, “como se juzga a un narcotraficante”. “Ni un paso atrás”, terminó diciendo frente a la tumba de su antiguo amigo. El evento se transmitió por Facebook y en el momento álgido 50 personas seguían la retransmisión, 49 de los cuales debían de ser periodistas a la espera de su primera reacción tras la ola represiva. Al terminar el acto, Ortega se encaminó con pequeños pasitos de anciano hasta el Mercedes en el que se mueve. Para esa hora ya su esposa se había ido del evento y se había hecho de noche. Los trabajadores volvieron al autobús oficial en el que habían llegado y los opositores, a mirar el celular con ansiedad.
En abril de 2018, después de un mes de sangrienta represión contra los estudiantes que dejó casi 400 muertos, muchos de ellos con un balazo en el cuello y la sien, un joven con la bandera azul y blanca de Nicaragua al cuello se levantó frente a Ortega y le gritó ante todos: “En menos de un mes ha hecho cosas que nunca nos imaginamos. No podemos dialogar con un asesino que ha cometido un genocidio. Cese la represión”, le dijo Lesther Alemán. Aquel chico de 20 años le espetó frente a las cámaras de televisión de todo el país lo que gritaban las calles: “Ortega y Somoza, son la misma cosa”. Desde entonces, Alemán vive en la clandestinidad, lleva más de un año sin ver a su familia y dialoga con EL PAÍS desde un punto sin concretar. “Con estas detenciones, Ortega busca dinamitar el proceso electoral de noviembre. Quiere hacer todo lo posible para ahogar a la oposición y que esta se retire. Dirá entonces que quienes no quisieron participar son ellos y tendrán vía libre para un cuarto mandato”, asegura. Según el joven, “en el sandinismo hay miedo al ver cómo se le escapa el poder y ha recurrido a la persecución y el miedo para lograr la mayor abstención posible en caso de elecciones”.
Ante la crisis que vive el país, la comunidad internacional se ha puesto en marcha con escaso éxito. Varias fuentes consultadas coinciden en que un día después de la votación de condena en la OEA en la que México y Argentina se abstuvieron, los representantes de estos países trataron de mediar, pero se encontraron con que ni Ortega ni Murillo quisieron ponerse al teléfono. Ni contestaron. Cuando España exigió democracia, se encontró con los insultos de la cancillería. Nicaragua dejaba claro que su único interlocutor es Estados Unidos y hacia Biden fue dirigido el discurso en su reaparición.
Reconocidos por su habilidad estratégica, la duda es saber qué esconde la estrategia suicida emprendida por el binomio presidencial y que a corto plazo aboca al aislamiento y el desprecio a las elecciones de noviembre por la comunidad internacional. Según Roger Guevara, exembajador de Nicaragua en Bruselas y en Caracas, ante el hundimiento del sandinismo, Daniel Ortega necesita tener en su poder un ramillete de líderes que le permita negociar impunidad. Según Guevara, los Ortega podrían aceptar ceder la presidencia a cambio de mantener el poder en la Asamblea, lo que les permite controlar dinero, nombramientos e inmunidad. “De esta forma, Estados Unidos avalaría la llegada de otra persona y puede dar por cerrada la crisis. Paralelamente, ellos mantendrían gran parte del poder ya que tienen acceso al presupuesto y a nombrar ministros o diplomáticos. Sería una monarquía de facto a la que Estados Unidos daría el visto bueno”, señala el diplomático. Por su parte, el periodista Carlos Fernando Chamorro piensa que esa teoría, conocida como el “aterrizaje suave”, es un mito. “Creo que son especulaciones. Esa teoría da por bueno que hay fuerzas que dialogan con la dictadura y que negocian a cambio de esto o aquello con el fin de diseñar una ruta pacífica, pero eso nunca ha existido”, señala Chamorro. Mientras los analistas interpretan el futuro, el presente es el de un país que comenzó como una crónica de García Márquez y termina como un libro de Orwell en el que los animales que se levantaron contra la tiranía terminan apoderándose de la granja.
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