El niño, Constantin Mutu, fue detenido por funcionarios de Estados Unidos de América bajo la política de separación familiar de “tolerancia cero” del presidente Donald Trump y fue enviado a un hogar de acogida. Su padre fue encarcelado en una prisión para inmigrantes antes de ser deportado a su nativa Rumania. Constantin se ha vuelto a reunir con sus padres y ha mostrado signos de problemas emocionales y de desarrollo. Sus padres dicen que, a los 20 meses de edad, todavía no camina ni habla.
En el verano de 2017, la trabajadora social de 24 años comenzó a ver el surgimiento de una misteriosa ola de niños que llegaban desde la frontera, la mayoría de ellos provenientes de Centroamérica. Los que tenían la edad suficiente para hablar decían que los sabían separado de sus padres. “Los niños estaban inconsolables, preguntaban: ‘¿Dónde está mi mamá? ¿Dónde está mi papá?’”, dijo Acevedo. “Y luego de eso, lloraban sin cesar”.
Ninguno de los niños tenía meses de nacido, y muy pocos habían llegado tan lejos. Poco después de la medianoche, transportado por dos trabajadores contratados, llegó un bebé que llamaba la atención por sus pestañas largas y curvas que enmarcaban sus profundos ojos cafés. Sus piernas y brazos eran regordetes, lo cual parecía indicar que alguien lo había estado cuidando. Entonces, ¿por qué estaba en Míchigan?
Acevedo consultó su computadora y encontró el único documento que podía responder esa pregunta: un acta de nacimiento de Rumanía que decía que el nombre del bebé era Constantin Mutu e identificaba a sus padres como Vasile y Florentina. La trabajadora social buscó en la base de datos de la agencia federal de Inmigración y Aduanas, que mostraba que el padre del bebé estaba en custodia federal en Pearsall, Texas.
En definitiva, Constantin era el bebé de menor edad de entre los miles de menores que fueron arrebatados de sus padres debido a una política diseñada para disuadir a las familias que buscaban emigrar a Estados Unidos. Esa estrategia comenzó casi un año antes de que el gobierno la reconociera públicamente en mayo de 2018, y todavía no se conoce la cantidad total de afectados. El gobierno aún no le ha dicho a los Mutu por qué les quitaron a su hijo y los funcionarios del Departamento de Seguridad Nacional se negaron a hablar sobre este caso.
En el caso de Constantin, pasaron meses antes de que sus padres lo volvieran a ver. Vasile, su padre, fue sometido a una evaluación psiquiátrica en un centro de detención de Texas porque no podía dejar de llorar; Florentina, su madre, fue hospitalizada por hipertensión debido al estrés. Constantin se apegó a una familia estadounidense de clase media, de Míchigan, donde vivió en su casa de tres pisos en una calle arbolada. Luego lo enviaron a casa.
Ahora, con más de un año y medio de edad, el bebé todavía no habla ni puede caminar solo.
La mayoría de las familias que han cruzado la frontera de México en los últimos meses vienen huyendo de la pobreza, las sequías y la violencia en Centroamérica. Sin embargo, los Mutu vienen de mucho más lejos, Rumanía, donde un pequeño pero constante número de solicitantes de asilo desde hace años huyen de la persecución étnica y buscan refugio en Estados Unidos.
De niños, mientras crecían en un pequeño poblado de montaña, Vasile y Florentina Mutu ayudaban a sus padres a mendigar para comer. Como miembros del grupo minoritario romaní, descienden de tribus nómadas de India que fueron esclavizadas en Rumanía durante más de quinientos años. Los ataques violentos contra los romaníes continúan en toda Europa. Se les excluye de escuelas, trabajos y servicios sociales, y distintos grupos de derechos humanos han documentado la práctica de esterilizaciones forzadas.
Hace aproximadamente una década, según recuerdan los Mutu, la primera familia romaní de su pueblo anunció que se iba a Estados Unidos. Se supo que la familia había triunfado a lo grande: sus hijos aprendieron a hablar inglés a la perfección y se habían vuelto ricos, aunque no se sabía con claridad cómo. A lo largo de los años, más de una decena de familias siguieron sus pasos, entre ellos el hermano mayor de Florentina, quien se fue hace algunos años con su esposa y tres hijos. Él había publicado en Facebook muchas fotografías de palmeras, tiendas de autos de lujo y montones de dinero estadounidense.
Para cuando nació su quinto hijo, los Mutu se habían habituado a un sistema en el que recaudaban dinero en otras partes de Europa, mendigando y haciendo trabajo de servicio, y luego volvían por pocas semanas a Rumanía, donde el dinero alcanzaba para un poco más. Tuvieron roces ocasionales con la policía. En una ocasión, relató el padre, fue arrestado por robar cables de un sitio de construcción.
Vasile y Florentina Mutu con sus hijos en Olteni, la aldea rumana donde crecieron. CreditTodd Heisler para The New York Times
Los familiares viven cerca y con frecuencia se reúnen para comer juntos.Todd Heisler para The New York TimesLa familia hace escobas y hachas de madera muy afiladas, un oficio que sus antepasados han transmitido a las nuevas generaciones.Todd Heisler para The New York Times
CreditTodd Heisler para The New York Times
Aunque la mayoría de sus hijos nacieron en casa, la madre de Constantin tuvo que someterse a una cesárea cuando él nació. Vasile vendió dos cerdos y una vaca para pagar al médico que realizó la intervención. En la confusión del dolor, en pleno parto, Florentina firmó documentos que no pudo leer. Cuando regresó al hospital para una cita de seguimiento a su recuperación, un empleado del hospital le dijo que el médico también le había ligado las trompas. Ella y su marido habían planeado tener más hijos, como es tradicional en su cultura, por lo que se sintieron devastados.
Poco después, en medio de la lactancia nocturna de Constantin y mientras el resto de sus hijos dormían, Vasile y Florentina hicieron un plan: tratarían de solicitar asilo en Estados Unidos con sus dos hijos menores y buscarían al resto cuando ya se hubiesen establecido.
En semanas, los Mutu vendieron su casa para pagarle a un hombre que haría todos los arreglos para llevarlos a Estados Unidos a través de México. Florentina empacó una maleta con pañales, una muda de ropa para cada uno de ellos, aceite de unción y albahaca seca, un amuleto rumano de buena suerte. En el avión, Constantin comenzó a tener fiebre.
Ciudad de México fue un torbellino de caos y ruido. No entendían lo que les decían ni los letreros en español; había mendigos que golpeaban la ventana del taxi pidiendo dinero; aunque ellos habían hecho lo mismo en Europa, en ese país la misma práctica les daba miedo. Se reunieron con un contrabandista que los condujo a un autobús abarrotado con dirección a la frontera.
Los Mutu ocuparon asientos separados y, durante las siguientes horas, tomaron turnos para cuidar de Nicolas, su hijo de 4 años, y de Constantin, a quien le iba aumentando la temperatura gradualmente. Cuando se acercaban a la frontera, descendieron en una parada y se separaron para buscar medicamentos. Vasile se había instalado en el autobús para el último tramo del viaje cuando Constantin comenzó a llorar en su regazo; se levantó, y caminó hasta el fondo del autobús en busca de una botella de agua.
Miró los asientos donde su esposa e hijo iban sentados, y notó que estaban vacíos. Mutu miró frenéticamente a su alrededor y sacó su teléfono para llamar a Florentina, pero ambos habían agotado su saldo haciendo llamadas a Rumanía para saber cómo estaban sus otros hijos. Sin saber qué más hacer, le pagó a un taxista para que lo llevara con Constantin al puente peatonal hacia Estados Unidos, pensando que podría llamar a su esposa cuando llegaran al otro lado.
Ya había oscurecido cuando encontró a un agente migratorio apostado afuera de la frontera estadounidense. Le dijo que quería solicitar asilo político y fue conducido al interior para una entrevista con ayuda de un intérprete por teléfono. Mutu explicó que había perdido a su esposa e hijo y que venían huyendo de la persecución en Rumanía. Varios agentes entraron a la habitación. Tomaron a Constantin, lo pusieron sobre una silla y esposaron a Mutu de pies y manos.
Vasile fue separado de Constantin después de solicitar asilo en la frontera estadounidense.Todd Heisler para The New York TimesFlorentina mientras rezaba en un monasterio cerca de la casa de su familia. Sollozó cuando finalmente pudo ver a Constantin, a través de una videollamada que hizo una trabajadora social.Todd Heisler para The New York Times
“La policía limpió el piso conmigo”, dijo con ayuda de un intérprete, explicando que lo arrastraron fuera de la habitación mientras Constantin se quedaba adentro con algunos agentes. “Comencé a llorar porque no sabía qué hacer”, recordó. “No podía hablar inglés. Les dije: ‘No entiendo. ¿Por qué?’”, relató.
Florentina Mutu todavía estaba llorando en una banca en la parada del autobús con Nicolas cuando recibió una llamada de su madre; no había parado de llorar desde que descubrió que el autobús se había ido sin ella. Los agentes fronterizos la habían buscado en Rumanía para explicarle que también sería arrestada si cruzaba la frontera. De inmediato, sus parientes juntaron dinero para que regresaran a casa.
Constantin fue ubicado con una familia de acogida en Míchigan mientras Acevedo trabajaba para ponerse en contacto con sus padres. Obtuvo un número telefónico de su madre en Rumanía e hizo una videollamada; al parecer en aquel país ya era de madrugada. Respondió una mujer desaliñada, sentada en la oscuridad, que por su aspecto parecía que acababa de despertar. Hablaba frenéticamente, pero Acevedo no podía entender, así que abrió la página del Traductor de Google en su computadora y escribió un mensaje sobre Constantin en inglés, que luego reprodujo en rumano.
Florentina Mutu comenzó a llorar. Repetía su nombre de soltera completo, que aparecía en el acta de nacimiento de Constantin, una y otra vez. “Lo dijo como unas veinte veces”, recordó Acevedo. “Decía: ‘Florentina Ramona Patu’, y yo contestaba: ‘Sí, sí, sí’. Solo quería que supiera el paradero del bebé; que no se había perdido ni desaparecido ni nada. Quería que ella supiera que estaba con gente”.
Acevedo comenzó a hacer videollamadas semanales entre Constantin y su madre, con el bebé sentado en un sofá. Florentina Mutu lloraba mientras hablaba desesperada en rumano.
Vasile Mutu, todavía detenido, se hundió en una profunda depresión. No podía dormir y se negaba a comer la mayoría de los alimentos que le ofrecían. De cuando en cuando, le entregaban documentos en inglés o en español, que no podía leer. Lloraba tanto, que sus compañeros de celda comenzaron a golpearlo para que se callara. Pensó en suicidarse. “Nadie me decía nada. Seguían diciéndome que esperara y siguiera esperando”, recordó.
Tras dos meses en detención, un agente migratorio le hizo una propuesta. Según lo que entendió, si renunciaba a su solicitud de asilo, sería deportado a Rumanía con Constantin. Aceptó y, el 3 de junio de 2018, fue liberado de su celda y llevado hasta una camioneta.
Miró hacia todos lados, buscando a Constantin y preguntó a los agentes dónde estaba su hijo, pero no le dieron una respuesta clara. En el aeropuerto, se negó a abordar sin el bebé. Los agentes migratorios le dijeron que le entregarían a Constantin una vez que estuviera en su asiento del avión. Pero el avión despegó y el bebé nunca llegó. Cuando llegó a casa, su recibimiento fue más como un funeral que una celebración.
Mientras pasaban los meses esperando el día de su audiencia ante el tribunal migratorio, Constantin se acostumbró a la rutina con su familia de acogida, en su cómoda casa de ladrillo en una calle de Míchigan. La familia, que había comenzado a recibir niños migrantes el año anterior tras una experiencia que les cambió la vida como misioneros en Etiopía, pidió no ser identificada en este reportaje porque violaría los términos de su contrato con el gobierno federal. Sus tres hijas de inmediato se enamoraron de Constantin y peleaban para sacarlo de la cuna cuando despertaba de la siesta.
La madre de acogida del bebé documentó con sumo cuidado su desarrollo para Florentina, pensando en lo difícil que debe ser perderse momentos como la primera vez que correteó por el piso de la sala o cuando la risa le sacudía el vientre y el resto del cuerpo. “Hacía nuevos sonidos o alguna otra cosa, y eso solo lo hacen durante un corto periodo, así que quería que su madre pudiera escucharlo”, comentó la madre sustituta. “Y ella siempre preguntaba si ya tenía dientes, así que cuando él sonreía, podía comprobar si ya los tenía o no. Yo quería que ella lo viera”.
Se dedicó a cuidar de Constantin mientras hacía todo lo posible por entender cómo fue que llegó a su hogar. “No puedo imaginarme como la persona que toma a un niño y se lo lleva. No sabes todo lo que tienes que hacer para cumplir con esta tarea”, aseguró. “Si yo estuviera en esa situación, querría que alguien cuidara de mi hijo. Querría que estuviera en un hogar, en una cama. Querría que alguien le preguntara: ‘¿Qué quieres comer antes de ir a la cama? ¿Quieres un cepillo de dientes rosa o verde?’”, afirmó. “O que lo arrullara por la noche, que lo ayudara a regresar a la cama cuando tuviera una pesadilla”.
Constantin todavía usaba pañales cuando lo llevaron al tribunal federal de inmigración en Detroit, cuatro meses después de su llegada a Míchigan, el 14 de junio de 2018. Durante el procedimiento de cinco minutos, balbuceó en el regazo de su madre sustituta, mientras ella estaba sentada en el banquillo de los acusados. Su representante legal gratuito solicitó que el bebé fuera regresado a Rumanía tan pronto como fuera posible, por cuenta del gobierno.
Un abogado del Departamento de Seguridad Nacional se opuso a la solicitud, declarando que, como “extranjero que había llegado al país”, Constantin no era candidato a esa ayuda. El juez de inmediato desechó su argumento, cuestionando la idea “de que el compareciente debiera ser responsable de regresar por su cuenta a Rumanía a los 8 meses de edad”. El juez concedió la solicitud hecha en nombre de Constantin y le dio al gobierno tres meses para apelar o enviarlo a casa.
Para cuando se hizo la reservación del viaje de Constantin con fecha de julio —unas semanas después de que el presidente Donald Trump, tras enfrentar una ola de indignación pública, revocó la política de separación de las familias— él tenía 9 meses y había pasado la mayor parte de su vida en custodia del gobierno de Estados Unidos.
Florentina y Vasile Mutu no durmieron la noche antes de volver a encontrarse con su hijo. Estaban de pie en el área de reclamo de equipaje en el aeropuerto de Bucarest cuando por fin vieron a Constantin, horas después de lo programado, balanceándose hacia ellos en los brazos de su madre sustituta. Ella se lo entregó a su madre, pero el niño lloraba y se estiraba en la dirección contraria, con el rostro contraído en una mueca de espanto.
Cuando Florentina y Constantin volvieron a verse, cinco meses después de su separación, el niño estaba muy apegado a su madre sustituta. CreditTodd Heisler para The New York Times
Florentina con su hijo Nicolas. A menudo ella siente accesos de ira por la separación de Constantine.Todd Heisler para The New York TimesConstantin, a la izquierda, con su hermano Floren Armando. El niño ha tardado en aclimatarse a la vida de su familiaTodd Heisler para The New York Times
Vasile y Constantin en la casa de la mamá de Florentina, donde su familia vive de manera temporal.CreditTodd Heisler para The New York Times
Los Mutu tuvieron que detenerse varias veces camino a casa para consolar a Constantin, quien pataleaba y gemía hasta hiperventilarse. Durante las semanas siguientes, su madre batalló para que comiera y durmiera por lo que intercambió mensajes de texto con la madre sustituta, quien le explicó cómo le gustaba que lo cargaran y alimentaran.
En la maleta que había empacado, incluyó 200 dólares en efectivo —el subsidio diario que reciben los niños que necesitan una familia de acogida por parte de Servicios Cristianos Betania— junto con ropa, chupones, juguetes y libros que le gustaban a Constantin, además de su cobija favorita de rayas azules y verdes. Florentina Mutu tenía sentimientos encontrados de agradecimiento y culpa. “Lo han mimado”, dijo. “Vivió cómodamente allá, en una casa decente. No como vivimos aquí”.
Los Mutu, quienes piensan demandar al gobierno de Estados Unidos por daños, han regresado al pueblo donde crecieron y viven provisionalmente en una pequeña casa que comparten con otra familia, con un baño sin regadera para once personas. Se bañan con cubetas de agua que calientan en la estufa y guardan su ropa en el ático, al que suben por una escalera desvencijada para cambiarse tras varios días.
Constantin ha tardado en aclimatarse. Los ruidos fuertes lo aturden y las multitudes lo hacen llorar, lo cual es un problema, dice su madre, porque ambas cosas son parte de la cultura romaní. “No es el mismo que sería si lo hubiésemos criado nosotros”, afirmó.
A sus dieciocho meses, todavía no puede caminar sin aferrarse a la mano de alguien. Balbucea y grita, pero en lo que respecta a las palabras, explica su madre: “No dice absolutamente nada”.
Acevedo dice que “no pudo superar” ese caso y renunció a su trabajo después de que todos los niños que le fueron asignados se reunieron con sus padres. Tras el regreso de Constantin a Rumanía, sus padres de acogida hicieron una pausa de dos meses antes de volver a recibir a algún niño para poder lidiar con su partida.
La familia Mutu ha vuelto a viajar por Europa para ganar dinero con el fin de comprar otra casa. En los últimos meses, han vivido en una casa rodante y han trabajado en la cosecha en Sicilia, además de ir a Ucrania y Polonia, entre otros sitios, en busca de ropa de segunda mano para revender. Constantin y sus hermanos siempre viajan con ellos.
Ambos padres siguen soñando en voz alta con regresar a Estados Unidos. “Tendría que llegar a Canadá”, dijo Mutu recientemente. “Desde Canadá, podría tomar un taxi a Estados Unidos y pagar siete, ocho o diez mil dólares para preparar los documentos que necesitaré”.
El hermano de Florentina, quien ya también se regresó de Florida, dice que se engañan. No le gustó nada Estados Unidos, según dijo; estaba lleno de inmigrantes que pasaban dificultades, además de gente pobre. Les ha confesado que acabó viviendo en un apartamento de tres recámaras abarrotado que compartía con muchas familias más, y que casi no le alcanzaba para pagar la renta. La única comida que podía costear allá, dijo, era peor que la que comía en Rumanía. “Allá las leyes son muy estrictas”, confesó. “Ni siquiera puedes mendigar”, agregó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario