Postrado en una silla de ruedas ya antes de su extradición desde USA, algo aturdido a su llegada a la Audiencia Nacional en Madrid el pasado mes de noviembre,
el septuagenario coronel salvadoreño Inocente Montano no parecía ese
oficial en ropa de combate que, junto a otros 19, decidió,
presuntamente, el asesinato del sacerdote Ignacio Ellacuría
y otros cinco jesuitas en la madrugada del 16 de noviembre de 1989 en
una capital salvadoreña sumida en la mayor espiral violenta de la
guerra. Junto a ellos cayeron la cocinera de la residencia y su hija
adolescente, involuntarias testigos del crimen.
La
Audiencia Nacional ya había conseguido la extradición de otros
militares acusados de violaciones de derechos humanos en Latinoamérica,
en tanto la justicia de sus países iniciaba sus propios procesos, como
evidenció hace poco el caso de los Vuelos de la muerte en Argentina; Chile, tras la emblemática detención del dictador Augusto Pinochet en Londres en 1998; o el procesamiento de los responsables del asalto a la Embajada española en Guatemala en 1980. La reciente reforma del Código Penal español restringió el alcance de esa justicia universal para crímenes de lesa humanidad en los que hubiera víctimas españolas, como ocurre en el llamado caso jesuitas.
El filósofo vasco Ignacio Ellacuría dirigía la Universidad Centroamericana (UCA) y era el mejor informado en un país en plena guerra, al que consultaban todo tipo de sectores y embajadas. Su figura trascendía a la realidad salvadoreña. Meses antes de su muerte había sido invitado a un congreso científico en Berlín, había disertado sobre las religiones abrahámicas en Córdoba, y había recibido un doctorado honoris causa en California.
A diferencia de lo ocurrido con Argentina, Chile o Guatemala, la justicia salvadoreña no termina de decidirse a esclarecer este caso: además de frustrar un primer intento de la UCA en el año 2000, esgrimiendo la ley de amnistía, tampoco aplicó una década después la orden internacional de detención emitida por el juez español Eloy Velasco contra Montano y otros 19 altos oficiales que ordenaron el crimen.
Montano vivía en USA y los demás se refugiaron en instalaciones militares salvadoreñas, a pesar de que el país está gobernado por el partido de la antigua guerrilla, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). La Corte Suprema acabó rechazando la orden internacional de detención y los oficiales volvieron a sus casas. Al final solo fueron apresados tres militares de menor rango.
Montano estaba en Boston desde 2001, tras ocultar su historial militar y gracias a un visado especial concedido a los salvadoreños afectados por desastres naturales —el que Trump acaba de anunciar que va a ser anulado—. Al airearse en la Corte de Massachusetts su fraudulenta documentación, también salieron a relucir las 65 ejecuciones y 51 desapariciones —con nombres y apellidos, fechas y lugares—, además de centenares de detenciones arbitrarias y torturas que le atribuye un informe de la investigadora Terry Lynn Karl, de la Universidad de Stanford.
Montano no era solo el segundo del Ministerio de Seguridad (Interior) cuando fueron asesinados los jesuitas. Era de la generación graduada en 1966, apodada La Tandona, una promoción que taponó el escalafón durante años y que estaba al mando de las unidades estratégicas, hermética en sus entremezclados lazos de parentesco y padrinazgo, cual mafia. La noche anterior al crimen, cuando la veintena de oficiales del Alto Mando aprueba la operación —en una reunión que terminó con una oración de un militar evangélico citando salmos—, Montano habló expresamente de Ellacuría con el coronel al que encargaron la ejecución múltiple y el registro, dos días antes, de la residencia y universidad jesuita.
A pesar de la imagen entre aturdida e indefensa, el excoronel Montano no defraudó en su comparecencia en la Audiencia Nacional, hoy ya con el juez Manuel García-Castellón, sucesor de Velasco. Si en EE UU ocultó su pasado militar, aquí remitió toda responsabilidad al entonces presidente de El Salvador, Alfredo Cristiani, el único civil presente en las conversaciones la noche previa al crimen.
Es la primera vez que un alto oficial declara como imputado, y se confirmó la amenaza filtrada durante años: si alguno era llevado ante la justicia, arrastrarían al presidente y alegarían que cumplían órdenes y que hubo una trama civil que periodistas e investigadores minimizamos.
Ya poco después del asesinato, tras saltar por los aires la versión oficial inicial que culpaba a la guerrilla, los cerebros del crimen aplicaron la misma estrategia de cara a EE UU para hacer creer que los asesores militares norteamericanos habían aprobado o alentado los asesinatos. El objetivo era diluir la responsabilidad del Alto Mando y frenar la presión internacional y, en particular, de la Administración estadounidense.
En el peor de los casos, los “cabezas de turco” serían los autores materiales. Y así ocurrió. Aún en guerra, en un juicio inédito, fueron procesados cinco soldados, un subteniente, dos tenientes y el coronel que les transmitió la orden de perpetrar el crimen. A la vista asistió la primera comisión pluripartidista del Congreso español.
Con todo, esa estrategia de chantaje a la Administración norteamericana terminó en bumerán: el Congreso de EE UU y el Consejo Nacional de Seguridad emprendieron sus propias investigaciones, así que hubo una versión bastante precisa en 1993, gracias a la Comisión Internacional de la Verdad, encargada de esclarecer los principales crímenes del conflicto salvadoreño, tras los acuerdos de paz que pusieron fin a 12 años de guerra civil.
El Alto Mando salvadoreño en pleno rechazó el informe presentado en Naciones Unidas, y el presidente Cristiani decretó una amnistía inmediata. Pero la desclasificación de los archivos secretos de EE UU sobre El Salvador, decidida por el presidente Bill Clinton unos años después, completó el rompecabezas de las circunstancias, responsabilidades y órdenes que hicieron posible la operación, simultánea a una contraofensiva militar que se pretendía definitiva.
Como ocurriera antes en Chile o Argentina, la extradición a España del coronel Montano reactivó la causa en El Salvador, donde estos días los jesuitas han pedido su reapertura al mismo juzgado que la cerró, acogiéndose a que el Tribunal Supremo de El Salvador derogó en marzo de 2017 la ley de amnistía.
Algunos han querido ver en esta anulación una vía para eludir la orden internacional de detención contra los oficiales implicados en el crimen, más que la voluntad de esclarecer sonados casos de ese conflicto, como los asesinatos del arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, y de cuatro religiosas norteamericanas; varias matanzas de civiles o el crimen del poeta Roque Dalton, muerto por sus compañeros de la guerrilla.
Fuente:El País de M.
El filósofo vasco Ignacio Ellacuría dirigía la Universidad Centroamericana (UCA) y era el mejor informado en un país en plena guerra, al que consultaban todo tipo de sectores y embajadas. Su figura trascendía a la realidad salvadoreña. Meses antes de su muerte había sido invitado a un congreso científico en Berlín, había disertado sobre las religiones abrahámicas en Córdoba, y había recibido un doctorado honoris causa en California.
A diferencia de lo ocurrido con Argentina, Chile o Guatemala, la justicia salvadoreña no termina de decidirse a esclarecer este caso: además de frustrar un primer intento de la UCA en el año 2000, esgrimiendo la ley de amnistía, tampoco aplicó una década después la orden internacional de detención emitida por el juez español Eloy Velasco contra Montano y otros 19 altos oficiales que ordenaron el crimen.
En Madrid, el septuagenario ya no parecía aquel oficial que en ropa de combate presuntamente decidió el asesinato de Ellacuría
Montano vivía en USA y los demás se refugiaron en instalaciones militares salvadoreñas, a pesar de que el país está gobernado por el partido de la antigua guerrilla, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). La Corte Suprema acabó rechazando la orden internacional de detención y los oficiales volvieron a sus casas. Al final solo fueron apresados tres militares de menor rango.
Montano estaba en Boston desde 2001, tras ocultar su historial militar y gracias a un visado especial concedido a los salvadoreños afectados por desastres naturales —el que Trump acaba de anunciar que va a ser anulado—. Al airearse en la Corte de Massachusetts su fraudulenta documentación, también salieron a relucir las 65 ejecuciones y 51 desapariciones —con nombres y apellidos, fechas y lugares—, además de centenares de detenciones arbitrarias y torturas que le atribuye un informe de la investigadora Terry Lynn Karl, de la Universidad de Stanford.
Montano no era solo el segundo del Ministerio de Seguridad (Interior) cuando fueron asesinados los jesuitas. Era de la generación graduada en 1966, apodada La Tandona, una promoción que taponó el escalafón durante años y que estaba al mando de las unidades estratégicas, hermética en sus entremezclados lazos de parentesco y padrinazgo, cual mafia. La noche anterior al crimen, cuando la veintena de oficiales del Alto Mando aprueba la operación —en una reunión que terminó con una oración de un militar evangélico citando salmos—, Montano habló expresamente de Ellacuría con el coronel al que encargaron la ejecución múltiple y el registro, dos días antes, de la residencia y universidad jesuita.
A pesar de la imagen entre aturdida e indefensa, el excoronel Montano no defraudó en su comparecencia en la Audiencia Nacional, hoy ya con el juez Manuel García-Castellón, sucesor de Velasco. Si en EE UU ocultó su pasado militar, aquí remitió toda responsabilidad al entonces presidente de El Salvador, Alfredo Cristiani, el único civil presente en las conversaciones la noche previa al crimen.
La extradición a España ha reactivado la causa
en El Salvador, donde los jesuitas han pedido su reapertura en el
juzgado que la cerró
Es la primera vez que un alto oficial declara como imputado, y se confirmó la amenaza filtrada durante años: si alguno era llevado ante la justicia, arrastrarían al presidente y alegarían que cumplían órdenes y que hubo una trama civil que periodistas e investigadores minimizamos.
Ya poco después del asesinato, tras saltar por los aires la versión oficial inicial que culpaba a la guerrilla, los cerebros del crimen aplicaron la misma estrategia de cara a EE UU para hacer creer que los asesores militares norteamericanos habían aprobado o alentado los asesinatos. El objetivo era diluir la responsabilidad del Alto Mando y frenar la presión internacional y, en particular, de la Administración estadounidense.
En el peor de los casos, los “cabezas de turco” serían los autores materiales. Y así ocurrió. Aún en guerra, en un juicio inédito, fueron procesados cinco soldados, un subteniente, dos tenientes y el coronel que les transmitió la orden de perpetrar el crimen. A la vista asistió la primera comisión pluripartidista del Congreso español.
Con todo, esa estrategia de chantaje a la Administración norteamericana terminó en bumerán: el Congreso de EE UU y el Consejo Nacional de Seguridad emprendieron sus propias investigaciones, así que hubo una versión bastante precisa en 1993, gracias a la Comisión Internacional de la Verdad, encargada de esclarecer los principales crímenes del conflicto salvadoreño, tras los acuerdos de paz que pusieron fin a 12 años de guerra civil.
El Alto Mando salvadoreño en pleno rechazó el informe presentado en Naciones Unidas, y el presidente Cristiani decretó una amnistía inmediata. Pero la desclasificación de los archivos secretos de EE UU sobre El Salvador, decidida por el presidente Bill Clinton unos años después, completó el rompecabezas de las circunstancias, responsabilidades y órdenes que hicieron posible la operación, simultánea a una contraofensiva militar que se pretendía definitiva.
Como ocurriera antes en Chile o Argentina, la extradición a España del coronel Montano reactivó la causa en El Salvador, donde estos días los jesuitas han pedido su reapertura al mismo juzgado que la cerró, acogiéndose a que el Tribunal Supremo de El Salvador derogó en marzo de 2017 la ley de amnistía.
Algunos han querido ver en esta anulación una vía para eludir la orden internacional de detención contra los oficiales implicados en el crimen, más que la voluntad de esclarecer sonados casos de ese conflicto, como los asesinatos del arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, y de cuatro religiosas norteamericanas; varias matanzas de civiles o el crimen del poeta Roque Dalton, muerto por sus compañeros de la guerrilla.
Fuente:El País de M.
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