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lunes, 3 de abril de 2017

LA OPINION DE M. PEREIRA: EL SUEÑO TERMINO

En la situación política actual de Venezuela influyen muchos factores complejos, y tanto al gobierno como a la oposición se les pueden achacar grandes cantidades de conductas inaceptables, pero ese panorama intrincado, lleno de matices y a menudo difícil de comprender no debería hacernos perder de vista algunos grandes hechos, de importancia básica.

La oposición venezolana es, sí, un rejunte de sectores cuyo común denominador no va mucho más allá del rechazo al chavismo, y esto se ha hecho evidente cada vez que ha tenido que decidir su rumbo. Ha tenido, sí, iniciativas extravagantes, como la de alegar que el modo en que el presidente Nicolás Maduro gobierna equivale a la eventualidad de abandono del cargo prevista por la Constitución. Pero ganó las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015 y tiene mayoría en el Poder Legislativo, contando o no a los tres legisladores cuya elección en aquellos comicios ha sido impugnada y aún se investiga. Por lo tanto, la tesis de que la incorporación a la Asamblea Nacional de esos tres diputados invalida cualquier decisión que adopte el parlamento constituye, sin duda, un desconocimiento muy peligroso de la voluntad expresada por los votantes.

Entre los dirigentes de ese rejunte opositor hay, sí, notorios impulsores de un fallido golpe de Estado contra el presidente Hugo Chávez en abril de 2002. Pero el hecho de que no estén presos por aquella intentona es, en definitiva, una muestra más -entre muchas de que la administración de justicia en Venezuela está fuertemente determinada por criterios político-partidarios -en este caso, por la voluntad oficialista de superar aquel episodio sin que los responsables afrontaran las consecuencias de sus actos-, y también de que en ese país, donde el oficialismo festeja cada aniversario del intento de golpe de Estado protagonizado por Chávez en 1992, se ha naturalizado de un modo muy indeseable la idea de que no es tabú apoderarse del gobierno por la fuerza.

Esa oposición es funcional, sí, a los intereses de la derecha de Venezuela, del resto de América Latina y del resto del mundo, que tiene una molesta piedra en el zapato desde que Chávez llegó a la presidencia en 1999, para luego mantenerse en ella ganando una elección tras otra. Pero las izquierdas ya deberían haber aprendido, tras numerosas lecciones desde el siglo pasado, que el criterio de defender todo lo que sea atacado por la derecha -o, peor, la idea de que algo debe ser defendido porque la derecha lo ataca- es una pésima brújula para quienes quieren rumbear hacia relaciones sociales más libres y más justas.

Chávez fue, sí, un líder popular con numerosos logros en su país y en el plano internacional, pero los porfiados hechos muestran por lo menos tres áreas en las que su legado resulta deficitario. Una es la doctrinaria: el socialismo del siglo XXI nunca pasó de ser un producto ideológico de baja calidad, con más componentes cortoplacistas y retóricos que orientaciones estructurales y estratégicas. 

Otra es la política económica, y con ella la política social: durante sus sucesivos períodos de gobierno, y pese a contar con amplísimas potestades, Chávez no logró cambiar -ni enfilar hacia el cambio- la matriz productiva venezolana y su extrema dependencia de la explotación petrolera; por ende, tampoco estableció una base sólida de continuidad para la redistribución de la riqueza en su país (ni para su apoyo a otros países). 

La tercera es el desarrollo del propio movimiento social y político chavista: muerto el conductor, el panorama tiene más de los vicios históricos del peronismo argentino (dependencia de la estructura estatal, corruptelas varias, tendencia al patoterismo) que de una estructura capaz de sostenerse a sí misma y generar relevos. Que las opciones para la sucesión presidencial hayan sido Maduro y Diosdado Cabello dice mucho sobre qué tipo de personas pudo crecer en torno al líder.

Entre los logros de Chávez hay que destacar la novedad del referendo revocatorio, un procedimiento institucional que permite a la ciudadanía dejar sin efecto los mandatos ejecutivos que ella misma confiere. Un avance democratizador que los herederos de la conducción chavista se han pasado por los fundillos.

Que un organismo judicial, elegido por el parlamento cuando en él eran mayoría los chavistas, decida que asumirá las competencias del Poder Legislativo no tiene asidero en la Constitución de Venezuela, salvo que se fuerce su interpretación al punto de desvirtuarla. Tampoco es producto de una peculiaridad venezolana que haya que respetar mirando para otro lado. Es un quiebre institucional, que corresponde a los venezolanos, por supuesto, superar (y ojalá que lo logren ellos, en paz y sin perder conquistas sociales), pero quien calla es cómplice.

Marcelo Pereira
Fuente:La Diaria


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