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martes, 7 de marzo de 2017

ROGER RODRIGUEZ: EL SUEÑO DE LA BATERIA

Cuando era niño me gustaban The Beatles. A principios de los setenta, me había dejado el cerquillo y me subía al cuello el cierre de mi primer campera Adidas para parecerme a Paul McCartney en Help. Hasta tenía los párpados caídos como él. Pero mi sueño era tener una batería. Se la pedí a Papa Noel y a los Reyes, incluso les escribí que no me trajeran nada para Navidad y cumplieran mi deseo el 6 de enero... Pero a mis interlocutores, que no les gustaban los hippies de pelo largo, probablemente les pareció alto el precio o el sonido del instrumento y aquel Día del Niño recibí un telúrico bombo legüero.

En aquellos tiempos, como mi padre trabajaba todo el día en su taller de electromecánica y mi madre cumplía dos turnos (el público y el privado) como maestra, los cinco hermanos teníamos que tener actividades: unas mañanas el club (con gimnasia y natación), dos días inglés (con examen en el Anglo) y otro día guitarra, donde el profesor (que nos enseñó a tocar La vestido celeste, Cielito del 69 y Disculpe, para que en esos días nadie le acusara de nada), fue quien me explicó los ejercicios de percusión para acompañar las guitarras de mis hermanos. 

Tun taracatun tan tun... “¡Adentro!”, gritaba yo para que mis hermanos siguieran en dúo: “El cielo están enlutado/ de opacos ponchos de nubes/ el día murió a lo lejos/ lo están velando arreboles”. Todo un éxito en las reuniones familiares, cumpleaños y fiestas de fin de año... Pero, aunque en algún momento lograba hacer un solo de Malambo (Taraca tan tun Tun tun Taraca taraca taraca tan tun) y siempre me agregaba en los coros (“Facundo no está vencido/ Andará por los yuyales / ¡Cuidado el tigre está herido!”), lo mío no era el folklore... Yo quería beat (ni siquiera rock).
Con los años, la música fue escudo de rebeldías (“Rasguña las piedras”, “Canción para mi muerte”), pista bajo una bola de espejos (viví los años de música Disco) para bailar alocadamente o apretar “lentas” y enamorarse (no es en vano que los temas románticos de los setenta se siguen imponiendo cada Noche de la Nostalgia). El sueño de la batería se hizo distante, más aún que aquel tren eléctrico que tampoco llegué a tener. Algún día, me dije, me voy a comprar la batería y voy a aprender a tocar, aunque deba hacerlo solo y nunca logre integrar la banda que ideaba de adolescente.
Y el tiempo pasó... Sufrí cuando murió Keit Moon a quien admiré en Tommy, supe que Dennis Bryon era el que tocaba “Stayling alive” con los Gees, envidié a Ringo cuando se casó con Barbara Bach, aluciné con Phil Collins en Génesis y sobretodo en un Festival de Montreal que ví por televisión, sabía quien era Nick Mason aunque mi fanatismo fuera para el tocayo Waters, que Charly Alberti era hijo de Tito y que Osvaldo Fattoruso era mucho mejor que los de afuera. Me hice novio, esposo, padre y finalmente llegué a abuelo, sin tocar la batería.
Tampoco lo intenté. Sé que me manejo bien en armonía y puedo sacar de oído melodías en un teclado, pero el ritmo no es lo mío. Envidié a aquellos que podían hacer sonar una caja de fósforos o sabían repiquetear un tenedor en la mesa. Nunca pude salir del Tun taracatun tan tun de aquel bombo al que un día le partí la lonja de un palazo... Hasta que un par de años atrás mi nieto Renzo se ganó “una batería de verdad, no de juguete, abuelo”, en un sorteo de no sé qué supermercado o tienda. Se me aceleró el corazón y busqué una excusa para ir a verla...
Ocupaba la mitad del living comedor del apartamento que alquila mi hija mayor. No necesité muchos datos para comprender que esa batería no se iba a quedar ahí y no dudé en proponer que si la iba a vender, se la compraba y me la llevaba ahí mismo. La tocaría Renzo o yo, cuando pudiera instalarla en un rincón de la casa, mentí. Aceptó y logré, finalmente, la batería que tanto había soñado desde niño. Pero había un problema: nosotros vivíamos con mis dos suegros de ochentaytantos y no existía un horarios en el que se pudiera hacer semejante ruido... La batería quedó en un rincón, cubierta con un forro de nylon, que solo levanté un par de veces para imaginarme tocando.
El año pasado fallecieron mis suegros y hemos estado todo un año rehaciendo rincones que les pertenecían. En la planta baja, donde habíamos armado su dormitorio porque ya no podían subir escaleras, decidimos poner “mis cosas”. Es decir, el escritorio con la computadora, las bibliotecas con libros que aún duermen en cajas y nunca llegué a poner en una estantería, los documentos de investigaciones publicadas e inéditas, los recuerdos de viajes, algún diploma o premio, fotos, etc.: Algo así como el estudio propio. Y, obviamente, allí fue a parar la batería.
Recién el pasado fin de semana, luego de meses restaurando y pintando muebles, terminé de disponer el lugar en el que irá cada cosa. No es difícil sentarse en el medio de una habitación e imaginarla, el problema es cuando uno comienza a colocar los objetos y se da cuenta que eso queda mejor allá y aquello del otro lado. Pero finalmente lo hice... En eso estaba, cuando llegó de visita mi hija menor, con mi nieta Jazmín (dos añitos recién cumplidos). A ella le encantaba entrar a esa habitación “prohibida” donde el Tata se encerraba. Una vez le dejó entrar y pudo golpear con un palito un tambor debajo de un nylon.
Pero este domingo, aquellos tambores rojizos y platillos dorados no estaban tapados porque el abuelo los había terminado de poner en el lugar donde probablemente quedarán, y hasta había empezado a hacer algunos ejercicios que aprendió en el curso que un chileno regala en youtube. 

Luego de interrumpir aquella sesión tantas veces pospuesta, Jazmín se puso el índice en los labios y dijo “¿Tata?”, con un angelical gesto de “¿Me dejás?”. Y el Tata aflojó.
Sentó a la niña en una de las sillas restauradas, le explicó como agarrar las baquetas (lo acababa de aprender con el wevón) y, para asombro de todos los presentes, con total naturaleza ella comenzó a tocar, pegando con más fuerza de la que yo había usado las pocas veces que en dos años me atreví a acariciar el instrumento: con la izquierda campaneaba el charleston y con la derecha variaba golpes en redoblante, tam y bombo.
Jazmín no tuvo miedo y durante esos segundos se sintió feliz tocando una composición que, increíblemente, finalizó con un diestro puntazo al platillo que le quedaba más lejos. Como si alguna vez hubiera visto a alguien tocar o si en los genes hubiera heredado todo mi sueño, pero sin mi ansiedad ni mi torpeza... El domingo Jazmín me enseñó lo que no me puede dar el curso del chileno en Internet. Así que, para el próximo fin de semana advierto a los que pasen cerca de casa que habrá ruido y a los vecinos que no se propongan dormir siesta a partir de que me escuchen marcar el compás con la madera de los palillos y gritar: “¡Un, do, tres, cuatro, va!”




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