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martes, 19 de abril de 2016

LA OPINION DE L. GRILLE: LOS SICARIOS DE MAS ARRIBA

En un reportaje concedido a Gerardo Tagliaferro en el Portal Montevideo, el fiscal de Corte, Jorge Díaz, afirmó que “hay sectores de la sociedad donde delinquir está bien”. El fiscal de Corte viene hablando de la “fractura cultura y social” que existe en nuestro país, que afecta de modo directo la seguridad pública y cuya solución no la va a proporcionar ni la Fiscalía ni la Policía. En una pregunta anterior de la entrevista se había referido a la propagación del sicariato como algo que se veía a venir, cuando se viniera abajo el “dique cultural” que separaba la oferta de la demanda. Para el fiscal, esa barrera se franqueó de algún modo y ahora oferta y demanda están en contacto, por lo que el ajuste de cuentas es cosa de todos los días. Por el momento, se produce entre delincuentes, pero en un futuro cercano será contra fuerzas de seguridad y luego contra los jueces u otros civiles.

Más allá de la gravedad de lo que expresa el fiscal, cuya ex esposa y madre de sus hijas mayores fue asesinada en un intento de rapiña hace pocos meses, también es interesante analizar lo que dice desde otro lugar: desde eso que él denomina barrera cultural. Parece obvio que para el fiscal Díaz era de esa índole la frontera entre los que tenían plata para pagar por un asesinato (la demanda) y los que estaban dispuestos a matar por plata (la oferta). Entre todas las barreras posibles que pueden separar a los seres humanos, eligió la cultural, que me imagino refiere todavía a algo más, a modos de concebir la realidad y la vida completamente sin contacto. Como ese abismo que separa a los pobres de los ricos. A los incluidos de los excluidos. Al delincuente feroz que está dispuesto a ejecutar a un desconocido por plata (seguramente poca, además) y al otro, que ni siquiera gusta de ser considerado un maleante corriente, ese que no está dispuesto a mancharse las manos con sangre, pero sí a poner el dinero para que parezca un accidente.

Siempre podremos considerar que en este terreno la demanda construye la oferta y no al revés. El sicario existe porque alguien lo paga y no viceversa. Pero incluso antes de que alguien estuviera dispuesto a pagar por el asesinato de otra persona, un individuo debió estar lo suficientemente afuera para considerar el asesinato como una alternativa laboral. Esto último es un subproducto del sistema capitalista. Es notable la capacidad del sistema para producir desigualdad, exclusión y a la vez la obligatoriedad de consumir, de esencializar lo suntuario. De la mano de la desigualdad viene la violencia, y de la mano de una necesidad de consumo inagotable, acompañada de una noción de estatus ligada a la posesión, proviene lo peor de la civilización, incluyendo la muerte por encargo.

No me propongo ni tengo competencia para ensayar una sociología del sicariato. Dudo además que en nuestro sistema policial y de justicia haya gente en condiciones de abordar semejante materia, porque la sola exposición a un fenómeno complejo no produce conocimiento, como hacernos una radiografía no nos convierte en Marie Curie. Sin embargo, me permito relativizar el postulado de Díaz sobre la “barrera cultural”, aunque comprendo a qué se refiere, y todavía más esa conclusión restrictiva sobre un subdominio de nuestra sociedad que considera que el “el delito está bien”, teledirigida a un territorio del malvivir que puede ser rápidamente homologado a una parte de la marginalidad y la pobreza. Con esto no niego que lo que Díaz dice exista. Por el contrario, es muy probable que haya lugares de la sociedad donde ser delincuente esté bien visto y ser un narco sea una aspiración extendida, pero el aspecto más general de que delinquir está bien no se inscribe exclusivamente en ese reducto estigmatizado de la población, sino que arriba, en las élites, es plaga el mismo virus de la aceptación del delito, con el inmenso agravante de que en los sectores dominantes económica y culturalmente no se puede aducir ninguna clase de justificación social y a su vez son esas mismas élites las fuentes más grandes de señalamiento y estigmas.

El caso de los Panamá Papers es una prueba de esta conducta. A los ricos no les parece mal evadir impuestos y abrir sociedad offshore en paraísos fiscales. Es más, es una práctica habitual muy profusamente fundamentada por renombrados contadores y abogados, y con tribuna de los medios a favor. Para los medios de comunicación es muchísimo más jodido un rapiñero que un estudio jurídico que facilita los trámites para lavar millones de dólares de corrupción o evadir impuestos. Un político, incluso un presidente, puede tener empresas sin declarar radicadas en terceros países que son santuarios fiscales cubiertos de un secretismo a prueba de todo, sin que los medios de comunicación y las altas esferas estén exigiendo la renuncia, la destitución y, por supuesto, la imputación penal. Los sectores dominantes exponen como indiscutiblemente más peligroso a un gurí que te roba mil pesos a punta de botella que a un prestigioso abogado que ha dedicado más de treinta años a armar estructuras de lavado y evasión. Sin embargo, son estas estructuras complejas diseñadas por profesionales de modos muy burgueses y civilizados las que permiten que crezcan inmensas fortunas en la oscuridad, y esas fortunas se nutren de la miseria y la financian en todos los niveles, incluyendo el último orejón del tarro, la mano de obra sucia de esos sujetos que un día te pueden matar por cinco mil pesos. El verdadero asesino está arriba. El de abajo es victimario pero a la vez es víctima, aunque el dolor ante un crimen que nos toca de cerca nos impida aceptarlo.

Leandro Grille

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