La despertó su propio grito y se vio separando de sí la ropa de cama con desesperación. Le dolía el cuerpo, le ardía la piel, transpiraba y respiraba con dificultad. Seguía viendo la escena nítidamente. Aquella mujer envuelta en llamas se abalanzó sobre ella con una fuerza colosal, la arrastró en el impulso y le cayó encima. De espaldas en el suelo, el dolor del golpe le impedía zafar del cuerpo exánime que la estaba chamuscando y el tufo del pelo quemado no la dejaba respirar. Nunca había soñado algo tan real.
Se sentó en la cama y miró el reloj: faltaban 15 minutos para que sonara el despertador. Se levantó despacio, le costó moverse para llegar hasta el baño. Se metió bajo la ducha y se quedó un rato quieta, dejando que el agua le quitara los efectos físicos raros que le produjo la pesadilla.
Envuelta en la bata fue a la cocina a hacerse un café. Lo tomó despacio, fumando un cigarrillo y buscando el motivo de haber soñado que la dueña de la empresa en que trabajaba, en su muerte violenta, casi se la lleva consigo... Si bien era una mujer caprichosa, malhumorada y bastante agresiva, hacía varios años que era su asistente y había aprendido a sobrellevar estoicamente sus arranques despreciativos. No podía decir que la amaba, pero jamás había pensado ni remotamente en su muerte. Le ofrecía eficiencia, paciencia y respeto y a cambio recibía muy buena paga. Un sueño así tenía que significar algo... ¿pero qué?
Volvió al cuarto, tendió la cama y se vistió. Tenía más ganas de quedarse en casa que de ir a trabajar, pero salió hacia la parada del ómnibus, como todos los días.
Encontró asiento y se dispuso a revisar las anotaciones en su agenda, encauzando sus pensamientos hacia las obligaciones del trabajo. Las llamadas telefónicas eran prioridad, todas para cambiar la fecha de las citas ya programadas con algunos clientes y proveedores importantes. Era una tarea que se repetía con demasiada frecuencia y la ponía en la situación incómoda de tener que dar una disculpa creíble, ante la evidente insensatez de una ejecutiva poderosa y desconsiderada.
No quería pensar en ella y no sólo no lo lograba, sino que la veía como en el sueño. El presentimiento de que algo malo iba a ocurrir en la empresa la estaba poniendo nerviosa. Con la intención de volver a casa se bajó del ómnibus. Nunca había faltado, ni llegado tarde... la llamaría para decirle que estaba enferma, más de unos gritos e insultos no iba a recibir...
Ya en la calle, en vez de dirigirse a la parada de enfrente, siguió caminando hacia el trabajo. Faltaban seis cuadras, tenía tiempo de retroceder y se esforzaba por intentarlo, debía ganar esa lucha interior entre la responsabilidad y el temor por ese mal presagio que iba creciendo dentro de ella. Se detuvo y retomó el camino varias veces.
Le vinieron a la mente los trances injustos que había vivido más de una vez, cuando frente a un cliente enojado por algún incumplimiento causado por capricho, la dueña en vez de hacerse cargo, la culpó descaradamente a ella, llegando a insultarla delante del damnificado. No quería ver a esa mujer, por lo menos no ese día... pero seguía caminando cada vez más rápido. Estaba llegando; a menos de media cuadra estaba la empresa, a la vuelta de la esquina. Dobló, apurada, caminó unos metros y se detuvo en seco. Se quedó parada un minuto hasta que dijo en voz alta: "¡Maldito sueño!, no puedo ir, es un mal día, ¡no voy!"
Decidida, retrocedió. No había dado tres pasos cuando sintió la explosión. Por la puerta de la empresa, junto a la avalancha de vidrios y cascotes, vio salir despedida a la dueña envuelta en llamas y caer inerte, boca abajo en la vereda.
Eliza
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