Además de los manifiestos suscritos por centenares de clérigos y teólogos musulmanes, dos de los líderes del islam más prominentes han sido tajantes en su rechazo del Estado Islámico. El pasado 1 de agosto, el Gran Mufti de Arabia Saudí -país guardián de los lugares santos- afirmó que el EI es «el enemigo número uno del islam». Un mes más tarde, el jeque de la mezquita Al Azar, en El Cairo, afirmó asimismo que el movimiento armado que encabeza el iraquí Al Bagdadi «destruye el islam y difama nuestra religión».
La sensación de que las condenas caen en el vacío porque los musulmanes no tienen clero es acertada solo en parte. El islam no tiene sacerdotes ni una jerarquía establecida por su fundador, como en el caso del cristianismo, pero la profesión clerical es muy abundante en oficios entre los musulmanes. La rama principal, la suní, cuenta con imanes -encargados de las mezquitas-, eruditos, doctores de la ley y autoridades religiosas con el título de jeques, entre otros oficios. La segunda gran rama musulmana, la chií, cuenta con mulás, simples clérigos, y ayatolás -personalidades muy influyentes también en la política- dentro de una estructura muy jerarquizada en particular en Irán.
Clericalismo y sectas
Aunque el islam subraya la relación directa del fiel con Dios sin intermediarios -paralela en cierto modo al «solo las Escrituras» de los protestantes-, la historia y la realidad demuestran que los musulmanes siguen muy de cerca las disposiciones de sus dirigentes religiosos. Son en la práctica profundamente clericales. Esta situación es evidente entre los chiíes, pero también se da en las comunidades suníes, donde la autoridad que ejercen los imanes y los jeques es enorme.
El problema es que -dada la proliferación de corrientes entre los más de mil millones de musulmanes repartidos por el mundo- se produce una diversidad de lecturas del Corán o de la Sharía, aplicadas a las circunstancias políticas de cada comunidad. Hay clérigos tolerantes, y otros radicales; unos son más espiritualistas -cercanos al sufismo- y otros formalistas e iconoclastas. La inexistencia de una sola autoridad suprema, garante de la fe islámica, impide una interpretación única del Corán en temas graves. Tampoco es fácil imaginar un sínodo mundial de líderes musulmanes que dicte, sin sombra de duda alguna, un decreto o «fatua» universal contra el Estado Islámico.
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