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lunes, 24 de marzo de 2014

LA OPINION DE H. SARTHOU: LOS ANDAMIOS DE LA POLITICA

El proceso por el que se aprobó en el Senado la llamada “ley penal empresarial” es un caso de laboratorio que pone en evidencia aspectos preocupantes de la cultura política y jurídica imperante en nuestro país.


Nueve senadores del partido de gobierno, esgrimiendo los conceptos de “disciplina” y de “unidad” partidarias, y con respaldo activo sindical, lograron que la totalidad de la bancada del Frente Amplio votara el proyecto de ley tal como estaba redactado y que, en definitiva, éste fuera aprobado por una ajustadísima mayoría de los 31 senadores de la Cámara.

Curiosamente, antes, durante y después de la discusión parlamentaria, varios senadores del partido de gobierno manifestaron discrepancias con el texto del proyecto e incluso su temor de que, una vez aprobado como ley, fuera declarado inconstitucional por la Suprema Corte de Justicia y, por tanto, se volviera inaplicable a las empresas y empleadores que promovieran la inconstitucionalidad.

Quiero aclarar que estaba y estoy a favor de que se legisle sobre seguridad laboral y también de que se establezcan responsabilidades penales para cierto tipo de incumplimientos a las normas que regulan la materia. Pero eso no me impide observar algunos problemas planteados por la ley aprobada y, sobre todo, las extrañas actitudes políticas y jurídicas a las que dio lugar.

Es posible distinguir al menos dos aspectos problemáticos en este asunto.

Uno es el de la relación entre la política y el derecho, es decir el de la interacción entre esas dos áreas de la vida social, que, aunque están profundamente vinculadas entre sí, no son lo mismo y no pueden ni deben ser manejadas con los mismos criterios. El otro aspecto tiene que ver con esta ley en sí misma, y, sobre todo, con la forma en que se legisla, que puede determinar que una ley sea la solución a un problema social, o un montón de palabras ineficaces, o incluso la causa de nuevos y mayores problemas.

En el caso de la ley de responsabilidad penal empresarial, la confusión entre política y derecho parece haber alcanzado límites insospechados. ¿Es admisible que un legislador vote un proyecto de ley del que piensa que puede ser inconstitucional? ¿Es admisible que la “disciplina” o la “unidad” partidarias se antepongan a la consideración sobre la constitucionalidad o inconstitucionalidad del proyecto?

La respuesta es tan obvia que da hasta vergüenza explicitarla. Los legisladores tienen entre sus cometidos principales el de asegurar la vigencia de los derechos constitucionales, por lo que si algo no deberían permitirse jamás es aprobar leyes o decisiones políticas sobre cuya constitucionalidad tengan dudas. Todos podemos equivocarnos, pero no es admisible que un legislador, al mismo tiempo, declare que va votar un proyecto de ley y que tiene dudas sobre su constitucionalidad.

Sin embargo, vimos a varios legisladores afirmar justamente eso: que pensaban que la ley podría ser declarada inconstitucional pero que la votarían igual para preservar la unidad y acatar la disciplina de su partido.
 Ya hemos oído varias veces a Mujica y a parte de su entorno hacer afirmaciones de ese tipo, es decir justificar el apartamiento de ciertas normas por razones políticas. Lo curioso es que en este caso quienes hicieron ese razonamiento fueron los legisladores no mujiquistas, al punto que cabe preguntarse si el Frente no ha sido colonizado por la lógica “pepista”.

No estoy haciendo la defensa de una actitud formalista respecto al derecho. Lo que digo es que el ordenamiento jurídico, y en particular las normas constitucionales, son las reglas de juego que garantizan la convivencia pacífica en la sociedad y el respeto de ciertos derechos esenciales de las personas.

Cuando esas reglas se incumplen, en especial si quien las incumple es el gobierno, se rompen sutiles bases de la convivencia. Aunque no se note de inmediato, eso legitima que, a la corta o a la larga, otras personas y otros partidos puedan también considerarse habilitados para transgredir la Constitución o ignorar las leyes (incluidas las leyes que el mismo gobierno transgresor desea hacer regir). El resultado de esa actitud “canchera” y “sobradora” frente a lo jurídico se asemeja mucho a la de quien escupe hacia arriba o a la de quien serrucha la rama del árbol en la que está sentado.

¿Acaso durante la dictadura no añoramos todos las “formales libertades burguesas” que prohibían la prisión arbitraria y la tortura? Cuidado con imponer lógicas que luego se vuelven incontrolables.

La política y el derecho son parientes cercanos. Los dos son la materialización de la voluntad y de los valores de la sociedad. Pero tienen reglas muy distintas.
En política, todo es negociable y variable, todo puede ser modificado en cualquier momento en función de acuerdos, conveniencias, o por razones de interés general. El derecho, en cambio, y sobre todo el derecho constitucional, tiene por función fijar acuerdos estables para la vida social, por eso no debe ser cambiado ni ignorado en función de intereses circunstanciales. La confusión entre estas dos lógicas es uno de los mayores males que pueden aquejar a una sociedad, porque elimina las garantías con las que vivimos las personas y termina por destruir por completo la confianza en la organización social.

En el caso que analizamos, la decisión de los legisladores frenteamplistas estuvo expresamente determinada por conflictos internos de la propia fuerza política, lo que vuelve doblemente grave el problema.

En lo que respecta al otro aspecto, es decir a la ley en sí misma y, más en general, a los criterios que se siguen para legislar, el problema obsesivo parece haber sido la constitucionalidad o inconstitucionalidad y, por ende, la posibilidad de que la ley fuera viable o no. No se discutió tanto, en cambio, la conveniencia y acierto de las soluciones que contiene.

Personalmente no veo evidente que la ley aprobada sea inconstitucional. Es cierto que establece un delito “de peligro”, es decir un delito que se configura por la sola comisión de conductas riesgosas, aunque no produzcan un resultado dañoso, pero no es el único delito de peligro en nuestro derecho.
 Otra cosa es si la ley establece buenas soluciones para los problemas que pretende resolver.

Las mejores leyes son las que no tienen que aplicarse mucho. El mejor efecto de una ley es el que produce sin necesidad de movilizar los mecanismos estatales de prevención o de sanción. Por ejemplo, la norma que castiga al homicidio será socialmente eficaz en la medida en que disuada a las personas de cometer homicidios, y no lo será si obliga a encarcelar a muchos miles de personas por cometer homicidios. Del mismo modo, una ley que disponga el pago de un impuesto será más eficaz si, en lugar de disponer autoritarios procedimientos de inspección y persecución de los infractores, establece, por ejemplo, que no podrán cobrarse sueldos o jubilaciones sin acreditar el pago del impuesto.

En el caso de la seguridad laboral, la mejor ley sería la que generara mayor cumplimiento de la normativa con la menor intervención de los organismos de control. Porque la intervención de los organismos de control apareja problemas. Por un lado, exige enormes esfuerzos y costos sociales, por otro, crea un clima policial y represivo, y, en tercer lugar, suele provocar el desgaste tanto de los controladores como de los controlados, promoviendo a la larga la corrupción o la negligencia de unos y de otros, determinando que las normas terminen por desaplicarse.

¿Cómo se traduce esto en el caso concreto?

La ley aprobada configura como delito la mera infracción de normas reglamentarias sobre seguridad laboral cuando va acompañada de peligro concreto. ¿Se ha pensado en la cantidad de denuncias penales, fundadas e infundadas, que ese tipo de situaciones puede provocar? ¿Tiene nuestro Poder Judicial los recursos y la disposición como para investigar seriamente toda denuncia que se haga al respecto? ¿De verdad creemos que nuestros jueces encarcelarán a muchos empresarios por incumplir normas reglamentarias cuando no haya pasado nada grave?¿No ocurrirá que la abundancia de denuncias lleve a que el sistema previsto se deteriore y termine por ser ineficaz también para los casos realmente graves?

Sé que este asunto está políticamente cargado, tanto por política partidaria como por política sindical. Pero me parece válido que pensemos por un momento en la eficacia real de las normas creadas para proteger la salud y la vida de los trabajadores.

Probablemente, si la configuración del delito tuviera como requisito que se hubiese producido un accidente, o que a la empresa se le hubiese exigido previamente cumplir con determinada norma concreta de seguridad, la omisión sería más clara, el número de denuncias sería menor, los jueces estarían más obligados y dispuestos a aplicar con severidad la norma penal, y las empresas sabrían que deben impedir a toda costa los accidentes cumpliendo con las normas de seguridad.

Mucho me temo que la forma en que quedó redactado el texto legal sirva más como trofeo de las organizaciones políticas y sindicales que como garantía real de la vida y la salud de los trabajadores. Que al final es lo que importa, ¿no?

Fuente: Voces


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