Las tarifas suben. El gobierno argumenta. La oposición
critica. El oficialismo respalda. Dos, tres gritos. Algún retruque.
Chistes gráficos en redes sociales. Un meme que va. Un audio que viene. Y
llega enero y la discusión se apaga. Las tarifas públicas se iluminan
sobre el escenario de la cosa pública durante cinco minutos al final de
cada año. Es una luz potente pero demasiado focalizada, que le apunta a
la cara pero no deja ver mucho más. El conflicto se centra en el
aumento, pero pocos hablan de los niveles alcanzados.
Pasa
diciembre y el verano se lleva los últimos vestigios de las
conversaciones masivas. Los nuevos precios se naturalizan y solo algunos
expertos mantienen viva el debate en torno a los precios de los
servicios públicos. Más allá del ruido político, se trata de una
discusión relevante en el marco de un tema aun más amplio que es la
competitividad del país. Para producir en Uruguay hay que destinar un
presupuesto mayor para cubrir los insumos energéticos. Si se trata de un
negocio intensivo en el uso de energía eléctrica o combustibles,
es muy difícil que un empresario se apueste por Uruguay en lugar de
Argentina, Brasil, Paraguay o Chile, que ofrecen precios más
competitivos.
Para abordar el
problema es necesario entender que el precio de los servicios públicos
que paga un consumidor o una empresa en Uruguay tiene tres destinos
posibles: cubrir el costo estrictamente necesario para proveer ese
servicio, contribuir a financiar el gasto público a través de
transferencias al gobierno central o pagar las ineficiencias originadas
en un proceso productivo que utiliza mayores recursos de los que podría
emplear para obtener un mismo resultado.
Vayamos
por partes. El primer elemento es fácil de entender y le pone un piso a
los aumentos esperados. Un incremento en el costo de los insumos debe
verse reflejado sobre los precios, del mismo modo que es esperable que
una baja se traslade también al bolsillo del cliente.
Eso
en Uruguay no pasa porque normalmente los costos de producción no son
el único elemento sobre el que se sostienen las políticas tarifarias.
El
segundo elemento tiene que ver con las transferencias de recursos de
las empresas públicas al resto del Estado. La discusión sobre la
pertinencia o no de esta transferencia no es trivial. Hay quienes
sostienen que las empresas públicas deben contribuir como una
herramienta más de política económica, que ayude a perseguir las metas
trazadas por el Poder Ejecutivo.
Incluso que deben
ser empleadas como herramientas de política redistributiva o que se
fomente a través de ellas una determinada visión del desarrollo.
Sin
embargo, otros expertos entienden que no. Que si lo que se quiere es
redistribuir o apuntalar algunos sectores específicos de la actividad,
deben utilizarse otras políticas más eficientes en el balance entre
costos y beneficios, ganadores y perdedores. Y si hay que financiarlas
de algún modo, mejor sea a través de una suba de impuestos –que debe
aprobarse a nivel parlamentario– y no con la discrecionalidad que tienen
las tarifas.
Cuando la
oposición critica el afán recaudador detrás del precio de los servicios
públicos, lo que está haciendo es apuntando a este segundo componente de
las tarifas. Este componente ha aumentado su peso durante la última
administración de gobierno, cuando una parte del ajuste fiscal
se procesó mediante la captura por parte de las arcas públicas de la
baja del costo de insumos y mejora de eficiencia de las empresas
públicas –en particular de UTE–.
El
tercer elemento está menos presente en el debate público. Se trata de
la ineficiencia de las empresas públicas. Algunos expertos estiman que
los costos asociados a este componente son elevados. Para Ceres,
representa entre US$ 1.000 millones y US$ 1.200 millones por año –casi
2% del PIB, más de la mitad del déficit fiscal–. Esa pérdida de
eficiencia implica una sangría de recursos que no va a parar a otro lado
que a los bolsillos de quienes se benefician haciendo las cosas a un
costo mayor del que podría insumir.
Los
sindicatos de las empresas públicas han resistido con relativo éxito
los cambios que han impulsado las últimas administraciones de los entes.
El Directorio actual de ANCAP y el Banco República han sido los más activos en ese sentido y también
los más cuestionados por sus trabajadores. En el Directorio de un ente
público, chocar contra un sindicato puede tener un costo político muy
alto y quienes utilizan esas posiciones como trampolín electoral,
prefieren no hacer olas. Eso introduce un desincentivo muchas veces
insalvable a la mejora de la productividad.
Sería
bueno cerrar esta reflexión con números que cuantifiquen el peso de
cada uno de los tres componentes de las tarifas públicas. Sin embargo,
resulta muy difícil analizar la estructura de costos de las empresas
públicas con la información disponible. Las unidades reguladoras han
sido relegadas a un papel ornamental cuando deberían ser quienes
identifiquen las fugas de eficiencia y separen la paja del trigo en las
tarifas públicas, cuánto de lo que ingresa está destinado a cada uno de
los elementos analizados.
La
opacidad y la falta de controles les es funcional a los distintos
gobiernos de turno –no importa su color político–. Nadie quiere
deshacerse de un instrumento que le permite fácilmente disimular los
problemas fiscales y habilita gastos que de otra manera serían muy
difíciles de afrontar.
Nadie quiere cargar con el
estigma de la ineficiencia que se sostiene en la comodidad y la desidia
de autoridades que prefieren comulgar con las minorías beneficiadas
antes que asumir su responsabilidad de atender los intereses del país,
que requiere precios razonables para fomentar la actividad, la inversión
y el empleo.
Fuente:El Observador
No hay comentarios:
Publicar un comentario