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martes, 12 de diciembre de 2017

ANALISIS DE F. COMESAÑA: TARIFAS PUBLICAS

Las tarifas suben. El gobierno argumenta. La oposición critica. El oficialismo respalda. Dos, tres gritos. Algún retruque. Chistes gráficos en redes sociales. Un meme que va. Un audio que viene. Y llega enero y la discusión se apaga. Las tarifas públicas se iluminan sobre el escenario de la cosa pública durante cinco minutos al final de cada año. Es una luz potente pero demasiado focalizada, que le apunta a la cara pero no deja ver mucho más. El conflicto se centra en el aumento, pero pocos hablan de los niveles alcanzados.

Pasa diciembre y el verano se lleva los últimos vestigios de las conversaciones masivas. Los nuevos precios se naturalizan y solo algunos expertos mantienen viva el debate en torno a los precios de los servicios públicos. Más allá del ruido político, se trata de una discusión relevante en el marco de un tema aun más amplio que es la competitividad del país. Para producir en Uruguay hay que destinar un presupuesto mayor para cubrir los insumos energéticos. Si se trata de un negocio intensivo en el uso de energía eléctrica o combustibles, es muy difícil que un empresario se apueste por Uruguay en lugar de Argentina, Brasil, Paraguay o Chile, que ofrecen precios más competitivos.

Para abordar el problema es necesario entender que el precio de los servicios públicos que paga un consumidor o una empresa en Uruguay tiene tres destinos posibles: cubrir el costo estrictamente necesario para proveer ese servicio, contribuir a financiar el gasto público a través de transferencias al gobierno central o pagar las ineficiencias originadas en un proceso productivo que utiliza mayores recursos de los que podría emplear para obtener un mismo resultado.

Vayamos por partes. El primer elemento es fácil de entender y le pone un piso a los aumentos esperados. Un incremento en el costo de los insumos debe verse reflejado sobre los precios, del mismo modo que es esperable que una baja se traslade también al bolsillo del cliente.

Eso en Uruguay no pasa porque normalmente los costos de producción no son el único elemento sobre el que se sostienen las políticas tarifarias.

El segundo elemento tiene que ver con las transferencias de recursos de las empresas públicas al resto del Estado. La discusión sobre la pertinencia o no de esta transferencia no es trivial. Hay quienes sostienen que las empresas públicas deben contribuir como una herramienta más de política económica, que ayude a perseguir las metas trazadas por el Poder Ejecutivo.
Incluso que deben ser empleadas como herramientas de política redistributiva o que se fomente a través de ellas una determinada visión del desarrollo.

Sin embargo, otros expertos entienden que no. Que si lo que se quiere es redistribuir o apuntalar algunos sectores específicos de la actividad, deben utilizarse otras políticas más eficientes en el balance entre costos y beneficios, ganadores y perdedores. Y si hay que financiarlas de algún modo, mejor sea a través de una suba de impuestos –que debe aprobarse a nivel parlamentario– y no con la discrecionalidad que tienen las tarifas.

Cuando la oposición critica el afán recaudador detrás del precio de los servicios públicos, lo que está haciendo es apuntando a este segundo componente de las tarifas. Este componente ha aumentado su peso durante la última administración de gobierno, cuando una parte del ajuste fiscal se procesó mediante la captura por parte de las arcas públicas de la baja del costo de insumos y mejora de eficiencia de las empresas públicas –en particular de UTE–.

El tercer elemento está menos presente en el debate público. Se trata de la ineficiencia de las empresas públicas. Algunos expertos estiman que los costos asociados a este componente son elevados. Para Ceres, representa entre US$ 1.000 millones y US$ 1.200 millones por año –casi 2% del PIB, más de la mitad del déficit fiscal–. Esa pérdida de eficiencia implica una sangría de recursos que no va a parar a otro lado que a los bolsillos de quienes se benefician haciendo las cosas a un costo mayor del que podría insumir.

Los sindicatos de las empresas públicas han resistido con relativo éxito los cambios que han impulsado las últimas administraciones de los entes.
El Directorio actual de ANCAP y el Banco República han sido los más activos en ese sentido y también los más cuestionados por sus trabajadores. En el Directorio de un ente público, chocar contra un sindicato puede tener un costo político muy alto y quienes utilizan esas posiciones como trampolín electoral, prefieren no hacer olas. Eso introduce un desincentivo muchas veces insalvable a la mejora de la productividad.

Sería bueno cerrar esta reflexión con números que cuantifiquen el peso de cada uno de los tres componentes de las tarifas públicas. Sin embargo, resulta muy difícil analizar la estructura de costos de las empresas públicas con la información disponible. Las unidades reguladoras han sido relegadas a un papel ornamental cuando deberían ser quienes identifiquen las fugas de eficiencia y separen la paja del trigo en las tarifas públicas, cuánto de lo que ingresa está destinado a cada uno de los elementos analizados.

La opacidad y la falta de controles les es funcional a los distintos gobiernos de turno –no importa su color político–. Nadie quiere deshacerse de un instrumento que le permite fácilmente disimular los problemas fiscales y habilita gastos que de otra manera serían muy difíciles de afrontar.
Nadie quiere cargar con el estigma de la ineficiencia que se sostiene en la comodidad y la desidia de autoridades que prefieren comulgar con las minorías beneficiadas antes que asumir su responsabilidad de atender los intereses del país, que requiere precios razonables para fomentar la actividad, la inversión y el empleo.
 
Fuente:El Observador



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