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miércoles, 19 de julio de 2017

ANALISIS DE H. SARTHOU: LOS POLICIAS MUERTOS Y LA DESEDUCACION DE LA JUVENTUD

El asesinato de Wilson Coronel, un policía todavía joven y con hijos chicos, durante un asalto a un comercio de Pocitos, condensa y confirma, a la vez, varias cosas terribles que nos pasan.
La violencia. Esa muerte no es un hecho aislado. Dos días después fue asesinado Agustín Martínez, otro policía que prestaba servicios de seguridad cuidando remesas de dinero. Las muertes de Coronel y de Martínez se suman a otros dos casos similares, uno en Malvín y otro en Rivera. Según la prensa, al menos cuatro policías murieron en asaltos en lo que va del año.


Al mismo tiempo, desmintiendo la idea de que la supresión del dinero efectivo en la calle traería seguridad, ha habido secuestros de personas para forzarlas a hacer retiros de cajeros automáticos. Y, si consideramos los cada vez más frecuentes ajustes de cuentas, es evidente que la violencia aumenta en nuestra sociedad y adopta formas que nos eran casi desconocidas.

Violencia chica y violencia grande. Cuando decimos “violencia” siempre pensamos en muchachos jóvenes, con championes y la cara tapada. Pero hay otras violencias. ¿Cómo llamarle a la fumigación de centros poblados con pesticidas, a la contaminación del agua, a la usura descarada del capital financiero, a la corrupción política y administrativa? Esas violencias también cuestan vidas y dolor, aunque no aparezcan en la sección policial de los noticieros. Así que convengamos: hoy hablaremos de la delincuencia “chica”.

El caso de Coronel causó conmoción porque fue filmado por las cámaras de seguridad y el video se difundió ampliamente. Típico de la cultura de la imagen: los hechos en sí mismos no son tan importantes como su difusión mediática y virtual. La contrapartida es que será olvidado con la misma facilidad, al punto que, si no fuera por unas poco felices declaraciones hechas desde el Ministerio del Interior y por una carta que publicó en Facebook la esposa de la víctima, ya habría sido tapado por otro crimen, por algún resultado deportivo, por una denuncia de corrupción o por otra noticia escandalosa y polémica.

Estos hechos generan respuestas automáticas del sistema político. La oposición reclama siempre lo mismo: “Renunciá, Bonomi”, como si esa renuncia modificara las causas de la delincuencia.
El oficialismo y las autoridades, por su parte, adoptan una respuesta más político-partidaria que institucional. En este caso el Subsecretario Jorge Vázquez intentó blindarse ante las críticas desplazando la responsabilidad hacia la víctima o hacia el dueño del comercio.

Olvidó que la víctima, en tanto policía, estaba legalmente obligado a actuar como actuó. Aunque sólo hubiera concurrido al local a comprar una pizza o a saludar a un amigo, al producirse el asalto estaba obligado a hacer lo que hizo. De hecho, actuó la ley al oponerse al asalto. Enfrentó una situación muy difícil con una valentía y serenidad que muchos en su lugar no habríamos tenido.
Lamentablemente, salió mal y le costó la vida. En ese contexto, que estuviera trabajando en forma irregular es irrelevante, apenas una falta administrativa, y poner en ella el foco de atención es incomprensible.

La opinión pública. Cada vez que ocurre una tragedia de este tipo, hay dos reacciones muy características. Algunos claman por penas más largas, cárceles aun más duras y, si se los deja hablar, por la pena de muerte para los criminales. Pero hay también quienes parecen no ver los hechos.
Cierta sensibilidad pseudoprogresista ignora olímpicamente las muertes y el dolor de las víctimas. “Las causas del delito son sociales” o “Los delincuentes responden con violencia a la violencia con que los agrede la sociedad” rezan monótonamente. Esa sensibilidad es temática. Sólo la indigna la violencia dirigida contra ciertas categorías de personas: mujeres, negros, homosexuales, transexuales. Como si los derechos y las garantías no fueran para todas las personas por el solo hecho de ser personas.

Falsas soluciones. No sería extraño que, aprovechando el momento, algún parlamentario propusiera aumentar otra vez la pena para los que matan policías, o alguna fórmula para permitir el “gatillo fácil” policial. Fuera de lograrle algún minuto de prensa al legislador, esa “solución” no soluciona nada. Escribo esto y más de uno pensará: “otro progre que cree en los colibríes coloridos”.
No, por supuesto que no. Claro que las leyes penales deben sancionar con rigor casos como éste.
El problema es que eso, por sí solo, no da resultado. Las leyes sólo funcionan cuando hay un mínimo acuerdo social sobre las conductas que no deben permitirse y si, además, el posible infractor tiene algo para perder.

La verdadera causa. En el Uruguay hay cada vez menos acuerdo social sobre qué conductas no pueden permitirse y más gente que no tiene nada para perder. Miles de niños nacen en asentamientos, se crían en condiciones inadmisibles, en ambientes donde el trabajo regular es una noción desconocida, viven en barrios donde la “boca” de venta es la ley, ven desde muy chicos que sus hermanos mayores y sus vecinos entran y salen de la cárcel como quien va a la oficina, desertan muy pronto de la escuela, y el liceo les resulta inconcebible.

 ¿Qué pueden perder? ¿Un subsidio del MIDES? ¿Romperse el lomo toda la vida por quince mil pesos? ¿Cómo comparar eso con el dinero fácil, las pilchas de moda y el respeto del barrio?

La situación se describe en pocas palabras:“marginalidad cultural”. Un creciente sector de la sociedad se maneja con reglas que no son las institucionales. Detrás de eso hay un enorme, porfiado e inocultable fracaso de las políticas educativas y sociales meramente asistencialistas. ¿Qué necesitamos para reconocerlo?

Urgencias que paralizan. Nunca faltan personas prácticas que digan: “Sí, todo muy lindo, pero, ¿mientras tanto? Porque necesitamos soluciones YA”. Y las “soluciones” siempre son rápidas, inmediatistas, represivas … e inútiles. Se ponen rejas y cerraduras y los delincuentes se superan en habilidad para abrirlas; se contrata más policías, se aumentan las penas, se endurecen las cárceles, y los delincuentes salen cada vez más jugados, con menos respeto por la vida ajena y por la propia; se limita la circulación de dinero y hay secuestros.

Me gustaría escribir un artículo titulado “Abominación de las personas prácticas”. Por una razón sencilla: la pretendida practicidad, cuando se traduce en desesperación por hacer algo, cualquier cosa, ignora que la solución de los problemas suele no estar entre los elementos inmediatos del problema. En un barco que hace agua, el problema aparente es el agua; pero de poco sirve “achicarla” frenéticamente con una lata; es necesario ubicar la vía de entrada y taparla. Lo mismo ocurre con la delincuencia. Capturar y encerrar delincuentes es una tarea infinita, cara e inútil, si siguen funcionando las fábricas de delincuencia.

Camino largo. Malas noticias para las personas prácticas: no hay solución inmediata. La única opción real es seguir empeorando o adoptar políticas que producirán efectos recién dentro de diez años o más. ¿A qué me refiero? A que el problema es ante todo educativo. La población carcelaria tiene bajísimo nivel educativo. Gran parte de ella no terminó primaria y casi nadie la enseñanza secundaria. Digan lo que digan, la relación entre educación formal y delincuencia (de la “chica”,claro) es obvia e inversamente proporcional. A menor educación, más delincuencia.

El dato aterra en un país en que casi tres cuartas partes de la población juvenil no termina secundaria y en el que miles de gurises desertan en primaria. Sin embargo, la Ministra de Desarrollo Social sostiene que se debe seguir pagando la asignación familiar a los que no estudian.

El principal delito, aquel que deberíamos combatir con toda la artillería legal y social de que dispongamos, es el de los padres que permiten o fomentan que sus hijos no vayan a la escuela o al liceo. Eso, claro, debería complementarse con políticas de empleo que estimularan a los muchachos a formarse para trabajar, al menos mientras el trabajo humano no sea del todo sustituido por la tecnología. No sé si estamos a tiempo. La marginalidad cultural tiene ya credencial cívica; está instalada y naturalizada, por lo que superarla requeriría medidas fuertes y una profunda convicción social de que es el camino necesario.

Estamos muy lejos de eso, en una sociedad que permite que tres cuartas partes de su juventud no se eduque, y opta por invertir en rejas, alarmas, guardias de seguridad, shoppings y barrios cerrados. Los Wilson Coronel, los Agustín Martínez, los otros policías y guardias de seguridad muertos, las personas rapiñadas o secuestradas, las que se enrejan y encierran cada día más por miedo, son consecuencia de esa decisión errada. En este tema, todos tenemos nuestros guardiaciviles muertos.

Fuente: Semanario Voces


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