La fulminante separación del cargo, seguida de sumario, aplicada a la Directora del Liceo Nro. 1 de Salto ha puesto nuevamente a la laicidad en el candelero. Como es sabido, la Directora fue acusada de violar el principio de laicidad, por haber permitido que un grupo de mujeres, identificadas como integrantes de la organización “Pro Vida” de Salto, diera una charla sobre aborto y anticoncepción a los alumnos de 5º año de orientación biológica del liceo. El episodio en cuestión moviliza tantas cosas que no es fácil saber por dónde entrarle. Tal vez lo mejor sea empezar por acordar los significados de la palabra “laicidad”, o al menos los significados con que será usada en esta nota.
¿QUÉ ES LA LAICIDAD?
Si uno va al diccionario de la RAE, encuentra definiciones de este tipo: “principio que establece la separación entre la sociedad civil y la sociedad religiosa”.
No es que esté mal, pero es como decir que el fútbol es un “juego que requiere a veintidós personas en pantalón corto y un pedazo de cuero inflado”. No está mal, pero el que desconozca el juego no tendrá ni prostituida idea de qué es el fútbol. Lo mismo pasa con la laicidad, sobre todo en un país en que la laicidad tiene una larga e intensa historia. Veamos, entonces, qué se ha entendido históricamente por laicidad en la sociedad uruguaya.
La laicidad uruguaya nació como resultado de un conflicto –en los textos de José Pedro Varela es evidente- entre la Iglesia Católica y una sociedad política que, a fines del Siglo XIX, pugnaba por consolidarse como tal, liderada por personalidades que, perteneciendo a partidos diversos, respondían también a concepciones filosóficas diversas, racionalistas, espiritualistas, positivistas, a menudo masónicas, pero coincidían en un firme no clericalismo respecto a la organización del Estado y, tal vez en menor medida, de la enseñanza.
El conflicto se laudó en 1917 con una reforma constitucional que estableció la separación formal entre la Iglesia Católica y el Estado, declarando que el Estado uruguayo no sostenía religión alguna pero toleraba a todas. Ese final tuvo muchos jalones previos, como -en épocas de Varela- convertir a la enseñanza religiosa en una materia opcional, o –ya siendo presidente José Batlle y Ordóñez- retirar los crucifijos y símbolos religiosos de los hospitales, cárceles y edificios públicos. En la enseñanza pública, como sabemos, terminó prohibiéndose la educación religiosa.
Pero la laicidad uruguaya derivó muy rápidamente hacia otros temas. Hacia 1917 estaban muy frescas todavíalas degollatinas y los rencores de las guerras civiles entre blancos y colorados. Así, aunque la reforma constitucional no lo dijera expresamente, blancos y colorados establecieron un pacto –creo que no escrito- por el que la historia reciente (lo que entonces era la historia reciente) no se enseñaba en la escuela (en el liceo tampoco, pero el liceo era demográficamente insignificante).
Ya percibimos una nota característica de la laicidad uruguaya: la omisión. Cuando un tema es socialmente conflictivo, la tradición uruguaya es suprimir el tema en la currícula. Si la religión es problemática, no se habla de religión; si la historia política reciente es conflictiva, no se habla de política ni de historia reciente. Hay otros dos temas “tabú” en nuestra tradición laico-educativa. Uno es el fútbol. Para la sociedad uruguaya, ser de Peñarol o de Nacional pasó a ser casi tan conflictivo como ser católico o ateo, blanco o colorado, o ahora “rosadito” o frenteamplista. Y se cumplía a rajatable: siendo niño, jamás supe si mis maestros rezaban, o qué votaban, ni si eran “manyas” o “bolsos”.
El cuarto tabú era la sexualidad. Pero eso era distinto. Hasta entrada la escandalosa década de los 60, todo el Uruguay estaba de acuerdo en que de sexo no debía hablarse. En conclusión, había tres temas de los que no se hablaba porque había mucho desacuerdo, y un cuarto tema del que no se hablaba porque había demasiado acuerdo.
TIPOS DE LAICIDAD
No nos culpemos demasiado por nuestra forma de ser “laicos”. Tal vez la laicidad es así. No existe en abstracto. Sólo se es “laico” respecto a ciertos temas, los conflictivos. Cuando hay acuerdo social respecto a algo, la laicidad no se reclama. Nadie reclama laicidad respecto a la ley de gravedad o a la teoría de la relatividad. Como toda teoría científica, mañana puede descubrirse que son falsas, pero hoy nadie se opone a que se enseñen en escuelas y liceos.
El problema se plantea cuando un contenido educativo lesiona las convicciones, creencias, intereses o formas de vida de un sector de la sociedad. Entonces la laicidad surge como reclamo y, a la vez, como solución de paz.
Pero, ¿la supresión del tema en el programa educativo es la única forma de asegurar la laicidad? Obviamente no. Habría otra posibilidad: exponer las diversas posturas sobre el tema en el curso. Claro, es problemático. Si el mismo docente expone las diversas posturas, existe el riesgo de que privilegie su propia opinión ante los alumnos. Y, si se habilita el debate en clase con participación de exponentes convencidos de una y otra postura, se corre el riesgo de que la pasión convierta a la clase en un pandemónium.
No hay una solución mágica, sino un problema a considerar y meditar. Lo claro es que, en la medida en que los temas conflictivos proliferan, la laicidad por omisión termina convirtiendo a la enseñanza en un pan ´húmedo, carente de interés, utilidad y atractivo.
¿La omisión sigue siendo una alternativa en los tiempos que corren? ¿Tenemos realmente la posibilidad de proteger a los niños de los temas por los que nos enfrentamos los mayores? ¿Omitir esos temas es una forma válida de protegerlos?
Las preguntas no son retóricas. Propongo que nos preguntemos juntos esas cosas.
LAICIDAD Y GÉNERO
Nuestros cuatro temas tabú eran propios de una sociedad más simple y homogénea, en la que –quizá ingenuamente- había un cuerpo de creencias y valores compartidos. Hasta hace poco más de medio siglo, nuestros mayores peleaban por si Dios existía o no (un solo Dios; los otros parecían no haber cruzado la frontera), o por ser blanco o colorado (ser “de izquierda” era casi una excentricidad), o por ser de Peñarol o de Nacional. Como todos estaban de acuerdo en no hablar de sexo y todos coincidían en que Uruguay era un territorio democrático y suavemente ondulado, con un héroe indiscutido y un clima templado y benigno, las cosas eran fáciles y era posible mantener a los niños en una atmósfera relativamente libre de humos ideológicos. Sobre esa lógica se edificó nuestra laicidad.
A fines de los sesenta, la realidad social y política saltó la barrera de los centros de estudio. Los conflictos sindicales, la militancia estudiantil, los inicios de la “revolución sexual” , los paros docentes, hicieron que niños y jóvenes no pudieran seguir al margen de lo que enfrentaba a sus mayores. Después vino la dictadura, y ahí sí la laicidad brilló por su ausencia. Las doctrinas de la seguridad nacional y del orden natural (en versiones degradadas y militarizadas de Santo Tomás de Aquino y de Aristóteles) invadieron los textos de estudio, junto con edificantes advertencias sobre “el marxismo apátrida y la subversión internacional”.
Lo grave es que, salidos de la dictadura, no supimos qué hacer. Vacilando entre restablecer la laicidad aséptica postvareliana y abrir la educación a los conflictos internos y a los vientos que soplaban en el mundo, no hicimos ni chicha ni limonada. Una enseñanza anómica, que no protege de la realidad ni enseña a entenderla.
Entonces llegó el período frenteamplista. El Frente continuó con el modelo anómico existente. Con una variante: fue incluyendo progresivamente contenidos ideológicos que no se admiten a sí mismos como ideológicos. Así, ingresó a los programas de estudio el discurso internacional y políticamente correcto sobre los Derechos Humanos, el mismo que hacen la ONU, Obama y Hillary Clinton. Un discurso, en el fondo liberal, que concibe a la sociedad como una mera conjunción de derechos –sin obligaciones- de sus integrantes.
Finalmente se incorporó la ideología de género. El feminismo, la anticoncepción, el aborto, la homosexualidad, la transexualidad y muchas otras -no todas- las formas de diversidad sexual adquirieron estatuto de temas de estudio. Los manuales y guías que circulan en los centros de enseñanza son elocuentes: recomendaciones a los docentes para que desestimulen a los niños a jugar a ciertos juegos (los niños a ser supeheroes y las niñas a ser princesas) y los estimulen a invertir los papeles, la decisión explícita de “deconstruir” las identidades sexuales con que los niños ingresan a la escuela. Todo inserto en un país que hace homenajes oficiales a ciertas identidades sexuales, como si la identidad sexual fuera un mérito, en lugar de un hecho de la vida que solo cabe respetar.
SALTANDO A SALTO
¿Cómo extrañarse de que un grupo de mujeres católicas intente invadir los ámbitos de estudio con ideas opuestas a las que se enseñan oficialmente? ¿Con qué noción de laicidad juzgarlas?
Es obvio que a la Directora se intenta aplicarle la noción tradicional de laicidad, la omisiva. Su culpa formal es haber permitido que se tratara un tema socialmente polémico, aunque todos sabemos que en realidad se la culpa por haber permitido que voces opuestas a las creencias oficiales, en esos temas, llegaran a los alumnos.
Si los temas de género deben estar en los programas de enseñanza –y yo creo que sí- es indispensable que los alumnos tengan acceso a opiniones discordantes con el discurso oficial.
De lo contrario, la única alternativa coherente sería omitir otra vez el tratamiento de los temas “de género” en la enseñanza.
¿Se puede volver a cerrar esa puerta recién abierta?
Si no, la alternativa parece ser abrirla para todos. Construir una nueva laicidad que no se base en la omisión y el silencio sino en la pluralidad de voces discrepantes.
No será fácil, pero no parece haber otra alternativa.
Hoenir Sarthou Cansa reiterar lo mismo una y otra vez para gente que no leyó bien el artículo y no leyó para nada los comentarios anteriores. Nunca negué que el modelo tradicional de laicidad hubiese sido violado por lo ocurrido en Salto. Lo que dije es que ese modelo de laicidad es violado todos los días por la aplicación de los manuales y guías destinados a los docentes, con anuencia de las autoridades del sistema educativo. La ideología de género, convertida de hecho en ideología oficial del sistema de enseñanza público, es una grosera violación de la laicidad. Cuando en los manuales y guías (de nivel no sólo liceal sino escolar) se afirma que el objetivo pedagógico es "deconstruir (en algunos manuales dice "desnaturalizar") la identidad de género que los niños traen naturalizada de sus casas" se está ejerciendo una de las violencias más duras que puede sufrir un niño. ¿Alguien cree que los padres enviamos a nuestros hijos e hijas a la escuela para que los maestros le "deconstruyan" (la desarmen para mostrarle cómo está hecha) la identidad sexual que tiene ya asumida? Eso, claramente, está fuera de los cometidos y competencias de la escuela, Y, por cierto, los maestros no fueron formados para intervenir en áreas psicológicamente tan delicadas. ¿Estaríamos de acuerdo en que los maestros y psicólogos "deconstruyeran" las creencias religiosas, filosóficas, políticas o morales que el niño trae de su casa? Presumo que todavía no. Con más razón, es inadmisible que, desde la autoridad del maestro, se sometan a análisis y discusión aspectos tan delicados, y sobre los que se sabe tan poco, como la identidad sexual del niño. Se está usando a los niños para demostrar una teoría sumamente discutible y discutida: que la identidad sexual (no sólo el papel social o género) es una construcción social y que no depende del sexo biológico con que se haya nacido. Esa es la teoría que inspiró a la ley de cambio de sexo. Y por eso el papel preponderante de "Ovejas negras" en la redacción del los manuales y guías escolares. ¿Es aceptable que los niños se vean sometidos a semejante experimento psicológico? ¿Quién se va a hacer cargo de los sufrimientos y trastornos que provoque? Porque yo no creo que esa pedagogía transforme la identidad sexual de los niños. Creo que las hormonas y los genes determinan muchas cosas y que, como siempre, los heterosexuales serán heterosexuales, los homosexuales serán homosexuales, y otros serán las dos cosas o ninguna. El problema es que someter a niños de cinco, seis o siete años a dudas sobre una identidad que ellos viven como natural es crear un conflicto donde no tiene por qué haberlo. Si lo que se pretendiera fuera evitar que los niños discriminen a los no heterosexuales, alcanzaría con enseñarles que todas las orientaciones sexuales, todas las ideas y todas las creencias deben ser respetadas. O sea: no hay nada que "deconstruir".Basta con aprender a vivir y a dejar vivir. La "deconstrucción" es un objetivo de adultos ideologizados que debería plantearse y discutirse muy lejos de las escuelas. Sin embargo, sobre ésto, que pasa todos los días, no se dice nada. Nadie pide sumarios y separaciones del cargo para el que aprobó el manual de Ovejas Negras y los otros manuales y guías sobre sexualidad que circulan y se aplican en la enseñanza. ¿De qué laicidad hablamos?
Fuente: Voces
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