La posibilidad que se produzcan nuevos saqueos masivos en Argentina, no se esfumó con la firma del acuerdo salarial entre el gremio policial de Córdoba y otras provincias y las autoridades provinciales. Más bien al contrario, podría decirse que a partir de ese momento se agigantó, porque puede comenzar un “efecto dominó” en otras zonas del país. De hecho, se está reforzando la vigilancia preventiva en las zonas más vulnerables del conurbano bonaerense y en la periferia de grandes ciudades.
En la provincia de Buenos Aires, la que tiene el mayor potencial explosivo en materia de estallidos sociales, por su gran concentración de población marginal en villas miseria y asentamientos irregulares, las autoridades se apuraron a formar un comando especial, con fuerzas policiales provinciales y la Gendarmería nacional. Mientras se producían los disturbios en Córdoba, también hubo conatos de saqueos en la localidad bonaerense de Glew, donde murió el dueño de un supermercado mientras resistía un robo en masa. Y en varias localidades del conurbano se registraron incidentes violentos en protestas de vecinos por cortes de luz.
Lo cierto es que muchos comerciantes de las zonas conflictivas están en un estado de paranoia y algunos, por su cuenta, se han armado y organizado fuerzas de defensa en caso de que haya intentos de saqueos en sus establecimientos. Es así que en supermercados de los municipios de La Matanza, Tigre, Malvinas Argentinas, José C. Paz y San Martín, entre otros, muestran un panorama de guardias armados, al lado de los arbolitos navideños y los turrones y sidras en oferta.
Campo fértil para el estallido
En todo caso, lo que ha quedado en claro en estos días es que el estallido social y los saqueos no pueden ser vinculados a un motivo en particular –como la huelga policial en Córdoba– sino que cualquier inconveniente, grande o pequeño, puede ser disparador de disturbios. Y, sobre todo, que persiste una situación de marginalidad que resulta fértil para que cualquier chispa se transforme rápidamente en una hoguera.
Pasó a fines de 2010, cuando la masiva ocupación de terrenos en el Parque Indoamericano, por parte de habitantes de las villas de la ciudad de Buenos Aires, afectados por la “inflación inmobiliaria” ocurrida tras la explosiva superpoblación en estos asentamientos.
El año pasado, los graves incidentes con saqueos en Bariloche fueron iniciados por la indignación de un grupo de ciudadanos que se sintió discriminado en el reparto de planes de asistencia social ante la inminencia de las fiestas navideñas. Y ese conflicto generó un rápido “efecto contagio” en Santa Fe y el conurbano bonaerense.
Hace pocos días, otra prueba de la facilidad de la ocurrencia de saqueos se vio en San Fernando –zona norte del conurbano–, cuando un conflicto entre vecinos que disputaban la prioridad para habitar viviendas de un programa social derivó en una trifulca con intentos de robo a supermercados. Y apenas días antes del estallido de Córdoba, otros amagues de disturbios en el gran Rosario volvieron a agitar el fantasma de los saqueos.
La ruptura del contrato social
En todos los casos fue evidente la dificultad del gobierno para hacer frente a estas situaciones. Hasta su discurso político ha sido cambiante, dependiendo de cuál fuera el caso. Cuando los problemas ocurrieron en distritos gobernados por fuerzas de la oposición, su respuesta fue culpar a los dirigentes opositores por no haber sido capaces de diseñar políticas de contención para la población en situación social vulnerable.
Pero cuando los disturbios se desataron en zonas gobernadas por el oficialismo, surgieron las versiones conspirativas. La propia Cristina Fernández de Kirchner, el año pasado, no vaciló en calificar a los saqueos de Bariloche como un intento de desestabilización política.
Por estas horas, los medios de comunicación enfatizan el hecho de que los saqueadores estaban organizados y que contaban con una logística compleja, que incluía autos, motos, comunicación y locales de almacenamiento para objetos robados. Sin dudas, esto existió, pero lo que quedó en evidencia tras el caos de Córdoba es que los saqueos fueron masivos, y que a los grupos organizados que iniciaron los disturbios le siguió el resto de la población. Las imágenes de mujeres y niños llevándose lo que pudieran de los mismos supermercados donde cotidianamente realizan sus compras dieron la pauta de la gravedad del fenómeno.
Algunos de ellos, al ser increpados por periodistas que transmitían los disturbios en vivo, no mostraban culpa alguna ni consideraban que lo que estaban haciendo fuera delito ni un hecho moralmente condenable. Simplemente hacían lo que todos sus vecinos: aprovechar la ocasión. Ahí es donde reside el costado más preocupante para todos los analistas políticos: cómo se ha roto el “contrato social” en Argentina, ese que establece que, más allá de si hay o no hay un policía vigilando, no se debe robar simplemente porque está mal.
Los críticos del gobierno afirman que este hecho es el mayor desmentido al mito kirchnerista de la “inclusión social”. Los disturbios muestran que no solo persiste la pobreza sino que, además, hay una situación de marginalidad cultural: una gran porción de la población ya no comparte los valores tradicionales según los cuales el consumo es el reflejo del esfuerzo personal, fruto del trabajo y el ahorro, en una sociedad que permite la movilidad social ascendente.
“Esto no es hambre. No se roban alimentos, se llevan televisores LCD”, se indignaban los comentaristas televisivos al ver las imágenes de lo ocurrido en Córdoba. Se les escapaba lo obvio: primero, que los saqueadores, actuando con perfecta lógica económica, priorizan lo más valioso y fácil de transportar; y segundo, que no es condición indispensable tener hambre para convertirse en saqueador, una vez que se han roto las redes de contención en el tejido social. A su modo, lo miles que vaciaron los supermercados y locales de electrodomésticos y que luego, con indisimulado orgullo, mostraban en Facebook los artículos robados, demostraban que se tomaron en serio, en el sentido más literal posible, la promesa kirchnerista de que todos los objetos de consumo fueran “para todos”.
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