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sábado, 9 de abril de 2022

RAHAF MOHAMMED : PRISIONERA DEL ISLAM

La habitación de Rahaf Mohammed en su casa en Ha’il, una región de Arabia Saudí donde se enseña la versión wahabista del islam —en la que silbar, por ejemplo, está prohibido— tenía la ventana siempre cerrada y las cortinas corridas para que ningún hombre pudiera verla desde el exterior. “La luz del Sol jamás tocó las paredes de mi cuarto”, explica en su libro Rebelde (Península). 


A los nueve años empezó a cubrirse con la abaya, un saco negro del cuello a los pies, y a partir de los 12, también con niqab, prenda con la que solo los ojos quedan al descubierto. “En cuanto me cubrí con él, supe que había dejado de existir”. En su casa y en el colegio escuchaba cosas como estas: “Las mujeres que quieren conducir son putas”; “Si montaras en bici, perderías la virginidad y te convertirías en lesbiana”. Rahaf no se resignó. Empezó a hacerse preguntas: ¿por qué no puedo hacer las mismas cosas que mis hermanos? ¿Por qué si son los hombres los que no pueden controlarse son las mujeres las que tienen que taparse? ¿Por qué si la mujer es un ser desvalido que necesita de tutela permanente se la considera una amenaza? Su entorno replicó a muchas de esas preguntas con palizas. 

Pero encontró una forma de obtener respuestas, la ventana a otro mundo y a otra vida: internet.

Fue, sorteando las trabas de las autoridades saudíes, accediendo desde su teléfono a libros y películas prohibidas, como empezó a crecer en ella el deseo de huir. “Estaba navegando por distintos sitios cuando, gracias a una maravillosa coincidencia, me encontré con la cuenta de Twitter de una mujer que vivía en Canadá. Le mandé un mensaje y le pregunté cómo había conseguido llegar hasta allí. Me proporcionó el código secreto para acceder a una página que ayudaba a chicas a escapar. Y a partir de ahí dejé de ser la rara. Aparte de ser una guía digital sobre cómo escapar, esa organización alimentó la confianza en mí misma”.

Siguiendo aquellos consejos, Rafah preparó su huida minuciosamente durante un año hasta que el 31 de diciembre de 2018 puso en marcha su plan. En el aeropuerto de Bangkok, desde donde volaría a Melbourne para pedir asilo, la interceptaron. Su padre, que trabajaba para la familia real saudí, había movido sus influencias. Pero quienes la retuvieron cometieron un error: le quitaron el pasaporte, no el teléfono, y eso terminó salvándole la vida. Desde la habitación en la que la tenían encerrada a la espera de que saliera el próximo vuelo de regreso a casa, desesperada, empezó a tuitear su historia: 
“Mi vida está en peligro si me obligan a volver a Arabia Saudí. Tengo 18 años. No puedo hacer nada. Tienen mi pasaporte y mañana me obligarán a regresar. Por favor, ayúdenme. Me van a matar”.

La red social se llenó entonces de mensajes de ayuda procedentes de distintos países —“Aguanta, Rahaf”— y también de amenazas de muerte desde cuentas saudíes. Sus tuits hicieron que se pusieran en contacto con ella periodistas de grandes cabeceras y esa presión mediática activó a los organismos de defensa de los derechos humanos, como los de Naciones Unidas.

Cuando finalmente aterrizó en el aeropuerto de Toronto, le esperaba la ministra de Asuntos Exteriores de Canadá. Rahaf tuiteó: “Quiero daros las gracias por apoyarme y salvarme la vida. De verdad que nunca habría soñado con tener tanto amor y apoyo. Sois la chispa que me motivará para ser mejor persona”.
Hoy reside en Toronto, donde aprende a vivir en libertad, a olvidar todas las prohibiciones que le inculcaron con palizas. Ahora ayuda a otras mujeres a escapar, a dejar de ser invisibles. Twitter también puede ser eso: la ventana a una vida mejor.




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