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martes, 23 de enero de 2018

SORDOS EN URUGUAY: ENTRE LA ESPERANZA DE OIR, LA BUROCRACIA Y SORDOS QUE NO QUIEREN QUE OTROS PUEDAN ESCUCHAR

Nicolás García nació de vuelta al sonido cuando oyó el ladrido de un perro. Ese quejido que a cualquiera de nosotros le resulta molesto, para él fue un milagro; la confirmación de que el implante coclear que le habían introducido en el cráneo funcionaba y le permitiría volver a oír ruidos, voces y palabras. Desde que el otorrinolaringólogo Hamlet Suárez fundó el Programa de Implantes Cocleares (PIC) en 1991, ya son 330 los niños nacidos sordos y los adultos que han perdido la audición que pasaron por este procedimiento, un suceso médico que tiene el efecto de un acto de magia: el único caso de la salud en el que se puede recuperar un sentido perdido. En la foto Marcos y Sara quienes son los primeros niños implantados, hijos de padres sordos.


Del ladrido de aquel perro ya pasaron varios meses. Con ese eco, Nicolás, a los 26 años, le puso punto final a una década de sordera, después de haber perdido el oído derecho a los 11 y el izquierdo a los 16. La estadística mundial —que Uruguay toma como propia porque todavía no existen números locales— dice que uno de cada 1.000 nace con sordera congénita. Pero esa cifra se duplica si se tienen en cuenta los niños que quedan sordos más grandes debido a factores de riesgo, como pueden ser las infecciones virales.

"Y si se agregan las sorderas progresivas (de origen genético) y adquiridas (por enfermedades, medicación o accidentes) la cifra trepa a 15 de cada 1.000 personas", explica Beatriz Rosales, jefa del servicio de otorrinolaringología del Pereira Rossell y cirujana del PIC.

El problema es que tal y como funciona el sistema de salud en Uruguay, "la cobertura disponible para costear el implante abarca solo al sordo de nacimiento y a algunos adultos, excluyendo de esta solución a varios candidatos", dice Rosales.

A partir de 1998 el Fondo Nacional de Recursos (FNR) financia el dispositivo del implante (que tiene un costo que ronda los US$ 19.000) para niños menores a siete años, y cubre la calibración del aparato y de las baterías (de un valor de US$ 400 por año) hasta que cumplen 21. Los adultos que pierden la audición pueden acceder al aparato a través del Banco de Previsión Social (BPS), pero solo si son trabajadores activos. Los mayores de siete años, la población desocupada y los jubilados no pueden alcanzar este beneficio. "Es decir, los más vulnerables", dice Rosales.

Para los especialistas, esta situación es una paradoja. "El riesgo de la operación es muy bajo y la gama de pacientes es cada vez más grande, pero el acceso quedó manco", opina Suárez.

A la dificultad de conseguir el dispositivo se le suma el conflicto de a quién le corresponde cubrir la cirugía. Cuando en 2008 fue lanzado el Plan Integral de Atención en Salud (PIAS), en el capítulo que refiere a la cirugía del implante coclear se indicó entre paréntesis que le compete al FNR, "aunque se incluye en el catálogo de servicios obligatorios que deben brindar los prestadores, tal y como venían haciendo hasta ese momento", dice Rosales.

Por eso, una vez que consiguen el dispositivo, la mayoría de los pacientes comienzan un periplo para lograr que su mutualista pague esta cirugía (que ronda los US$ 10.000). Son muy pocas las que tienen la voluntad de cubrir el servicio sin emitir una factura. "La mayoría dice que no les corresponde porque el PIAS estipula que es obligación del FNR", explica Rosales. Y el FNR contesta que es obligación del prestador. Y así pasan los meses.

Algunos sordos no encuentran una salida a esta encrucijada. Y otros demoran años en hallarla. Esto le pasó a Nicolás.

—Yo me acuerdo del día en que quedé sordo, —cuenta. Me desperté dolorido y fui al médico. Quedé sordo y mi vida cambió. Nunca más volví a salir de mi casa. No fui más a cumpleaños ni a estudiar. Yo andaba con una hojita y una lapicera y tenían que escribirme ahí para entenderse conmigo. Pero dejé de salir porque tenía miedo de perderme, de estar en la calle y no escuchar las bocinas. Y no salí más.

Interrumpe Graciela, su madre.

—Lo tuve que llevar a tratamiento psiquiátrico porque había tomado acciones contra su vida, porque me decía que sordo no quería vivir.

Durante los 10 años que Nicolás no oyó, distintos médicos les dijeron a sus padres que podría recuperar la audición mediante un implante coclear. Pero, como no cumplía con las condiciones para ser beneficiario del FNR ni del BPS, les resultaba imposible costear el dispositivo y la cirugía. "Vas a tener que golpear muchas puertas", le dijeron a Graciela. Desempleada, ocupada en la crianza de sus otros ocho hijos, no logró descifrar qué puertas debía tocar. Y así estuvo, resignada a la sordera del hijo hasta que un tío de Nicolás pidió ayuda en el Ministerio de Desarrollo Social y un funcionario le recomendó ir al consultorio jurídico de la Facultad de Derecho, donde un grupo de abogados resuelve en juicios de amparo algunas causas perdidas del ámbito de la salud.

La familia

—A los pocos días tuvimos la audiencia y la jueza dijo que el Fondo tenía 72 horas para darle el dispositivo, —dice Graciela.

Gustavo Costas, grado cinco de otorrinolaringología, lo operó gratis en el Hospital de Clínicas. Apenas unas semanas más tarde, Nicolás festejó a los saltos algo tan chiquito, tan cotidiano, tan insignificante como escuchar a un perro ladrar.

Moneda corriente.

El abogado Juan Ceretta se siente parte de una escena que se repite una y otra vez. En 2017 presentó casi 20 amparos de clientes que no oyen. Desde hace dos años, el despacho que dirige en la Facultad de Derecho se convirtió en la última chance de estos pacientes desamparados. Y cada vez aparecen más. "Hoy todo el que esté sordo y necesite un implante tiene que hacer un juicio. Si es menor de siete años y recibió el dispositivo del FNR, hace juicio para que le paguen la cirugía. Si es mayor de siete tiene que hacer juicio por el aparato y por la cirugía. Si tiene más de 18 y es activo en el BPS, tiene que hacer juicio por la operación. Y si no es activo, lo hace por las dos cosas".

Hasta ahora, la UdelaR ganó cada uno de estos juicios. "El FNR solo apela por la cirugía, porque no quiere generar un antecedente de haber pagado una", dice. Pero este déjà vu incluso llamó la atención de los jueces. "Ha pasado que le pregunten a los abogados del FNR por qué no resuelven el tema así no seguimos perdiendo el tiempo", cuenta Ceretta.

La judicialización del asunto también afecta a los médicos, que se están acostumbrando a declarar ante un juez. "Para nosotros es un desgaste físico y emocional, porque se ha vuelto bastante cotidiano", dice Rosales. Su colega Cecilia Ugarte coincide: "Resolver la financiación es un tema desde hace años. Encontramos una solución en esto de recurrir a los juicios de amparo, pero uno ve por lo que tiene que pasar el paciente, ¡y nosotros mismos!, porque hacemos cartas, informes, vamos al juzgado, hablamos con el abogado y vamos a declarar en el tiempo que deberíamos estar en consulta u operando". Alejo Suárez, director del equipo del PIC, concluye: "El beneficio del implante coclear tanto para niños como para adultos es claro, y debería darse la cobertura de forma universal. De hecho, en la actualidad hay más pacientes adultos que niños que necesitan el implante".

Suárez plantea lo que el resto murmura: "Queremos lograr que se unifique la institución proveedora de dispositivos y que se aclare quién tiene la responsabilidad sobre la cirugía". De esta forma pretende que los adultos que pierden la audición y no aportan al BPS también reciban el aparato. Es que el FNR fijó dos décadas atrás el tope de beneficiarios en siete años debido a que "el mejor resultado se logra en aquellos niños implantados más tempranamente, sobre todo antes de los tres años", explica. Se debe considerar que el procedimiento cumple su meta si el paciente además de oír logra desarrollar el lenguaje, lo que requiere una extensa rehabilitación que suele acompañarlo a lo largo de la edad escolar.

Ahora el panorama se amplificó. "Esta determinación del FNR de cubrir solo a los niños ha quedado fuera del tiempo y del contexto. Al principio se hizo así porque se quiso dar una solución a una población que estaba desamparada, que eran los niños, pero hoy las poblaciones desamparadas se multiplicaron", opina Ugarte.

Desde el Hospital de Clínicas, Gustavo Costas insiste en que los adultos que habiendo escuchado quedaron sordos —como Nicolás—, "son tan buenos candidatos al implante como los niños que nacen sin oír, porque ellos tienen el lenguaje adquirido, lo que implica que lo único que hay que hacer es volver a generar la sensación de audición para que el cerebro vuelva a reconocer los sonidos".

La universalización del implante podría tener un efecto determinante en la calidad de vida de los adultos mayores. "Si uno le abre una puerta al sonido está demostrado que se retrasa la demencia y el alzhéimer", señala Rosales. "Esto es un problema en un país como el nuestro, con la sociedad envejecida, pero hay ancianos que no reciben cobertura ni siquiera para un audífono, cuando cuestan US$ 2.000 cada oído", agrega.

La doctora Alicia Ferreira, directora del FNR, asegura que tantas demandas generaron una alerta. "Entendemos que existe la necesidad de aclarar en el catálogo del PIAS quién es el responsable de cubrir la operación", dice. ¿Y quién es? "Los prestadores de salud, pero hace falta aclararlo", confirma. Ferreira anunció que está previsto ampliar la edad de los candidatos a recibir el aparato "aunque no abarcaría a los adultos".

También se piensa resolver qué hacer con los implantados que, una vez cumplidos los 21 años, no pueden cubrir los costos de mantenimiento del equipo o necesitan una nueva operación por alguna falla del sistema. "Desde hace varios meses estamos trabajando en la elaboración de un programa integral de atención con el hospital Pereira Rossell. Queremos desarrollarlo junto a prestadores mutuales, buscando incorporar la rehabilitación, y queremos definir un centro de referencia para estas cirugías", adelantó.

Mientras tanto, hasta que el escenario no varíe, el milagro parece haber quedado a medias.

Contra reloj.

No hay que confundirse: un implantado sigue siendo sordo cuando se le acaba la batería o retira el dispositivo externo para irse a dormir. Todos oyen, pero entre los niños "el paciente estrella es aquel que habla", dice Hamlet Suárez. Por eso la rehabilitación es esencial para aprender a escuchar y oralizarse, al margen de que la mayoría de los niños también aprende lengua de señas, sobre todo cuando hay otros sordos en su familia.

A la hora de evaluar los candidatos al implante, tanto el equipo del PIC como el FNR analizan el compromiso que la familia del paciente demuestra para cumplir con la rehabilitación. "Es una decisión muy dura. Algunos pacientes se rechazan por razones socioeconómicas, porque si no concurren a las sesiones y no hay estímulo en el hogar, esto termina en un fracaso y tampoco podemos crear un problema", plantea Ugarte.

En la clínica Cipres estos pacientes son alumnos. Algunos llegan antes de realizarse el implante para estimular las habilidades previas al lenguaje. Luego de la operación asisten dos veces por semana durante varios años para trabajar con psicopedagogas, fonoaudiólogas y psicólogas. "Para un niño implantado escuchar es una tarea cognitiva. Su cerebro tiene que estar escuchando y atendiendo y entendiendo y discriminando", dice la maestra Silvina Suárez. "Esto implica un cansancio mental mucho más grande que el de un oyente que está aprendiendo a hablar", agrega su colega María Dina Quinteros.

Los niños con cobertura de ASSE acceden a este programa financiados por las donaciones de la baronesa filántropa Nina Von Maltzahn. Otros niños y adultos recurren a las ayudas extraordinarias del BPS. Y el resto recibe un presupuesto a la medida de su bolsillo, "para que nadie quede afuera", dice Suárez.

En estas salas de estudio aprendieron a hablar Marco y Sara Slinger. Su historia es icónica en este universo: son los primeros implantados hijos de sordos, y dominan el lenguaje oral y el de señas por igual. Marco tiene 11 años, y además de lengua de señas habla español e inglés con la misma fluidez que un niño oyente. En sexto, fue abanderado. Sara tiene 6 y está a punto de empezar primer año de primaria, pero en noviembre su implante dejó de funcionar de repente.

Sara, que creció oyendo y hablando, está sorda. Y está desesperada.

En el living de su casa en Maldonado, golpea el piso con un zapato, se agarra el oído derecho y, abriendo los ojos bien grande y estirando la boca para articular mejor, dice algo que a pesar de su esfuerzo resulta inentendible.

—Está diciendo que por favor la operen, lo que pasa es que está perdiendo las palabras —explica su abuela.

Sara hace otro esfuerzo:

—¡Quiero escuchar! —dice.

Aunque los Slinger consiguieron un dispositivo nuevo, la mutualista les exige $ 90.296 para cubrir la operación. Sus padres son empleados de la Intendencia de Maldonado y reciben un sueldo inferior a $ 20.000. Gracias a la gestión de los abuelos que si son oyentes, el miércoles tendrán la audiencia para intentar financiar la cirugía por el camino del amparo. Por primera vez en un juzgado habrá un intérprete de señas, para que sus padres puedan entender lo que se decide. "Ellos solos no hubieran podido hacer todo esto, es imposible para un sordo toda esta burocracia", opina la abuela.

Pero el tiempo vale oro, porque Sara quiere empezar la escuela en el mismo colegio de oyentes en que hizo la jardinera. Sus padres, que se consideran a sí mismos un ejemplo "del futuro chiquito y cuadrado" al que podían aspirar los sordos antes de que fuera posible implantarse y/o contar con un intérprete para estudiar en un liceo y en la Universidad (desde 2006), no quieren que sus hijos pierdan el lenguaje. Por eso, cada día le preguntan a Marco qué tan mal está hablado Sara desde que no escucha.

—Les digo que está hablando mal. Que grita mucho. Y que llora mucho. Ella finge que todavía oye y si yo escucho música, hace lo mismo. Lo que pasa es que a nosotros nos encanta escuchar —dice Marco.

—¿Qué es lo que te gusta tanto?

—Que puedo tener toda la curiosidad que yo quiera.

La urgencia de detectarlo de forma temprana.

"Los pacientes que llegan como deberían son casos aislados", dice la otorrinolaringóloga Cecilia Ugarte, "la mayoría vienen por recomendación de maestras o fonoaudiólogas antes que de especialistas", plantea. Su colega, Beatriz Rosales lo expone así: "Los niños llegan en promedio a los cuatro años, cuando lo ideal es implantarlos antes de los dos. Falla la detección de los casos y las derivaciones".

En 2009 el Poder Ejecutivo emitió un decreto que obliga a los prestadores de salud a realizar a los recién nacidos un screening, con el fin de mejorar la detección precoz de los niños sordos. Las instituciones están obligadas a denunciar los casos detectados ante el Departamento de Epidemiología del Ministerio de Salud Pública (MSP), sin embargo estos médicos dicen que las denuncias no se realizan y por eso no existen estadísticas locales. El especialista Alejo Suárez adelanta que para resolver el problema, el MSP incluyó este año la detección precoz dentro de sus Metas Asistenciales y prevé la creación de un registro para contabilizar las denuncias.

La comunidad sorda suele oponerse a los implantes.

Cuando decidieron implantar a Marco y a Sara sus padres se quedaron sin amigos. La comunidad de sordos se enojó con su decisión y, según cuentan, los aislaron, les pincharon las ruedas del auto, los llamaron "asesinos" y alguno los amenazó de muerte. Los médicos y los educadores de rehabilitación confirman que este rechazo hacia el implante coclear existe y se hace sentir.

Silvina Suárez y María Dina Quinteros, maestras de Cipres, creen que la molestia surge "porque para educar al implantado se prioriza la oralidad" y, de acuerdo a su experiencia, "es recomendable que los niños implantados concurran a una escuela de oyentes para estimular el lenguaje", un incentivo que "no es el adecuado en la Escuela de Sordos", dicen.

Alicia Oviedo, directora de esta escuela, aclara: "Para nosotros un niño implantado tiene la doble posibilidad de aprender la lengua de señas y el español oral. No lo renegamos y por eso estimulamos el lenguaje oral, pero no le restamos importancia a su lengua natural". Leonardo Peluso, oyente, lingüista y coordinador de la tecnicatura de Intérprete de Lengua de Señas de la Universidad, asegura que el problema es "la concepción política que hay detrás del implante". A su modo de ver, "quieren que el sordo se convierta en oyente y que los niños implantados no se contaminen con la lengua de señas, lo que representa un exterminio de la comunidad sorda". Además, agrega: "El sordo tiene su propia lengua y cultura, por lo tanto desde esa perspectiva el implante no tendría sentido salvo si se piensa como un artefacto para aprender español".

Rodrigo González, prosecretario de la Asociación de Sordos del Uruguay (ASUR), argumenta que le consta que "los especialistas en implantes recomiendan excluir la lengua de señas para que no limite el desarrollo de su oralidad", lo que revela "una falta de información en la sociedad acerca de que esta es la lengua natural de las personas sordas". Este desconocimiento, dice, "lo entristece".

"La sordera no es ninguna enfermedad ni tampoco se debe considerar una discapacidad. La barrera más grande que existe no es no poder oír, sino no poder comunicarse con la mayoría por poseer una lengua propia", dice Adriana De León, instructora y profesora de lengua de señas. Gustavo Vargas, presidente de ASUR, se opone al implante tajantemente. "Es una decisión que toman los padres. El sordo implantado cuando crece decide quitarse el implante", plantea. "Es innecesario, solo garantiza que se escuche un poco y hubo personas que quedaron con parálisis facial". Consultado al respecto, el especialista Alejo Suárez respondió que esta posibilidad está dentro del 1% de los riesgos de este tipo de cirugías. De todas formas, González insiste en que le parece muy preocupante "que haya falta de información sobre cuáles son sus riesgos, porque hubo casos de daños psicológicos y físicos".

Maximiliano Amaral fue implantado a los seis años y es profesor de lengua de señas: "En mi caso lo considero una herramienta como pueden ser los lentes, un brazo ortopédico o una silla de ruedas que funcionan como una parte más del cuerpo pero nunca llega a curar la discapacidad", dice.

Camila Ramírez fue "oralista" hasta que aprendió la lengua de señas a los 15 años, "y me cambió la vida". Estudió en la Universidad y es senadora suplente del Partido Nacional, "puedo realizar mi trabajo con una intérprete que me proporcionaron", explica. Enumera: "Somos 35 estudiantes en la Universidad y tenemos cuatro maestros recibidos. Seguiré luchando para que la lengua de señas uruguaya sea preservada".

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