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viernes, 5 de agosto de 2016

LA OPINION DE H. SARTHOU: CUANDO LA FUENTE SE QUEDA SIN AGUA LLEGA LA SED

Como algunos matrimonios, que se resquebrajan cuando empieza a faltar el dinero, el gobierno comienza a mostrar los efectos de la nueva situación económica. Como en los matrimonios, la escasez de plata hace aflorar diferencias vitales, de principios, de objetivos y hasta de gustos, que hasta entonces estaban disimuladas. De pronto, cada miembro de la pareja siente que el otro gasta mal el dinero común. Y las diferencias se vuelven reproche: “No sé en qué pensás, querés cambiar el celular y estamos debiendo la luz”, o “¿Vos creés que el dinero brota de los árboles?”, “¿Y qué querés, que el chiquilín vaya a la escuela con los championes rotos?”

Entre el gobierno, en particular el Ministerio de Economía, y otros sectores del Frente Amplio, pasa lo mismo. Disminuir la pauta salarial, aumentar el IRPF, cobrar más IASS a los jubilados, recortar el presupuesto de la enseñanza, son medidas sorprendentes para un partido que siempre se ha considerado a sí mismo como “de izquierda”.
La crisis pone en evidencia a una ideología económica que ha dominado al país desde hace muchos años, aunque, mientras hubo “vacas gordas”, se notaba menos.
Lo esencial de esa línea es conocido. Es una visión que ha renunciado a la posibilidad de que la sociedad uruguaya cree un proyecto económico y social propio. Está convencida de que la única chance es adecuar al país para recibir inversión extranjera y que eso implica no cobrarle impuestos, modificar las leyes a conveniencia de los inversores, hacer la vista gorda ante los daños ambientales y seguir al pie de la letra las recetas y recomendaciones de los organismos de crédito internacionales.
Hasta ahora, los números –ciertos números- parecían darle la razón a ese punto de vista. Grandes inversiones agroindustriales, un mayor PBI, acuerdos salariales ventajosos, sobre todo para sectores de fuerte sindicalización, y un Estado que parecía poder cometer impunemente errores y horrores costosos, gastando incluso en cosas inútiles o absurdas.
Esa etapa de “vacas gordas” parece haber llegado a su fin. Ya se hable de “enlentecimiento” y “consolidación fiscal”, como lo hace el Ministro de Economía, o de crisis y de ajuste fiscal, como lo hacemos todos los demás, lo cierto es que el tiempo de las locas pasiones parece haber terminado.
Por las grietas que empieza a mostrar el satinado modelo oficial, asoman caries y tumores. Hoy vemos al gobierno, a sus legisladores, y al Ministerio de Economía, rascando el fondo de la lata, desvistiendo a un santo para vestir a otro. Tras diez años en que se supone que tuvimos los mayores ingresos de la historia, nos quedan cosas difíciles de explicar.
Por un lado, una deuda pública que, aun con los datos más optimistas (los que emite el Banco Central) y sin tomar en cuenta los intereses que crecen con cada refinanciación, se duplicó en los últimos once años. ¿Cómo se explica que, en medio de tanta supuesta prosperidad, nos endeudáramos en decenas de miles de millones de dólares?
El agua potable, una de nuestras mayores riquezas naturales, está contaminada debido a la inescrupulosa utilización de agrotóxicos por parte de los establecimientos agroindustriales que el modelo económico ha promovido y exonerado de impuestos, permitiendo que otras formas de trabajar la tierra, socialmente más ricas e integradoras, desaparezcan.
Las políticas sociales y educativas han terminado por demostrar su inadecuación y falta de horizontes. Casi tres cuartas partes de los chiquilines no terminan los niveles secundarios de educación y muchos ni siquiera los empiezan. Como consecuencia, la marginalidad social y los índices de criminalidad aumentan.
Mientras tanto, los bancos recaudan dinero a paladas, porque una ley promovida por el gobierno hizo obligatorio que todos recibiéramos nuestros sueldos y jubilaciones e hiciéramos las compraventas a través de cuentas bancarias.
Ahora, cuando los números finalmente dan mal, el gobierno hace su jugada definitiva, la que lo muestra de cuerpo entero. Recorta las pautas salariales, aumenta los impuestos que pagan los trabajadores, restringe el presupuesto de la enseñanza, y, simultáneamente, anuncia una inversión de mil millones de dólares para suministrarle logística (carreteras, etc.) a una nueva y gigantesca planta de celulosa de UPM, que trabajará en régimen de zona franca y prácticamente no pagará impuestos. 

Eso sí, lo que la empresa exportará y ganará hará que nuestro PBI luzca precioso en los papeles, aunque muy pocos de esos dólares vayan a quedar en el Uruguay.
Claro, hay gente en el Frente Amplio, incluso algunos legisladores, que se sienten mal por los recortes presupuestales. Hay que recordarles que ésto no empezó ahora. Viene de lejos. Bastaría ver el manejo que el Ministerio de Economía ha hecho de las exoneraciones tributarias y de las inversiones promovidas en estos años. Los datos se publican en el Diario Oficial. Aunque el Diario Oficial no es precisamente un best seller, los legisladores deberían leerlo de cuando en cuando.
La discrecional política tributaria aplicada por Economía ha sido sistemáticamente dirigida a exonerar a las grandes inversiones privadas, esas que salen en los noticieros. La gente no lo sabe, pero cuanto más grande es la inversión, menos impuestos paga. Es decir que los impuestos que pagamos el resto de los uruguayos están financiando a las megainversiones que no pagan. Ahora se ha hecho público que la misma política se aplica para las “donaciones” empresariales a las instituciones de enseñanza. El “donante” descuenta su donación de los impuestos. O sea que todos financiamos la “generosidad” que ciertas empresas destinan a ciertas instituciones educativas.
Todo este cúmulo de situaciones lamentables tiene un origen común. Se trata de una convicción ideológica: la de que la única esperanza está en un milagro económico que sólo puede producir la inversión privada.
Esa idea es falsa. Lo demuestra lo que pasó en USA y en Europa desde 2008 en adelante. Países mucho más ricos que nosotros, confiaron en la iniciativa y las decisiones de las grandes corporaciones financieras y empresariales transnacionales. Y así les fue. Después el Estado, con dinero de todos los humildes, debió pagar las cuentas del desastre. Desocupación, pobreza y recorte de leyes sociales fueron la consecuencia. Hoy nosotros empezamos a probar el retrogusto amargo de la receta.
Desde luego, pensar en una alternativa no es fácil. Para empezar, porque todo el poder ideológico del sistema, la prensa, los organismos internacionales, las investigaciones académicas, el sistema partidario, están imbuidas de la misma creencia: nada se puede hacer sin el capital y el impulso de los inversores privados, y, si son externos, mejor.
Es inútil demostrar que todas y cada una de esas inversiones terminan llevándose las ganancias, si son exitosas, y trasladando las pérdidas al Estado si fracasan.
¿Quién absorbió las pérdidas de PLUNA-Leadgate? ¿Quién refinanció a ANCAP y su nube de sociedades anónimas privadas? ¿Quién asumirá los costos de la paralizada gasificadora? ¿Quién tendrá que asumir el problema del agua contaminada por las empresas agroindustriales?
Esa creencia de que nada es posible sin la inversión externa es la que nos paraliza, nos deja pagando cuentas millonarias y sin nada entre las manos.
En los debates de estos días, muchos de esos asuntos están siendo discutidos. Pero son discutidos como si fueran problemas independientes. Nos molesta que se afecten las pautas salariales, o que se recorten las partidas de la enseñanza pública, o que la enseñanza privada se beneficie con donaciones que deciden unas pocas empresas y pagamos todos.
Lo que parecemos no ver es que no son fenómenos aislados. Son hijos de una misma creencia dogmática; la sociedad y el Estado nada pueden hacer sin el impulso de inversores externos. Aunque la sociedad y el Estado se endeuden en miles de millones de dólares para atraer y financiar las aventuras de los inversores externos.
Eso es lo que deberíamos discutir, si los árboles (en este caso lo de los árboles es casi literal) nos dejarán ver el bosque.

Hoenir Sarthou


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