—Llora, no pasa nada. Te va a venir bien.
El enfermo, de 37 años, deja que las lágrimas le caigan por las mejillas. Hace dos semanas sufrió fiebre y tos, los síntomas más claros de la covid-19. Pasó la cuarentena él solo en este piso de Alcorcón, recibiendo asistencia médica por teléfono. Durante esos días murió su abuelo, sin que pudiera despedirse de él ni acudir a su entierro. Esta mañana se quedó sin visión y sintió que se le paralizaba la parte izquierda de la cara. Tampoco podía mover la mano. Entró en pánico, y pidió a su expareja que avisara al 112.
Justo en ese momento, 15 minutos antes de la escena de las manos apretadas, se puso en marcha la ambulancia número 24 del Summa 112, el servicio de emergencias de la Comunidad de Madrid, con base en Leganés. Miguel Carvajal se colocó al volante. Andrés, el técnico, revisó el monitor desfibrilador y todo el material para inmovilizar al paciente. La médica Marta Calvo y la enfermera Vanesa Jiménez se enfundaron los trajes EPI en marcha, toda una proeza de equilibrismo.
La ambulancia, con las sirenas activadas, se saltó un par de semáforos y vio cómo un mar de coches, atascados en un control policial, se abría en dos dejándole libre un carril central. Al llegar a la dirección del aviso, un edificio de 12 plantas frente a un erial, los sanitarios bajaron a toda prisa. Los vecinos los observaban con parsimonia desde los balcones. La covid-19 ha reducido al mínimo la capacidad de asombro del español medio.
Por suerte, el paciente no requiere hospitalización. Sufre migraña. La médica le pregunta a su antigua pareja si se llevan bien, y como responde que sí, le pide que se quede unas horas acompañándole. No le hará mal tener alguien a su lado durante unas horas. De vuelta a la base, rellenan el parte y se desenfundan el traje empapado. Es un cocedero por dentro. “Vemos las consecuencias de toda la angustia que tiene la gente dentro. Ahora empieza a salir”, comenta la enfermera.
Esa congoja se extiende como una mancha por toda la ciudad. Esta ha sido la segunda intervención del día de esta UVI móvil. La primera fue la de un hombre de 90 años que recibía la visita de su hija, en un viejo edificio de la avenida del Padre Piquer. Al verla le dijo que le faltaba el aire. La hija telefoneó a urgencias y en un rato estaban en el sitio los médicos. El señor presentaba una saturación en sangre correcta.
—¿No será que está usted un poco nervioso? —le preguntó la médica.
—Sí, porque no sé si lo tengo o no lo tengo.
El anciano ni siquiera se atrevió a verbalizar el nombre del virus. La médica le recetó un valium. Le quedó cierta duda de si el hombre comenzaba a sufrir una dolencia que todavía no terminaba de ver la cara. “Llame otra vez si se siente mal. Para eso estamos”, le insistió.
Los sanitarios del Summa trabajan en jornadas de 24 horas. Después encadenan cinco días de descanso, salvo que acepten hacer guardias extras. Durante esta crisis ha sido lo común. Una llamada por covid se sobreponía a otra. Cuando empezaron a encontrar cadáveres en domicilios, sobre todo de gente mayor que se había ahogado en cuestión de horas, se dieron cuenta de que esto iba muy en serio.
Los tripulantes de la UVI 24, los protagonistas de esta historia, pasan las horas muertas en el área cerrada de un ambulatorio de Leganés. La doctora hace ganchillo. La enfermera ve fotos de sus hijos en el móvil. Si no hubiera estado de alarma, el técnico, Andrés, se pondría un pantalón corto y correría en el garaje. Baja de los tres minutos por kilómetro en maratones por montaña. El conductor ve un programa de televisión. A las seis de la tarde se reúnen alrededor de una mesa y se sirven café.
Como equipo guardan algunos recuerdos entrañables. El día que visitaron a una pareja de ancianos que vivía sola, por ejemplo. La mujer, indispuesta en la cama, se lamentó de haber dejado las lentejas en el fuego y la ropa en la lavadora. Andrés colgó las prendas en un tenderete y removió las legumbres, que dejó listas para servir.
En otra ocasión acudieron al llamado de una mujer marroquí que vivía con su marido y los dos bebés gemelos que acababa de parir en un cuartucho inmundo. En una foto aparecen la enfermera y la médica dándoles el biberón a los recién nacidos, cada una con uno en un brazo. Esas estampas de hace solo unos meses parecen tomadas en un pasado remoto, cuando la pandemia no ocupaba todo el espacio de nuestras vidas.
Desde entonces el vértigo es constante. La médica Marta Calvo ha descubierto capas de su personalidad que permanecían ocultas. “No soy nada aprensiva. Pero esto me ha generado miedo. Por primera vez he pensado que igual me muero. Y la verdad es que me viene mal. Tengo hijos, muchas cosas por hacer. No es mi momento”, reflexiona en el sofá, mientras hace croché. Hay razones para ser aprensivo: 215 positivos de una plantilla de 2.100.
Antes de caer enferma ella misma, por lo que estuvo dos semanas de baja, se topó con el caso de una mujer de 80 años. Eran los días en los que se registraban más muertes por la covid. Los hospitales estaban colapsados, los enterradores no tenían suficientes manos para darle sepultura a todos los cadáveres. La mujer permanecía inconsciente, pero mejoró en cuanto le proporcionaron oxígeno.
—Cuando la llevamos al hospital Severo Ochoa nos dijeron: “¿Cuántos años tiene? ¿80? No le deis más vueltas. Si tiene más de 65, no es candidata a UVI”.
La médica guarda el teléfono de la hija de esa señora en su agenda del móvil. A veces piensa en llamarla, pero después se arrepiente. No sabría muy bien qué decirle. “En otras circunstancias la podríamos haber salvado. Al final se murió en el hospital sola y sin su familia. Hace un mes le poníamos un marcapasos a un señor de 85 años porque tenía buena calidad de vida, y ahora hemos pasado a desahuciar a gente de 70. Ha fallado el sistema”.
Vanesa, la enfermera, escucha con atención la historia. La conoce, pero oírla de nuevo la enfrenta a sus propios fantasmas. Hace unas semanas acudieron a un domicilio de un hombre que se llamaba Juan, como su padre. Tenían más o menos la misma edad. Vivía solo y era independiente, como su padre. La casa del uno estaba a un par de calles de la del otro. En cuestión de horas el hombre empeoró y, lo peor de todo, es que no se podía hacer nada por él. Desde el hospital le pidieron a la ambulancia que no lo intubaran porque no había respiradores disponibles en ese momento. El hombre se apagó como una cerilla. La enfermera lo lloró como si fuera su padre de verdad.
De repente, el sonido del walkie talkie interrumpe estas confesiones de mesa de camilla. “Mujer con convulsiones. Cardiopatía previa. Calle..., número 6”.
Sirena. Semáforos en rojo. Vestirse a toda prisa. Las calles cruzando a toda velocidad a través de la ventanilla.
La urgencia ocurre en el bajo oscuro y húmedo de un edificio añoso. Mónica Rosario, de 49 años, yace postrada en una cama. Sus hijos se enfrascaron en una pelea y ella empezó a sentir punzadas en el corazón. La médica pronto se da cuenta de que no es nada grave, solo una crisis de ansiedad. Convoca de un grito a los jóvenes alborotadores:
—¿Vosotros sois los hijos?
—Sí, nosotros tres.
—Es para daros un capón a cada uno.
Los chavales agachan la cabeza, avergonzados.
Calvo vuelve a centrar su atención en la paciente. Le agarra la mano, le toca la cara con cariño.
—Lo que tienes hoy no son problemas del corazón. Son problemas de los nervios, amor mío. Estos chicos están ya muy crecidos. Échalos a la calle si hace falta y que se peleen con el coronavirus.
La mujer hace un esfuerzo por incorporarse. Es entonces cuando tiene un momento de lucidez:
—Ni el coronavirus los va a querer. Me los regresa.
Desde entonces el vértigo es constante. La médica Marta Calvo ha descubierto capas de su personalidad que permanecían ocultas. “No soy nada aprensiva. Pero esto me ha generado miedo. Por primera vez he pensado que igual me muero. Y la verdad es que me viene mal. Tengo hijos, muchas cosas por hacer. No es mi momento”, reflexiona en el sofá, mientras hace croché. Hay razones para ser aprensivo: 215 positivos de una plantilla de 2.100.
Antes de caer enferma ella misma, por lo que estuvo dos semanas de baja, se topó con el caso de una mujer de 80 años. Eran los días en los que se registraban más muertes por la covid. Los hospitales estaban colapsados, los enterradores no tenían suficientes manos para darle sepultura a todos los cadáveres. La mujer permanecía inconsciente, pero mejoró en cuanto le proporcionaron oxígeno.
—Cuando la llevamos al hospital Severo Ochoa nos dijeron: “¿Cuántos años tiene? ¿80? No le deis más vueltas. Si tiene más de 65, no es candidata a UVI”.
La médica guarda el teléfono de la hija de esa señora en su agenda del móvil. A veces piensa en llamarla, pero después se arrepiente. No sabría muy bien qué decirle. “En otras circunstancias la podríamos haber salvado. Al final se murió en el hospital sola y sin su familia. Hace un mes le poníamos un marcapasos a un señor de 85 años porque tenía buena calidad de vida, y ahora hemos pasado a desahuciar a gente de 70. Ha fallado el sistema”.
Vanesa, la enfermera, escucha con atención la historia. La conoce, pero oírla de nuevo la enfrenta a sus propios fantasmas. Hace unas semanas acudieron a un domicilio de un hombre que se llamaba Juan, como su padre. Tenían más o menos la misma edad. Vivía solo y era independiente, como su padre. La casa del uno estaba a un par de calles de la del otro. En cuestión de horas el hombre empeoró y, lo peor de todo, es que no se podía hacer nada por él. Desde el hospital le pidieron a la ambulancia que no lo intubaran porque no había respiradores disponibles en ese momento. El hombre se apagó como una cerilla. La enfermera lo lloró como si fuera su padre de verdad.
De repente, el sonido del walkie talkie interrumpe estas confesiones de mesa de camilla. “Mujer con convulsiones. Cardiopatía previa. Calle..., número 6”.
Sirena. Semáforos en rojo. Vestirse a toda prisa. Las calles cruzando a toda velocidad a través de la ventanilla.
La urgencia ocurre en el bajo oscuro y húmedo de un edificio añoso. Mónica Rosario, de 49 años, yace postrada en una cama. Sus hijos se enfrascaron en una pelea y ella empezó a sentir punzadas en el corazón. La médica pronto se da cuenta de que no es nada grave, solo una crisis de ansiedad. Convoca de un grito a los jóvenes alborotadores:
—¿Vosotros sois los hijos?
—Sí, nosotros tres.
—Es para daros un capón a cada uno.
Los chavales agachan la cabeza, avergonzados.
Calvo vuelve a centrar su atención en la paciente. Le agarra la mano, le toca la cara con cariño.
—Lo que tienes hoy no son problemas del corazón. Son problemas de los nervios, amor mío. Estos chicos están ya muy crecidos. Échalos a la calle si hace falta y que se peleen con el coronavirus.
La mujer hace un esfuerzo por incorporarse. Es entonces cuando tiene un momento de lucidez:
—Ni el coronavirus los va a querer. Me los regresa.
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