Todo es parte de la misma guerra que desde hace años ha desarrollado el gobierno de Venezuela en contra de la información. El chavismo no soporta la transparencia.
Desde que Nicolás Maduro asumió la presidencia en 2013, comenzó a establecerse un claro patrón oficial para el control de la información. En una extraña movida, dos de los principales diarios del país fueron comprados por grupos económicos no identificados que, de forma inmediata, pusieron su línea editorial al servicio del gobierno. De la misma manera, el Estado consolidó su monopolio en la importación de papel periódico e insumos para las empresas gráficas. Así se fue asfixiando al periodismo impreso independiente. Hoy hay un 70 % menos de periódicos que hace cinco años. Los diarios que se mantienen, se publican y se distribuyen, solo se dedican a la comunicación corporativa: permanecen en el marco de la información inofensiva y del aparato de propaganda gubernamental.
Llama la atención la insistencia con que el chavismo contabiliza y clasifica las informaciones. Esta semana, en un encuentro con representantes de la prensa, Nicolás Maduro denunció que “se han editado más de 4142 noticias negativas” sobre Venezuela, como si esa suma no fuera la expresión de un país en conflicto, lleno de problemas, sino la demostración irrefutable de la existencia de una descomunal conspiración en su contra. Maduro cree que lo que ocurre no se impone, que no importa que la realidad sea evidente. Piensa que el periodismo siempre puede ordenar y decidir qué puede o debe ser o no ser una noticia.
Martín Caparrós ha dicho que la posverdad es una palabra nueva para hablar de esa antigüedad que conocemos como la mentira. Es cierto. Pero quizás la novedad lexical solo desea precisar mejor la naturaleza de un proceso político cada vez más común: se miente desde la obviedad de la mentira. Se propone el engaño como una invitación explícita a desdeñar los hechos objetivos, a confiar más en la velocidad de la plataforma que en la profundidad de los datos. La posverdad solo puede existir descalificando de manera permanente al periodismo.
En la brevísima pero muy costosa visita que Nicolás Maduro hizo a México a principios de este mes, estaba previsto un “acto de masas” en solidaridad con el gobierno venezolano. El mandatario se fue pero sus ministros Jorge Arreaza y Ernesto Villegas se quedaron un día más para participar junto a representantes de varios sindicatos mexicanos en el evento. También estuvieron presentes algunos padres de los jóvenes desaparecidos de Ayotzinapa. Maduro apareció en un video grabado, dando un mensaje a los trabajadores de México. Habló de la solidaridad y del amor, criticó la “derecha malinche”, saludó y celebró a la “clase obrera”. Pero no mencionó a Rubén González, un dirigente sindical venezolano detenido, precisamente en esos mismos días, por la policía política de su gobierno. Tampoco habló de los nueve trabajadores de la ferrominera estatal, igualmente detenidos por protestar y exigir mejoras salariales, enjuiciados por un tribunal militar y llevados a prisión, acusados de traición a la patria. En lo alto del podio destacaba una gran pancarta: “Clase obrera mexicana con Venezuela”.
En el mismo acto, el canciller Arreaza abrazó a algunos familiares de los estudiantes de Ayotzinapa y destacó el “privilegio” de poder realizar ese gesto mientras sentenciaba con certeza que “habrá justicia”. Lo que no dijo el canciller Arreaza es que, en Venezuela, el gobierno que él representa ha desarrollado un operativo policial y militar —la Operación de Liberación del Pueblo— que, solamente entre 2015 y 2017, asesinó de forma extrajudicial a más de quinientas personas. Según la investigación periodística y el trabajo de organizaciones de derechos humanos, en los últimos quince años en Venezuela se han producido diez masacres realizadas por agentes del orden público. Lo que no dijo es que, en Venezuela, en casos como estos, su gobierno se empeña en que no haya justicia.
Los ejemplos sobran. La corrupción oficial, el ecocidio en el Amazonas, la liquidación de la vida democrática… La posverdad supone un ejercicio político, público y deliberado, del cinismo. No solo necesita repetir cien veces una mentira, también requiere dotarla de sentimentalismo, afectivizarla. Se trata de convertir la ignorancia en una virtud; de promover la idea de que la verdad es un acto sensible, de que la realidad solo es un flujo en las redes. Por eso no tolera la información, el periodismo que investiga, que busca y que interpreta, que no se siente satisfecho con una única versión de lo que ocurre.
Después de 75 años en su edición de papel, ahora El Nacional se suma a la lista de medios exclusivamente digitales que intentan informar dentro del país. Paradójicamente, sobre todo para quienes asocian de manera irremediable la posverdad a las nuevas plataformas y a las redes sociales, desde hace años estos medios independientes, desde internet, son la única alternativa que existe para saber qué ocurre realmente en Venezuela. Son muchos y variados: Efecto Cocuyo, Armando.Info, El Pitazo, Espacio Público, Crónica Uno, La vida de nos, el Instituto Prensa y Sociedad Venezuela (IPYS), Runrunes, Prodavinci, TalCual, Correo del Caroní, La Patilla… Solo en estos espacios es donde puede encontrarse información confiable. Por eso es imprescindible promoverlos, apoyarlos, destacarlos. Son la única referencia que tenemos; la mejor interlocución, tanto para los venezolanos como para la comunidad internacional, a la hora de enfrentar esa fábrica de posverdad llamada pomposamente “la Revolución bolivariana”.
Alberto Barrera Tyszka es escritor y colaborador regular de The New York Times en Español. Su novela más reciente es “Mujeres que matan”.
Desde que Nicolás Maduro asumió la presidencia en 2013, comenzó a establecerse un claro patrón oficial para el control de la información. En una extraña movida, dos de los principales diarios del país fueron comprados por grupos económicos no identificados que, de forma inmediata, pusieron su línea editorial al servicio del gobierno. De la misma manera, el Estado consolidó su monopolio en la importación de papel periódico e insumos para las empresas gráficas. Así se fue asfixiando al periodismo impreso independiente. Hoy hay un 70 % menos de periódicos que hace cinco años. Los diarios que se mantienen, se publican y se distribuyen, solo se dedican a la comunicación corporativa: permanecen en el marco de la información inofensiva y del aparato de propaganda gubernamental.
Llama la atención la insistencia con que el chavismo contabiliza y clasifica las informaciones. Esta semana, en un encuentro con representantes de la prensa, Nicolás Maduro denunció que “se han editado más de 4142 noticias negativas” sobre Venezuela, como si esa suma no fuera la expresión de un país en conflicto, lleno de problemas, sino la demostración irrefutable de la existencia de una descomunal conspiración en su contra. Maduro cree que lo que ocurre no se impone, que no importa que la realidad sea evidente. Piensa que el periodismo siempre puede ordenar y decidir qué puede o debe ser o no ser una noticia.
Martín Caparrós ha dicho que la posverdad es una palabra nueva para hablar de esa antigüedad que conocemos como la mentira. Es cierto. Pero quizás la novedad lexical solo desea precisar mejor la naturaleza de un proceso político cada vez más común: se miente desde la obviedad de la mentira. Se propone el engaño como una invitación explícita a desdeñar los hechos objetivos, a confiar más en la velocidad de la plataforma que en la profundidad de los datos. La posverdad solo puede existir descalificando de manera permanente al periodismo.
En la brevísima pero muy costosa visita que Nicolás Maduro hizo a México a principios de este mes, estaba previsto un “acto de masas” en solidaridad con el gobierno venezolano. El mandatario se fue pero sus ministros Jorge Arreaza y Ernesto Villegas se quedaron un día más para participar junto a representantes de varios sindicatos mexicanos en el evento. También estuvieron presentes algunos padres de los jóvenes desaparecidos de Ayotzinapa. Maduro apareció en un video grabado, dando un mensaje a los trabajadores de México. Habló de la solidaridad y del amor, criticó la “derecha malinche”, saludó y celebró a la “clase obrera”. Pero no mencionó a Rubén González, un dirigente sindical venezolano detenido, precisamente en esos mismos días, por la policía política de su gobierno. Tampoco habló de los nueve trabajadores de la ferrominera estatal, igualmente detenidos por protestar y exigir mejoras salariales, enjuiciados por un tribunal militar y llevados a prisión, acusados de traición a la patria. En lo alto del podio destacaba una gran pancarta: “Clase obrera mexicana con Venezuela”.
En el mismo acto, el canciller Arreaza abrazó a algunos familiares de los estudiantes de Ayotzinapa y destacó el “privilegio” de poder realizar ese gesto mientras sentenciaba con certeza que “habrá justicia”. Lo que no dijo el canciller Arreaza es que, en Venezuela, el gobierno que él representa ha desarrollado un operativo policial y militar —la Operación de Liberación del Pueblo— que, solamente entre 2015 y 2017, asesinó de forma extrajudicial a más de quinientas personas. Según la investigación periodística y el trabajo de organizaciones de derechos humanos, en los últimos quince años en Venezuela se han producido diez masacres realizadas por agentes del orden público. Lo que no dijo es que, en Venezuela, en casos como estos, su gobierno se empeña en que no haya justicia.
Los ejemplos sobran. La corrupción oficial, el ecocidio en el Amazonas, la liquidación de la vida democrática… La posverdad supone un ejercicio político, público y deliberado, del cinismo. No solo necesita repetir cien veces una mentira, también requiere dotarla de sentimentalismo, afectivizarla. Se trata de convertir la ignorancia en una virtud; de promover la idea de que la verdad es un acto sensible, de que la realidad solo es un flujo en las redes. Por eso no tolera la información, el periodismo que investiga, que busca y que interpreta, que no se siente satisfecho con una única versión de lo que ocurre.
Después de 75 años en su edición de papel, ahora El Nacional se suma a la lista de medios exclusivamente digitales que intentan informar dentro del país. Paradójicamente, sobre todo para quienes asocian de manera irremediable la posverdad a las nuevas plataformas y a las redes sociales, desde hace años estos medios independientes, desde internet, son la única alternativa que existe para saber qué ocurre realmente en Venezuela. Son muchos y variados: Efecto Cocuyo, Armando.Info, El Pitazo, Espacio Público, Crónica Uno, La vida de nos, el Instituto Prensa y Sociedad Venezuela (IPYS), Runrunes, Prodavinci, TalCual, Correo del Caroní, La Patilla… Solo en estos espacios es donde puede encontrarse información confiable. Por eso es imprescindible promoverlos, apoyarlos, destacarlos. Son la única referencia que tenemos; la mejor interlocución, tanto para los venezolanos como para la comunidad internacional, a la hora de enfrentar esa fábrica de posverdad llamada pomposamente “la Revolución bolivariana”.
Alberto Barrera Tyszka es escritor y colaborador regular de The New York Times en Español. Su novela más reciente es “Mujeres que matan”.
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