Se pide un cortado. Con las manos temblorosas acomoda la chalina para cubrirse bien el pecho. Cuando rememora los momentos más duros pierde el control sobre ellas y roza la taza de café, pero no llega a tirarla. Así ha sido siempre: demasiadas veces se ha metido en problemas y demasiadas veces ha puesto la nariz donde no debía, amenazando con romper equilibrios y dañar intereses. De todos los lugares donde trabajó se terminó yendo antes del estallido, siempre con excusas de sus jefes, porque al ser funcionaria del Ministerio de Salud Pública se podían deshacer de ella derivándola a otro lado. Hasta que llegó al INCA.
Allí, donde los que tienen menos recursos se entregan al tratamiento del cáncer, González hizo enojar a dos administraciones insistiendo con iniciativas que, según ella, solo perseguían el confort del paciente. Ella concebía su rol de asistente social como nexo entre médicos y pacientes, y que a la vez nucleara las ayudas voluntarias. Corría de aquí para allá pero los directores preferían que se quedara sentada esperando que alguien demandara su servicio. "Un burócrata querían", dice.
El trance en el INCA terminó siendo una tortura y aún sufre las secuelas de una depresión que la llevó a certificarse y luego a la destitución por incapacidad. No fue la única víctima de una época de rencillas internas e irregularidades en el instituto, pero sobre ella recayó toda la ira porque se animó a decirlas a la prensa.
En 23 de marzo, el juez Gabriel Ohanián condenó a ASSE (organismo del que depende el INCA) a resarcirla por acoso laboral. La historia de cómo González transitó un camino de espinas en el Estado hasta llegar a la Justicia revela, según ella, que vale la pena denunciar, que no hay que tener miedo y que, al final, "hay alguien que escucha".
Pero, además, la sentencia de Ohanián es importante porque considera que ASSE incurrió en una inconstitucionalidad al sumariar a González por sus declaraciones públicas. No es la primera vez que la Justicia se vuelve terreno de discusión de un debate no saldado respecto a cómo armonizar la libertad de expresión de un funcionario con su deber de reserva o "discreción". La solución que propone Ohanián es, según juristas, novedosa.
La peleadora.
La fama de "difícil y complicada" se la fue ganando a consciencia. Hija de Alcides González, referente de Nuevo París y militante frenteamplista, e hija de la generación del 71, Gladys González se exilió a Buenos Aires en la dictadura. Cuando volvió al país se anotó en un llamado del MSP para trabajar en lo suyo, y en 1997 comenzó en el hospital Piñeyro del Campo. En aquella época ASSE era parte del ministerio.
En el Piñeyro se puso al hombro un proyecto que consistía en instalar un centro diurno para adultos mayores sin contención familiar. Ya esa primera experiencia le hizo conocer la cara más mezquina de la sociedad uruguaya en quienes consideraban que lo que pretendía hacer era "demasiado para una asistente social".
Del Piñeyro pasó al INOT, el Instituto de Traumatología. "Le decían el infierno, y lo era". La infraestructura era mala, la administración también, y ciertos personajes se habían apropiado del hospital. Un hombre se había metido como acompañante de un paciente y había quedado allí como camillero voluntario, pero cuando llevaba a los pacientes recién operados los manoseaba en el ascensor. González lo vio y lo denunció.
Esa vez tuvo eco, pero igual le ofrecieron cambiar de lugar. Estuvo un tiempo en un programa de violencia doméstica en el que no se hacía nada porque el jefe no iba a trabajar. Pidió traslado y fue unos meses a un programa para ancianos.
Su siguiente parada fue en el programa Muerte Inesperada del Lactante (MIL). Allí sí que fue feliz. Junto a pediatras investigaban la escena de muerte de los bebés que súbitamente dejaban de existir. Tenía un "jefazo" que oía sus inquietudes y daba cabida a sus ideas.
"En 2005 cambió el gobierno, se desarmó todo por todos lados, y fui a parar alCentro Coordinador del Cerro", cuenta. Esa vez lo que le tocó denunciar fue muy delicado: una médica que había tenido un bebé en tiempo récord. "No viste nada, callate", le dijeron, pero ella investigó, llegó hasta la mamá y radicó la denuncia en el MSP. No sabe qué fue del niño robado.
Finalmente, en 2007 llegó al INCA. La gente conocía su historial, corrían rumores sobre ella, pero se precisaba una asistente social y no había otra. "Mi antecesora me dijo por favor, redimí la profesión, porque la habían tenido años en un sótano. Lo primero que hice fue pedir que me cambiaran de oficina y ya se armó lío. Estaba dos pisos abajo por escalera, imagínate para un paciente con cáncer hacer eso. Era una locura", cuenta.
Le dieron un espacio en el viejo edificio del INCA, a una cuadra del nuevo. Tenía carencias, pero junto a una decena de señoras voluntarias lo convirtieron en un lugar acogedor. Armaron una biblioteca, consiguieron un microondas, inauguraron un salón de entretenimientos. Se propusieron ganar el récord Guinness con la bufanda más larga del mundo para luego desarmarla y vender cada tramo con el fin de comprar una camioneta que les permitiera sacar a los pacientes, sobre todo a los del interior, a conocer la rambla o el estadio durante los meses de tratamiento.
El récord lo consiguieron; el dinero no. Juntaron US$ 7.000 pero no pudieron seguir vendiendo porque el ambiente en el INCA empezó a complicarse.
Tras una inspección del Ministerio de Trabajo debieron clausurar el lugar que González había armado. No la dejaron ni sacar sus cosas. A partir de ahí empezó a deambular en el INCA en busca de oficina. Denunció que el nuevo edificio tenía goteras, que los baños se inundaban, que los pacientes no tenían agua caliente para bañarse, que la comida era mala y que no andaba el tomógrafo. "El policía, Leo, me veía pasar y me decía ¿qué le pasa ahora, Gladys? Porque yo me transformaba cuando veía cosas. Iba a la dirección e igual me tenían tres horas esperando. A muchos nos hicieron la vida imposible".
El malestar en el instituto se había diseminado y se manifestaba en carteles que empapelaban las paredes denunciando irregularidades. En una nota de El País, González se despachó con nombre y apellido. "Han ignorado completamente mi función y todas mis peticiones. Hay un acoso subliminal todos los días", declaró, y eso le valió el primer sumario.
El segundo llegó por organizar una asamblea de pacientes y funcionarios e incitar a la participación en Facebook. Para ese entonces, González ya había sufrido varios episodios de gritos e insultos, estaba en tratamiento por depresión, y siendo jefa de hogar estuvo seis meses sin trabajar y sin sueldo. Debió pedir préstamos, hipotecar su casa y mudarse. Volvió al INCA pero no aguantó el acoso persistente, y finalmente terminó en el despacho de un abogado que, años después, le hizo ganar un juicio y contar esta historia.
Un día le permitieron volver a su vieja oficina. Fue con las voluntarias y donaron todo lo que habían juntado para los pacientes. Parte del dinero de las bufandas se usó para comprar un microscopio, pero aún hay US$ 2.000 en una cuenta de la que no dispone. Aún no cobró el dinero del juicio porque ASSE apeló, pero ya piensa que lo gastará en sus hijos, los que "bancaron todo" y sufrieron de cerca su peripecia.
La sentencia.
"El sentenciante no concibe que un funcionario público encuentre limitado su derecho constitucional a expresar su pensamiento libremente a un medio de prensa bajo apercibimiento de ser objeto de una sanción administrativa", escribió Ohanián sobre el caso.
"El decisor no ve ninguna cortapisa a su derecho a expresarse personalmente en forma negativa respecto de la gestión de los directores o cargos políticos si está en desacuerdo, o bien denunciando lo que a su entender son faltas del servicio, porque ello conviene al interés general de toda la sociedad de tomar conocimiento de eventos de gran trascendencia", alegó.
Gabriel Delpiazzo, especialista en Derecho Público e integrante de la Unidad de Acceso a la Información Pública, recordó que hay precedentes de casos similares que fueron resueltos de distintas formas (ver recuadro). Delpiazzo apuntó que "lo que debería estar fuera de toda cuestión es que los funcionarios públicos, en cuanto personas, gozan de la libertad de expresión y comunicación de pensamientos (art. 29 de la Constitución) y que el principio general que rige la actuación administrativa es el de transparencia".
"Se trata de una sentencia importante", comentó Diego Gamarra, especialista del estudio Posadas, Posadas y Vecino. "Está fuertemente basada en la Constitución y, más específicamente, en la libertad de expresión y en el acceso a la información pública como aspectos centrales a tutelar en un sistema republicano".
Gamarra agregó que comparte la línea de la sentencia, porque, "incluso en el caso de los funcionarios públicos, la divulgación de información no debería ser objeto de sanción si lo publicado es veraz, de relevancia pública y si no se trata de información que comprometa el servicio".
Los otros casos y las normas en colisión.
Hay varios precedentes en esta discusión, dice el abogado Gabriel Delpiazzo, especialista en el asunto. Recuerda dos sentencias recientes. Una refiere a un funcionario de la Intendencia de Montevideo y confirma la sanción por entender que su libertad de expresión está limitada por su deber de no incurrir en comunicación de pensamientos que lesionen los intereses de la nación, de la administración o del servicio público para el que trabaja. La otra anula la sanción a una funcionaria de ASSE, por entender que entre su libertad de expresión y el interés de la administración o el servicio público, debe resolverse en favor del primero.
El abogado Diego Gamarra, del estudio Posadas, Posadas y Vecino, valoró la sentencia del caso de Gladys González. A su juicio, se cuestiona atinadamente el deber de reserva o de lealtad de los funcionarios desde la óptica del artículo 29 de la Constitución, que consagra la libertad de expresión.
La limitación a esa libertad debe disponerse por ley y ella existe para los funcionarios de la Administración Central (Ley 19.121 artículo 29) pero no para otros funcionarios públicos.
Destacó que recientemente, por medio del decreto N° 45/2017, el Poder Ejecutivo ilegítimamente dispuso el deber de los funcionarios de la Administración Central de no hacer públicos documentos, calificándolo como falta grave susceptible de destitución.
Fuente: El País
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