Clotilde Vizcaíno trabajaba en el cuarto de costura ubicado en la planta baja de su casa mientras se preguntaba qué más podría hacer, con qué pretexto seguiría pidiendo a los médicos que investigaran la problemática de salud de su hija. Era el 6 de enero de 2002. De fondo, como siempre, se escuchaba un programa de televisión que nunca miraba, prendido solamente para romper con la monotonía del sonido de la máquina de coser. Sin saber por qué, Clotilde, o Estrella como todos la conocen, comenzó a prestarle atención. Allí estaba la solución
En ese momento vio cómo una chica se caía dormida, igual que pasaba con Sara Prestinari, su hija. Después de un año y medio de consultar a más de 35 especialistas y de gastar casi un cuarto de millón de dólares, un video del Hospital de Chicago le daba el diagnóstico de Sara: narcolepsia.
Sara tiene 23 años y sufre un trastorno del sueño desde los 12, casi la mitad de su vida. Fue la primera niña diagnosticada en Uruguay con narcolepsia, pero hasta llegar a eso y a pesar de que fue en poco más de un año, tuvo que soportar el desinterés y la ignorancia de los médicos. Que la trataran como si estuviera loca. Que su psiquiatra la arrastrara por los pasillos de la mutualista, exigiéndole que se sostuviera parada cuando Sara ya no sentía las piernas. Según los médicos todo estaba normal. Normal era pasar la mayor parte del día en la emergencia de su sociedad médica. Era tener 45 ataques de sueño por día.
La narcolepsia es una enfermedad del sueño que presenta en los pacientes un desorden entre el sueño y la vigilia. Más específicamente, es el sueño REM (Rapid Eye Movements) que se manifiesta en momentos inadecuados, durante las horas de sueño, y también en cualquier momento del día: trabajando, nadando en una piscina, bajando una escalera o manejando.
Su síntoma más común, presente en la totalidad de los casos, es la somnolencia diurna, o ataques de sueño. Muchos pacientes también sufren de cataplejías, pérdida del tono muscular; de parálisis de sueño o de alucinaciones hipnagógicas –un síntoma muy parecido al estar soñando o a un delirio, que se presenta al pasar directamente de la vigilia al sueño REM–. Sara los ha experimentado todos.
El episodio más grave, recuerda, fue cuando debido a las cataplejías perdió el tono muscular de la garganta. No podía tragar, comer o hablar sin dificultad. El peor síntoma, la impotencia. “Yo conozco una sola persona que tiene narcolepsia y la conocí de casualidad”, dice Sara.
Considerada como una enfermedad rara, la narcolepsia afecta a una cada 2.000 personas.
En Uruguay serían entonces unas 1.500, pero según Pablo Torterolo, doctor en neurología y especialista en fisiología del sueño, esta patología está subdiagnosticada. Esa otra persona que tiene narcolepsia, y que conoce Sara, es Joaquín Curcho, quien llegó a su diagnóstico gracias a ella. Después de pasar dos semanas internado, con alucinaciones y con ataques de sueño constantes, una amiga de su madre vio a Sara en un programa de televisión. Claudia Castro, la madre de Joaquín, se comunicó con Clotilde y luego de ver los videos de los episodios de Sara, ya no tuvo ninguna duda. El problema fue el mismo: lograr que los médicos entendieran.
Para el neurólogo Ricardo Velluti, investigador de los trastornos del sueño desde 1963 y quien confirmó el diagnóstico de Sara, los síntomas de la narcolepsia son evidentes, pero los médicos no hacen las preguntas correctas. Torterolo explica que la mayoría de los neurólogos no conocen la patología y tampoco tienen la posibilidad de adquirir una formación específica en medicina del sueño. En Uruguay no hay posgrados ni maestrías y, por tanto, aunque existan los medios para realizar una polisomnografía –monitoreo del sueño y la actividad cerebral durante la noche–, los médicos no cuentan con las herramientas para leer los resultados.
En su primer estudio, Sara tuvo más de 20 despertares o períodos de sueño REM. En el caso de Joaquín fueron 31. Una vez más, los doctores decían que todo estaba normal. Según Sara, los doctores le decían que Hollywood se estaba perdiendo una gran actriz. Joaquín relata algo similar: él estaba para la Comedia Nacional.
De no tratarse, la narcolepsia inmoviliza. Sueño constante, cataplejía constante. A esto se suma el hecho de que en Uruguay todavía no existen estudios suficientes acerca de la enfermedad y su diagnóstico puede tardar un promedio de nueve años.
El origen de la enfermedad aún no está claro, puede ser genético o autoinmune, pero hace 10 años se descubrió la patogenia. A los narcolépticos les falta un neurotransmisor llamado hipocretina, uno de los reguladores de la vigilia.
En 2007, Joaquín sufrió uno de los peores episodios de su vida. Tenía 12 años. Su cuerpo se paralizó por completo. No podía ver. Tampoco escuchar o moverse. Solo pensar. “¿Me morí?”, se preguntaba. “¿Esto es la muerte?”, repetía. Su madre lo observaba atónita, sin poder hacer nada más que ver cómo corrían las lágrimas por las mejillas de Joaquín. Lo que vivió fueron todos los episodios juntos, todas las cataplejías, las alucinaciones. Todo. “Ese es el momento en que uno se pregunta: ¿por qué a mí? Ahí supe qué era realmente la narcolepsia”, relata.
En el caso de Sara, los episodios no llegaron a tal grado, pero sí recuerda estar ahorcándose con la corbata de su padre, creyendo que era una serpiente. Tenía sueños paradójicos y alucinaciones constantes. Su pesadilla, sin embargo, era escuchar: “Lo peor es la impotencia porque no podés volver cuando querés”. Cuando se quedaba dormida, no podía controlar su cuerpo, pero sí oía todo lo que pasaba a su alrededor.
La historia clínica, ubicada sobre la mesa del comedor, contiene más de 170 páginas y, según Sara, deberían ser más de 200 porque no está actualizada. Vio hematólogos, cardiólogos, neurólogos, psicólogos, psiquiatras. “Me hicieron estudios de lo que sea, hasta de hongos en los pies”, bromea, “y todo daba normal”. Tanto fue así que llegó a preguntarse si lo que decían los doctores sería cierto. Si, tal vez, estaba inventando y no se daba cuenta.
El mayor miedo de Sara antes del diagnóstico era tener algo que pudiera matarla y que los médicos no se dieran cuenta. Que no les diera tiempo a encontrarlo. Luego, su miedo pasó a ser otro: ser madre. Sara recuerda lo primero que le preguntó al doctor Velluti una vez que supo qué le sucedía: ¿podría ser madre? “Yo quiero tener hijos”, afirma, “pero no le quiero dar a mi hijo todo eso”.
Sara estudia joyería, trabaja desde los 15 años, tiene novio desde hace cuatro, va al gimnasio, sale con sus amigas. Toma ocho remedios distintos, dos veces por día. Ya no sufre ataques de sueño pero tiene que mentir para sacarse el carné de salud o para solicitar trabajo. Lleva una vida normal pero no puede decir que está enferma.
Su estrategia ha sido demostrar primero sus capacidades y esperar que los episodios o las cataplejías no sucedieran en el horario de trabajo. “Es retriste”, comenta, “porque vos aceptás tu enfermedad pero no la podés contar. Y no tenés ninguna ley, nada que te ampare a poder trabajar, pero tampoco tenés una pensión para poder no trabajar”.
Por eso decidió dar un giro en su vida. Dejar sus estudios en la Facultad de Economía para dedicarse a un emprendimiento propio. Uno que le dé la libertad que necesita, donde no tenga que mentir para ser tenida en cuenta. “Yo estoy feliz”, afirma, “pero tuve que madurar de golpe. Pasé de ser una niña a ser una adulta. Es bravo, pero después de que la aceptás, agradecés. Yo siempre digo que mi madre me dio la vida cuando nací y me la devolvió cuando descubrió mi diagnóstico”.
Fuente: El Observador
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