Adolfo Suárez González (Cebreros, Ávila; 25-09-1932 - Madrid, 23-03-2014), que ha fallecido este domingo 23 de marzo a los 81 años tras una larga enfermedad neurodegenerativa, entra en la Historia por haber dirigido un auténtico cambio en el curso de los asuntos públicos de España, que transitó desde el Estado dictatorial hasta la democracia constitucional en solo dos años y medio, a pesar de la intensidad de los esfuerzos de la extrema derecha y del terrorismo de ETA y del GRAPO para impedirlo, y de las conspiraciones de franquistas atrincherados en el inmovilismo.
El portavoz de la familia, Fermín Urbiola, con la cara desencajada ha hecho el anuncio oficial a las puertas de la clínica Cemtro de Madrid ante los medios congregados. Urbiola, en un breve parlamento, ha tenido que improvisar la confirmación de la muerte del expresidente y ha dado las gracias en nombre de la familia, informa Fernando J. Pérez. Los médicos han precisado que ha fallecido por el "deterioro neurológico".
La capilla ardiente para despedir al expresidente estará instalada desde este lunes a las diez de la mañana y durante 24 horas en el Congreso de los Diputados, donde la bandera ondea ya a media asta. Al día siguiente, el féretro con los restos de Suárez será trasladado a la catedral de Ávila, donde se celebrará una misa en su memoria y será enterrado en el claustro del templo junto a su esposa y junto al que fue presidente de la República en el exilio, el historiador Claudio Sánchez Albornoz. Además, el Gobierno ha decretado tres días de luto oficial, según ha anunciado el presidente, Mariano Rajoy.
Todos los partidos políticos de todo el espectro ideológico han reconocido el papel de Adolfo Suárez y su aportación a la democracia. Al reconocimiento de las formaciones políticas se sumaron los presidentes autonómicos con comunicados o declaraciones. El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, ha asegurado que el "mejor homenaje" que los españoles pueden rendir a Adolfo Suárez tras su fallecimiento es "seguir el camino que él marcó: de entendimiento, de concordia y de solidaridad entre españoles".
Un golpe de timón del rey don Juan Carlos fue precisamente lo que desbloqueó el camino de una reforma política que tuvo muchos padres. Suárez había redactado una hoja de ruta de la futura democracia, “unas cuartillas” que puso en manos del Rey en el mayor de los secretos, según afirma su círculo íntimo. Esa versión contrasta con las Memorias póstumas de Torcuato Fernández Miranda, el maduro profesor que ofició de mentor político de don Juan Carlos en sus primeros años como Rey, en las que se atribuye a sí mismo el papel de diseñador de la Transición. Líderes de la izquierda, como Felipe González y Santiago Carrillo, también participaron de lleno en las decisiones de la Transición, y aunque más tardíamente, también hay que reconocer el papel de Manuel Fraga.
Pero lo cierto es que nada hubiera sido posible si Suárez, al frente del segundo Gobierno del Rey, hubiera titubeado o se hubiera atascado en la conducción del proceso durante el año escaso que transcurrió entre su nombramiento como jefe del Gobierno y las elecciones del 15 de junio de 1977. Decidió una primera amnistía de presos políticos, disolvió el Movimiento Nacional, legalizó a los partidos que pugnaban por la democracia; socialistas y comunistas contuvieron a los más radicales y Suárez se fajó para que las estructuras franquistas se hicieran el haraquiri, como un general que tuerce el brazo a sus tropas, siempre por el procedimiento "de la ley a la ley". De ahí la inquina que le guardaron los elementos inmovilistas.
Don Juan Carlos despidió a Carlos Arias, su primer presidente del Gobierno, el 30 de junio de 1976. Este no había presentado la dimisión, pero tampoco se resistió. En las jornadas sucesivas, Fernández Miranda maniobró para hacer posible que los consejeros del Reino incluyeran el nombre de Suárez en el trío de propuestas para nuevo presidente ("terna", en la jerga de la época). Era un asunto delicado porque, según la legislación de la dictadura, el jefe del Estado solo podía designar a uno de los tres que le propusiera aquel órgano dominado por franquistas de toda la vida. De ahí la habilidad con que Fernández Miranda condujo las deliberaciones para que el nombre de Suárez figurase como si fuera de relleno. Al término, anunció: "Estoy en condiciones de ofrecer al Rey lo que me ha pedido", sin especificar en qué consistía.
El secreto se guardó hasta el día en que el Monarca convocó a Suárez a La Zarzuela para pedirle "el favor" de aceptar la presidencia del Gobierno. Y al futuro conductor de la Transición solo se le ocurrió esta primera respuesta: "¡Por fin!".
Suárez contaba entonces con 43 años. Criado políticamente en el Movimiento Nacional (el partido único de Franco, un magma de falangistas, sindicalistas verticales y cargos públicos), llevaba nueve dedicado a la política. Había comenzado como procurador en Cortes (hoy, diputado) por Ávila, su provincia natal, hasta desempeñar la secretaría general del Movimiento en el primer Gobierno del Rey. Una trayectoria con poco brillo y demasiada juventud para la élite intelectual y funcionarial de la época, que compartió con la oposición clandestina, sin quererlo, la impresión de que el Rey había cometido el error de su vida.
"Obrad sin miedo". Esas palabras las pronunció el Rey en la primera reunión del Consejo de Ministros formado por Suárez, según testimonio de su entonces vicepresidente, Alfonso Osorio. No habían transcurrido dos semanas desde la designación cuando el nuevo Ejecutivo anunció la celebración de elecciones en menos un año, y se fijó el plazo máximo del 30 de junio de 1977. Abandonada la titubeante reforma política del Gobierno anterior, el nuevo proyecto pasaba por establecer un objetivo más claramente democrático.
La base para ello salió del cerebro de Fernández Miranda, lo que él mismo llamó el documento "sin padre".
Por corto que parezca ahora el objetivo, se trataba de elegir un Parlamento por sufragio universal, por primera vez desde 1936. Para conseguirlo era necesario que las Cortes franquistas lo aprobaran por mayoría de dos tercios.
En el intento de salvar obstáculos, Suárez protagonizó el 8 de septiembre una reunión con el alto mando militar de la que salió la versión que el presidente había prometido no legalizar al PCE. Por eso cuando lo hizo, 9 meses más tarde, una parte del alto mando se sintió traicionado y le pareció pretexto suficiente para protagonizar un conato de rebelión.
Primero fue la ley de reforma política, negociada no con la oposición ilegal -aunque se le tuvo al corriente- sino con Alianza Popular, el grupo que acababa de fundar Manuel Fraga y que contaba con 200 procuradores en las Cortes franquistas. El 18 de noviembre de 1976, una gran mayoría de procuradores en Cortes (425 a favor, 59 en contra, 13 abstenciones) aprobó la ley que autorizaba al Gobierno para convocar elecciones a Congreso y Senado, salvo 40 senadores reservados a la designación del Rey. Inmediatamente se convocó un referéndum de ratificación, que contó con una participación del 77% (pese a la abstención solicitada por la oposición), de los cuales votó a favor el 94%.
Suárez consiguió una gran victoria tras torcer el brazo a sus propias tropas. Ese triunfo reforzó al presidente del Gobierno frente a Fernández Miranda, que se había limitado a actuar en la sombra. Ahí comenzó el distanciamiento entre los dos. Suárez tomó decididamente las riendas de la negociación de las condiciones en que iban a celebrarse las primeras elecciones, la legalización de los partidos clandestinos (no todos, pero sí los que se suponía más potentes) y los preparativos para las urnas. El terrorismo de ETA, de los GRAPO y de la extrema derecha se abatió sobre el incipiente proyecto democrático, pero eso no impidió la legalización de los principales grupos de izquierda que iban a ser la base de la estructura política del Estado reformado. El 9 de abril de 1977 quedó legalizado el Partido Comunista, poco después de que fuera retirado el gigantesco yugo y las flechas instalado en la madrileña Alcalá 44, la sede del partido único (hasta entonces).
El 11 de abril dimitió el ministro de Marina, almirante Pita da Veiga, y el 12 se produjo la reunión del Consejo Superior del Ejército que expresó la "repulsa general" a la legalización del PCE "en todas las unidades del Ejército".
La publicación de este comunicado militar coincidió con la primera reunión pública del PCE en Madrid, que trató de contrarrestar la movida militar colocando la bandera rojigualda en la misma sala donde estaba la bandera roja. Su secretario general, Santiago Carrillo, hizo una ostensible declaración de reconocimiento a la Monarquía. La mayoría de la prensa, que en enero había publicado un editorial conjunto contra la desestabilización, volvió a difundir otro en abril, No frustrar una esperanza, en defensa de la democracia y de la neutralidad de los militares.
El presidente del Gobierno confirmó la voluntad de ir a las elecciones.
Él mismo quiso competir en ellas: carecía de partido político alguno, pero desembarcó en una coalición de 14 grupos (democristianos, liberales, socialdemócratas) que pululaban bajo el nombre de Centro Democrático y, sobre la base de desplazar a su figura principal, José María de Areilza, se alzó con el mando de la improvisada UCD.
También entró ahí mucha gente suya, a la que se llamó los azules por el color de la camisa falangista. De la campaña a las elecciones de 1977 data una de sus frases más famosas, "puedo prometer y prometo", sugerida por su colaborador Fernando Ónega.
Los resultados del 15-J diseñaron aquel "bipartidismo imperfecto" que perdura todavía, con un partido dominante pero sin mayoría absoluta (UCD) que obtuvo 166 diputados, en todo caso muchos más que la Alianza Popular de Manuel Fraga, que se quedó en 16. Mientras, el PSOE se alzaba con la hegemonía de la izquierda, 118, frente al PCE de Santiago Carrillo, que logró 19. La coalición nacionalista de Jordi Pujol obtuvo 11 y el PNV, 8.
Sin mayoría absoluta, pero al frente de la fuerza dominante (UCD), Suárez se lanzó en múltiples direcciones. Por una parte trató de reforzar su autoridad sobre UCD, empujando a sus diversos partidos hacia la disolución a favor de la unidad, apoyándose para la tarea de gobierno en un número dos de confianza, Fernando Abril Martorell.
Por otra, reconoció la legitimidad de la Generalitat de Cataluña en la persona de su presidente en el exilio, Josep Tarradellas. Y al tiempo, lanzó a la arena pública el invento del "consenso", cuyo primer fruto fueron los pactos de la Moncloa (otoño de 1977), que reunieron a un amplio abanico de partidos y sindicatos en un acuerdo frente a la crisis económica.
La Constitución fue el segundo fruto del consenso. Fue elaborada a lo largo de 1978, mientras la derecha y parte de los centristas rechinaban contra Suárez, su poder y su actitud presidencialista. El malestar militar iba en aumento y el terrorismo etarra dejó bien claro su intento de acabar con la incipiente democracia. En esas condiciones se cerró el acuerdo de la Constitución y se celebró el referéndum por el que se aprobó, el 6 de diciembre de 1978.
Ni la participación en el referéndum fue demasiado elevada (67%) ni se consiguió el apoyo del PNV al texto constitucional, que optó por la abstención en el País Vasco. En todo caso, se consideró un gran triunfo haber llegado a promulgar una Carta Magna elaborada con participación activa de la derecha (AP), el centroderecha (UCD), el socialismo, el comunismo y el nacionalismo catalán. Pero ahí se acabó el consenso.
A partir de ese resultado compartido, cada sector político decidió continuar su propio camino. El presidente disolvió las Cortes constituyentes, convocó nuevas elecciones y volvió a ganarlas en marzo de 1979, en términos similares a las precedentes: sin mayoría absoluta, pero otra vez en posición dominante.
El resultado de las elecciones de 1979 marcó una ruptura nítida entre Adolfo Suárez y el grupo socialista situado en torno a Felipe González, cargada de consecuencias para el futuro. Suárez cerró la campaña electoral con una intervención televisada en la que atacó al PSOE como un defensor del "aborto libre", "la desaparición de la enseñanza religiosa" y "una economía colectivista".
Felipe González le devolvió la pelota en la sesión de investidura de Suárez, exhibiendo su pasado en el Movimiento Nacional. Un año más tarde, la moción de censura socialista contra Suárez no obtuvo votos suficientes para derribarle, pero le fragilizó. Las posiciones dentro de UCD se dividieron; la ley del divorcio y la del Estatuto de Centros Docentes tropezaron con la oposición interna de los democristianos. La opinión publicada de la época usó las palabras desilusión y desencanto para referirse a la situación del país en 1980. El ambiente de confusión y malestar caló en la opinión pública, que retiró rápidamente el apoyo a Suárez, según las encuestas de la época.
Si la clave del consenso había sido una reforma democrática compartida por la derecha civilizada, la izquierda y el nacionalismo catalán, a finales de 1980 el presidente del Gobierno ya no tenía fuerza para convencer a los barones de su propio partido. Las conspiraciones militares y cívico-militares avanzaban a buen ritmo.
Los principales banqueros presionaban a parte de UCD para que abandonara a Suárez —que acaba de implantar una política fiscal digna de tal nombre—. "Querían que nos incorporásemos a la derecha pura y dura, es decir, al grupo de Alianza Popular", ha explicado el democristiano Fernando Álvarez de Miranda en sus Memorias.
El trato entre el Rey y Suárez se enfrió: el presidente quería ser el responsable constitucional de un Rey que se le escapaba, fiel a la idea de que prefería atribuir los éxitos del Gobierno a la Corona y sus fracasos, al propio Gobierno. Y el terrorismo etarra continuaba su tarea de demolición implacable de la confianza en la democracia.
A finales de enero de 1981, Adolfo Suárez decidió tirar la toalla y renunció a la presidencia del Gobierno. Esto aceleró el nerviosismo de los implicados en las diversas conspiraciones militares en marcha.
Desconocedor de lo que se tramaba, asistió como presidente dimisionario a la segunda y definitiva votación de investidura de su sucesor, Leopoldo Calvo Sotelo, el 23 de febrero de 1981, cuando el entonces teniente coronel Antonio Tejero asaltó el Congreso al frente de cientos de guardias civiles. Ahí resurgió el mejor Suárez, el hombre arrojado que se enfrentó a los asaltantes sin más respaldo que el de su valor personal frente a las armas sublevadas.
Salió prestigiado de aquella prueba, pero en realidad fue su canto del cisne: el animal político de raza intentó recuperarse y ya no pudo. España dejó caer al líder genial, considerando que su tiempo había pasado y otros protagonistas pugnaban por abrirse paso. Todavía construyó otro partido, el Centro Democrático y Social (CDS), pero los resultados fueron mediocres.
Suárez se retiró del primer plano de la política en 1991 y se refugió en un discreto despacho profesional como abogado. En 2003 empezó a sufrir los síntomas del Alzheimer y la noticia, mantenida en la discreción por su primogénito, Adolfo, se hizo pública 1 de junio de 2005.
Y a partir de entonces todo han sido homenajes y reconocimientos al estadista, al hombre adecuado en el momento oportuno, sublimado en la consideración pública por la nostalgia de un tiempo en que los conflictos políticos se resolvían por el diálogo y la negociación, en una España donde la crispación era de los extremismos y no afectaba a las corrientes centrales de la política. En todo caso, nadie puede regatearle méritos a Adolfo Suárez en la obra de haber conducido el tren de la Transición sin que descarrilara. Y sin conocer la vía por la que circulaba.
Como recuerda su biógrafo Juan Francisco Fuentes, Adolfo Suárez había dicho que no había modelos nacionales o internacionales que pudieran servir de falsilla para la transición española, y por eso dijo: "Nosotros fuimos nuestro propio antecedente".
Adolfo Suárez fue, seguramente, el político más solitario que ha existido en la democracia española y, sin embargo, fue el que más se empeñó, en una época peligrosamente incierta, en promover el diálogo y la distensión. Sus discursos, entonces muy criticados por la clase política, no solo en la oposición sino incluso en su propia formación política, estuvieron incansablemente llenos de llamamientos al “acuerdo”, el “esfuerzo común” o la “concordia” y toda su actividad política es la plasmación de ese ahínco.
Su primera gran apelación al pacto la formuló cuando todavía no era más que un joven y extravagante ministro Secretario General del Movimiento, siete meses después de la muerte del dictador. Ante las últimas Cortes franquistas, que representaban la enorme estructura levantada durante casi cuatro décadas de dictadura, aquel ministro de 43 años lanzó el 9 de junio de 1976 lo que sería el principal hilo conductor de su vertiginosa actuación política: “Vamos, sencillamente, a quitarle dramatismo a nuestra política. Vamos a elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal. Vamos a sentar las bases de un entendimiento duradero bajo el imperio de la ley”.
Es lógico que en aquellos momentos Suárez despertara toda clase de cautelas y resquemores en una oposición humillada por una Guerra Civil perdida y por tantos años de franquismo, pero leído ahora, 37 años después, su discurso en defensa de la descafeinada Ley de Asociación Política, que permitía la legalización de los partidos, salvo del Partido Comunista de España (PCE), es una pieza parlamentaria magnífica y marcaba perfectamente cuál iba a ser la voluntad política de quien escasamente un mes después sería elegido por el Rey como su verdadero primer presidente del Gobierno (el anterior, Carlos Arias Navarro, había sido nombrado por Franco).
Suárez fue presidente cinco años y medio, los más inciertos y peligrosos de la Transición española, y si algo caracterizó, por encima de todo, su Gobierno fue la extrema velocidad que imprimió a las reformas, el ritmo vertiginoso con el que impulsó los cambios. Doce meses después de aquella apelación a la “normalidad”, aquel simpático político al que la mayoría comparaba con un dependiente de grandes almacenes, un funcionario de medio pelo con un currículo muy poco presentable, había concedido una amnistía que todavía no era total pero que desbloqueaba las relaciones con la oposición; había hecho aprobar una Ley de Reforma Política que dinamitaba, desde la legalidad, toda la estructura franquista; había disuelto el Movimiento Nacional, legalizado al Partido Comunista de España y a los sindicatos Comisiones Obreras y UGT; había creado un nuevo partido político, UCD, y celebrado, y ganado, las primeras elecciones democráticas desde la República; había puesto en marcha unas Cortes Constituyentes, que elaborarían la primera Constitución de consenso en la historia española… No tardó ni quince días después de ganar esas elecciones del 15 de junio de 1977 en presentar la candidatura formal de España para ingresar en la entonces Comunidad Económica Europea y no pasaron ni cuatro meses antes de autorizar el regreso a España de Josep Tarradellas como president provisional de la Generalitat de Catalunya, y antes de recibirlo con un fuerte apretón de manos en la Moncloa.
Durante todo este tiempo, Adolfo Suárez insistió, una y otra vez, en el mismo mensaje: “Os invito a que iniciemos la senda racional de hacer posible el entendimiento por vías pacíficas”. “Este pueblo no nos pide milagros ni utopías. Pienso que nos pide, sencillamente, que acomodemos el derecho a la realidad”. “Quitemos dramatismo a nuestra política”. “Reconozcamos la realidad del país”.
El mérito de este discurso permanente de concordia de Suárez cobra todavía más relieve si no se olvida, como muchas veces se hace, que todo este proceso de normalización democrática se hizo en medio de huelgas, manifestaciones, una inflación disparada y un paro creciente, presiones y desplantes militares, una larga lista de feroces atentados de ETA, del GRAPO y de los grupos ultra y fascistas, y de una creciente incomprensión política.
Vamos a elevar a la categoría política de normal lo que en la calle es normal"
Cuando finalmente dimitió, el 29 de enero de 1981, Adolfo Suárez tenía 48 años. Había soportado, con la única amistad de Fernando Abril Martorell y del general Manuel Gutiérrez Mellado, más crisis que ningún otro político de la democracia y se encontraba aterradoramente aislado. El presidente del Gobierno presentó su renuncia ante las cámaras de televisión, demacrado y agotado, sometido a la fuerte crispación política que promovía sin cesar la oposición socialista, a las luchas internas de su propio partido, a la creciente falta de confianza del Rey y, por supuesto, a la interminable y furiosa presión militar que desembocaría ese mismo año en el golpe de Estado del 23-F.
Para entonces ya había demostrado una formidable capacidad de aguante, un gran coraje y un firme deseo de interpretar sinceramente la voluntad de la mayoría de los españoles. Aquel joven funcionario que propuso a los herederos del franquismo quitar dramatismo a la vida política española fue el mismo que cinco años después, en retirada y derrotado, sin que casi nadie le reconociera que había cumplido gran parte de sus compromisos políticos, culminó su tarea institucional negándose en el Congreso de los Diputados a tirarse al suelo pese a las amenazas de un teniente coronel golpista.
Que dice Juan Luis Cebrián sobre Adolfo Suárez
La decisión del Rey, a principios de julio de 1976, de encomendarle a Adolfo Suárez la Jefatura del Gobierno causó una sorpresa mayúscula dentro y fuera de España. Nadie esperaba que el elegido para la tarea de construir la democracia fuera un falangista relacionado con el Opus Dei y antiguo favorito del almirante Carrero Blanco, el delfín de Franco asesinado por ETA. Su designación irritó a la derecha española: franquistas tradicionales, monárquicos de toda la vida, democristianos y liberales hicieron cuanto pudieron para propiciar su fracaso desde el primer momento. Solo los afectos al Movimiento, herederos del antiguo partido fascista español, parecían mínimamente confortados. La oposición de izquierdas, por su parte, recibió con amarga decepción el nombramiento. Era impensable que una figura como aquella pudiera encabezar la transformación democrática del país.
En ese ambiente, las dificultades para Suárez comenzaron de inmediato, cuando se percató de los serios problemas que tenía para formar Gobierno. Durante 48 horas parecía aquella una misión imposible y probablemente lo hubiera sido si los democristianos, con Marcelino Oreja, Alfonso Osorio y Landelino Lavilla a la cabeza, no hubieran cedido finalmente a las presiones y demandas del propio Rey para incorporarse al gabinete. La aprobación semanas más tarde de una amnistía limitada, pero que puso en la calle a varios cientos de presos políticos, fue el primer signo de que las cosas podían estar empezando a cambiar en nuestro país. Hasta el punto de que Santiago Carrillo, secretario general del Partido Comunista y exiliado en París, declaró que constituía “…un paso hacia la reconciliación de todos los españoles”.
Esa era en realidad la cuestión fundamental: poner fin a la Guerra Civil que había desangrado a España 40 años atrás y cuya memoria el dictador se había encargado de mantener viva y actuante. Durante casi dos siglos los españoles habían soportado la existencia de un país partido en dos, dividido hasta la exasperación entre buenos y malos, gobernado por el odio, sometido al integrismo religioso y bajo el ojo vigilante de la milicia. Comenzando por el Rey, quienes habían de liderar la Transición política española, de la dictadura a la democracia, tenían por delante una tarea ardua y nada sencilla. La elección de Suárez para encabezar el proceso dejó por lo mismo perpleja a mucha gente. Su pragmatismo, su lealtad a quien le nombró, su fe de converso a la democracia y su innegable dedicación a la tarea por encima de cualquier otra consideración, lograron vencer todas esas suspicacias e inaugurar un periodo brillante y prometedor en la historia de nuestro país.
Durante su etapa como presidente traté con frecuencia, al igual que tantos otros periodistas, a Adolfo Suárez. Mantuve con él una relación personalmente cordial, aunque no tanto como para que se decidiera a parar la actividad frecuente del fiscal general del Estado contra mi persona y contra EL PAÍS. Fruto de la misma fui procesado cinco veces y condenado a un año de cárcel por las opiniones editoriales del periódico, sin que su gobierno se decidiera a indultarme ante la oposición notoria del Tribunal Supremo de la época. Pero también fui testigo privilegiado de muchas de sus dudas, de las numerosas intrigas que sus propios compañeros de partido tejieron contra él y de la batalla, nada soterrada, que libró durante años contra la presión de los militares golpistas que le acusaban de traidor y acabaron por provocar su dimisión. Desde la discrepancia política pudimos tejer una relación de amistad creciente y de confianza mutua. Fue fructífera para ambos y, como es lógico, se hizo más estrecha y distendida una vez que le descabalgaron del poder.
Relataré tres anécdotas que reservaba para mis memorias, pero que la ocasión merece sean puestas ahora de relieve. La primera se refiere a la primera entrevista que le hice siendo ya presidente. De acuerdo con el libro de estilo y las normas internas del periódico le entregué sus declaraciones para que las corrigiera en caso de que yo hubiera tergiversado o recogido sin rigor sus palabras. La norma, todavía imperante, establecía que las preguntas eran nuestras y las respuestas del interpelado. Me invitó a comer en La Moncloa a fin de dar el visto bueno al reportaje y, ya a los postres, me hizo con toda prudencia un ruego: que eliminara mi última pregunta sobre si estaba dispuesto o no a elaborar y aprobar una ley de divorcio. Había respondido de una manera anodina, ininteresante, sin aclarar nada. “Sí voy a hacer la ley", me dijo, "pero no lo puedo anunciar en público porque los del Opus están todo el día sobre mí. Si respondo afirmativamente será casi imposible que haya divorcio en España en el corto plazo. Y desde luego no quiero decir que no lo habrá, o sea, que te ruego elimines la pregunta”. Después de muchas dudas y de consultarlo con mis colaboradores, accedí al ruego. La ley del Divorcio se aprobó años más tarde, todavía con Suárez en el poder.
Pero no solo el Opus le preocupaba. Desde que legalizara el Partido Comunista, condición indispensable para celebrar las elecciones democráticas de 1977, la cúpula militar no cesó de acusarle de mentiroso y traidor y de conspirar contra él. En la madrugada del sábado 17 de noviembre de 1978 me encontraba yo leyendo y oyendo música en mi domicilio, después de haber cerrado la edición de EL PAÍS, cuando sonó el teléfono. Me llamaba el presidente en persona, sin mediación de secretarias o gabinete alguno. Eran las dos de la mañana y le pregunté cómo estaba despierto a esas horas. “¿Cómo estás despierto tu?", contrapreguntó. “Acabo de venir del periódico, es mi jornada habitual”, respondí. “Pues yo ando como tu: trabajando”. A continuación, y sin solución de continuidad comenzó a explicarme que habían descubierto una conspiración militar encabezada por un jefe del Ejército, el coronel Sáenz de Ynestrillas. Preparaban un golpe de Estado para ese mismo fin de semana. Fue prolijo en detalles y nombres y tomé los apuntes que pude. “Te digo todo esto para que veas cómo está la situación y cuán preocupado me encuentro”, señaló. “Bueno, ahora ya lo sabes", terminó por decir, "buenas noches”. Y colgó.
A la mañana siguiente reuní a mi equipo y les conté lo sucedido. Hicimos cuantas comprobaciones resultaron posibles de los datos que teníamos, y, en cualquier caso, decidimos fiarnos de una fuente tan privilegiada como aquella. El domingo 18 publicamos en exclusiva y en primera página las noticias sobre la Operación Galaxia, el intento golpista que fue la antesala del 23-F.
Un año después de aquello, con ocasión del secuestro por ETA de Javier Rupérez, recibí a través de nuestro corresponsal en Bilbao, Javier Angulo, la oferta de los terroristas vascos de hacer una entrevista epistolar a Javier durante su secuestro, a cambio de entregarles tres millones de pesetas. Era aquel uno de los primeros contactos que se tenía con los plagiarios, y pensé que aceptar su sugerencia sería ante todo una buena manera de comprobar que Javier seguía vivo. Consulté mi decisión, como siempre hacía en las ocasiones importantes, con mi consejero delegado, Jesús Polanco, entre otras cosas porque él tenía que facilitarme el dinero que solicitaban. Ante la preocupación de que fuera utilizado para comprar armas y sostener a la banda, decidimos seguir adelante con el proyecto pero informando del mismo al presidente. Llamé a Suárez pasadas las diez de la noche para decirle en breves palabras de qué se trataba y nos recibió de inmediato a Jesús y a mí en su despacho. Nos hizo entrar por la puerta trasera de La Moncloa y aseguró que no quedaría registro de la visita. Dedicamos un tiempo a analizar la cuestión de la entrevista y las pruebas que debíamos exigir sobre el hecho de que Javier seguía con vida. Resuelto el plan de actuación, pasamos a otros temas hasta que al hilo de una discusión que emprendimos sobre la política exterior española me dijo abiertamente que la gente desconfiaba de mí. “¿Qué gente?” Le pregunté. “El Gobierno", me contestó enseguida, "la policía, los militares…”. “¿Y a qué se debe?”. Medio balbuciente confesó: “Dicen que eres agente de la KGB”.
Ante mi sorpresa, no demasiado grande pues ya antes, también durante su gobierno, se me aplicó la ley antiterrorista bajo sospecha de estar en connivencia con los secuestradores de Antonio María de Oriol, Adolfo Suárez abrió el cajón de su mesa y sacó una carpeta llena de documentos. Había dentro millonarios cheques de Aeroflot, la compañía aérea soviética, a mi nombre; cartas con mi firma falsificada en donde se daban diversas órdenes a bancos en el extranjero (la banca Leumi de Tel Aviv y la de la Unión de Trabajadores en Luxemburgo) en los que se suponía que tenía cuentas donde la inteligencia moscovita me abonaba los servicios prestados; fotos, informes sobre mi vida privada y amorosa, que demostrarían mis relaciones con el espionaje soviético, y cosas así. Ante semejante patraña solo se me ocurrió preguntarle si él la creía. “Yo no", contestó categórico, "estoy seguro de que es un montaje”. “¿Y quién lo ha hecho?”, le pregunté. “Los militares”, contestó sin pestañear. No me dejó copia de ninguno de aquellos papeles y tardé meses, casi un año, en demostrar mi inocencia y la falsedad de aquellas pruebas que nunca se me entregaron. No me extrañaría que cualquier día uno de esos calumniadores profesionales que circulan por la red las exhiba de nuevo contra mí.
Anécdotas como esta ponen de relieve algunas de las dificultades mayores que hubimos de encarar durante la Transición y hasta qué punto periodistas y políticos trabajamos muchas veces de común acuerdo, desde sensibilidades y obligaciones diferentes, en la construcción de una democracia amenazada entonces, sobre todo, por el intervencionismo militar. Los exégetas y comentaristas de las generaciones que no vivieron aquello tienden a olvidar con demasiada facilidad el poder casi omnímodo que el Ejército tenía sobre la vida española y la profundidad y peso de las fuerzas reaccionarias alimentadas por organizaciones religiosas e integristas de todo género. Pese a que le hubiera gustado hacerlo, Suárez no fue capaz de desmontar el imperio de las bayonetas, que se manifestó en toda su audacia la noche del 23-F de 1981, y por lo mismo fue víctima de ellas.
La Transición, por lo demás, no tuvo nunca hoja de ruta ni un programa definido. Todo el mundo sabía el punto de partida y cuál debía ser la meta, pero los caminos para llegar a ella estaban plagados de amenazas. Pudo hacerse gracias a la determinación del Rey, el pragmatismo de Adolfo Suárez, y el liderazgo de los dos máximos representantes de los partidos de izquierda: Felipe González, que encarnaba la esperanza de las nuevas generaciones, la modernidad del cambio y el apoyo de la socialdemocracia internacional, y Santiago Carrillo, protagonista del espíritu de reconciliación, quebrado más tarde por la irrupción virulenta de José María Aznar en la política española.
La contribución de Suárez a la instauración de la democracia fue monumental, y tuvo su colofón épico cuando permaneció impasible ante los rifles de los golpistas que le apuntaban en la sede del Parlamento el día que en principio debía de ser el último de su mandato presidencial. Llevó a cabo, con instinto y audacia considerables, la política de lo posible, a base de avances y renuncias intermitentes. La división cainita de su partido, que le sacrificó en el altar de las ambiciones de poder de unos cuantos, amenazó con sepultar su gestión en el olvido. Muchos de los que hoy le lloran contribuyeron a su inmerecida y brutal defenestración. En la hora de la despedida, cuando tantos le rinden ahora el homenaje que le negaron en vida, a mí me place recordar su imagen un poco chuleta y desenfadada, la de un español medio siempre soñando con la revolución pendiente, que acabó convirtiéndose en un estadista de fuste y en una figura irrepetible de nuestra democracia.
Juan Luis Cebrián es presidente de EL PAÍS y miembro de la Real Academia Española
No hay comentarios:
Publicar un comentario