-- --

Buscar información

Facebook y Twitter

viernes, 29 de octubre de 2010

LOS CUENTOS DE ELIZA: MI CONVENCIDISIMA OPINION DE LOS JUDIOS

Creo que empecé a quererlos cuando era chica, escuchando a la bruja de mi abuela materna, despotricar contra uno de ellos con mi madre, sin importarle si yo andaba por ahí escuchando.


Resulta que ella hablaba de un señor, al que había apodado de "buenas copas", porque se ganaba la vida vendiendo de puerta en puerta y en su valijita llevaba como mercadería muy especial, algunas copas de cristal que ya en aquella época -la crítica era retroactiva- eran piezas antiguas de colección, y las promocionaba como "buenas".

El tal señor -judío él, al que nunca conocí- no estaba en boca de mi santa abuelita por sus condiciones de comerciante, sino más bien porque le había arrastrado el ala a su hermana menor, la que… bueno, parece que estaba encantada, y eso era terrible para los "sentimientos" discriminatorios y racistas de la familia.

Lo cierto es que las cosas que supe escuchar -muy calladita y juiciosa- me hicieron tomar partido por aquel desconocido que no estaba presente para defenderse, y que tal vez ya ni formara parte de este mundo.

Porque, según mis conclusiones infantiles, alguien que fuera criticado y despellejado por doña Mercedes, seguro era buena gente. Caso mi papá, mi abuelo, el marido de mi tía mayor, la novia de mi tío y los frustrados festejantes de mi tía soltera.

Esa rama de mi familia fue un verdadero “encanto”. No me traumé porque -como decía mi papá- soy de otro planeta. Después fui creciendo, pero nunca se hizo nada que me hiciera cambiar de opinión.

Tendría 12 años cuando una familia judía se mudó a los apartamentos al lado de lo de mi abuela materna. Eran tres hermanas: Alina, de mi edad, Raquel un poco menor, y la pequeña Dorita.

Gracias a ellas mitigaba las tediosas noches de sábado, cuando la familia -salvo papá, obvio- se juntaba en lo de mi abuela a cenar y jugar al Rummy.

Me dejaban ir, porque el ventanillo de la cocina de los Kaitac daba al patio del fondo de mi abuela, y por ahí me llamaban de vez en cuando, para comprobar que continuaba ahí. Allí los mayores nos dejaban escuchar música, bailar y reírnos, sin demostrarnos molestia alguna.

También nos enseñaban el significado de los nombres de sus hijas: Alina, la protectora; Raquel, la amiga, y Dorita, el regalo de los dioses.

Me gustaba la confianza que tenían a sus hijas, y cómo les enseñaban a decir la verdad... Era un método como el de papá, que implicaba comprensión y apoyo, en vez de castigos que obligaran a tener secretos.

Más adelante, en el liceo, empecé a padecer los horrores de la Historia, porque jamás pude recordar una fecha, y hasta los nombres de los protagonistas se me piantaban de la memoria… Para mí lo que no era matemáticas u otras materias comprobables o digeribles a puro razonamiento, era sinónimo de veneno.

Eso sí, me quedaban claros los conceptos y eso es lo que me ha quedado bien grabado hasta el día de hoy. Por ahí empecé a conocer el drama del pueblo judío, cambiante pero constante a lo largo de la historia.

Eso hizo que ya no fueran solamente el laborioso señor "buenas copas" y mis amigas los judíos que me gustaban, sino todos sus ancestros.

Ya más grande -como a los dieciséis- sentí la necesidad de emanciparme. La dependencia económica materna resultaba incompatible con mi concepto del buen uso del vil metal, así que decidí ganarme el mío.

No era cuestión de sentarme a esperar que apareciera un buen empleo para el cual ya estaba bien preparada, sino de hacer algo redituable mientras tanto.

Así empecé a trabajar como manícura a domicilio, con los conocimientos adquiridos por la constancia de arreglar mis propias uñas y las del resto de las damas de mi familia materna, que si bien nunca me pagaron un mango, la experiencia acumulada me vino muy bien.

Mis primeras clientas surgieron de la peluquería de la cuadra, cuya dueña odiaba arreglar manos y me las enchufó una por una. De ahí en más, una me recomendó a otra, y terminé con la semana completa de la mañana a la noche, con dinero suficiente para moverme en taxi y ganar tiempo.

La mayoría eran judías. Me pagaban sin chistar porque estaban conformes, y las propinas eran considerables. Me trataban como a una amiga, me enseñaban recetas de comidas y postres típicos, me contaban cosas personales y algunos problemas que muchas veces pude ayudar a resolver.

También con ellas aprendí algunos trucos prácticos, útiles y baratos, que me permitieron enfrentar ciertos aspectos de la relación humana con seguridad y sin riesgos...

Cuando conseguí el empleo esperado, resultó ser en una empresa de judíos. Compraba "El Día" de los domingos, leía los "clasificados" y mandaba montones de cartas por semana. Un buen día llegaron dos respuestas juntas… Podía llamar por teléfono a los dos remitentes, pero, tendría que elegir uno.

Hice mi prematura elección para mis adentros -antes de efectuar las entrevistas- sólo porque una de las empresas me convocaba a realizarme un test con un Sicólogo del Centro, antes de concederme la entrevista final.

Eso me gustó, me pareció serio. Y así fue, nomás. Después de estudiarme y aprobar mis inofensivas locuras, resultado en mano, me mandaron a la empresa y sin más trámite, quedé trabajando en Himalaya, el “registro” de Yaffé.

El Gerente fue muy amable conmigo, y todo lo que me preguntó fue cuánto esperaba ganar. Cien pesos -dije- no menos de eso (el sueldo básico de la época para un auxiliar de escritorio eran noventa y cinco, pero yo también tenía conocimientos contables y había hecho secretariado comercial, así que ese fue mi alegato).

Ningún problema. Con su simpática sonrisa me acompañó al que sería mi lugar de trabajo, me presentó a mi Jefa inmediata y se fue. Me gustó el ambiente, el trabajo… y el sueldo. Pude aportar mi iniciativa, que siempre fue tenida en cuenta, y la mayoría de las veces, aplicada.

Cuando llegó el día de cobro, la cajera me entregó unos noventa y pico de pesos… Pregunté por qué y la respuesta fue que a mis cien nominales se les había deducido el descuento legal. ¡Monté en cólera! Entré al despacho del Gerente pidiendo una explicación.

Él no se hizo drama -en un mes ya me había tomado los puntos- fue con la cajera y le ordenó pagarme la diferencia, para luego calcular mi sueldo nominal, a partir de los cien pesos líquidos que me serían pagos.

En el descanso del mediodía, nos juntábamos todos alrededor de la mesa de corte y almorzábamos amigablemente, compartiendo el rato con nuestros superiores como una gran familia.

Muchas veces el Gerente traía una torta adornada con chocolate en placas que compraba exclusivamente en la confitería "El Oro del Rhin" porque era un postre típico judío y allí lo hacían como era debido.

En esas ocasiones nos confabulábamos todos para recordarle su colesterol alto, y terminábamos dejándole tan sólo un ínfimo pedacito… Aunque cuando se daba cuenta a tiempo que nuestro verdadero motivo era la gula… se servía primero su buen trozo, brindaba con él por su colesterol y nos decía "ahora sí, muchachos, buen provecho".

Mi Jefa era un encanto, la relación con mis compañeros no podía ser mejor, y las exigencias del trabajo nunca fueron cosa que me molestara. Cuando nos quedaban ratos libres en el trabajo de escritorio, había que llenar esos huecos contando botones, cierres, grifas y demás avíos.

También bajábamos piezas de tela de los estantes -cuando el cadete había salido con el reparto- porque ahí nadie estaba sin hacer nada.

Cada vez que se producía ese "cambio de funciones", aparecía en escena un personaje de lo más peculiar: el Encargado de Ventas. Era un señor mayor y muy correcto, que generalmente nos enseñaba palabras en hebreo, nos prevenía sobre las mañas de algunos confeccionistas, siempre muy ilustrativo y didáctico.

Pero claro, cuando nos veía trepadas a las escaleras de una hoja -allá arriba, eligiendo pesadas piezas de tela para luego dejarlas caer- no podía con su corazoncito y empezaba a caminar del frente al fondo tantas veces como pudiera… ¡siempre mirando para arriba de la escalera…!

Como eso era todo, nos parecía folclórico y jamás le recriminamos nada, todo lo que hicimos fue empezar a usar pantalones.

Dos veces por mes aparecía el Gerente General a echar un vistazo. Su visita intentaba ser inesperada, pero contábamos con la complicidad de las vendedoras de la Casa Central, que nos avisaban por teléfono cada vez que él salía de recorrida.

El alerta no era por cuestiones de trabajo ni de orden. Todos estábamos conformes y se trabajaba a conciencia voluntariamente.

Se trataba de una "regla" que si bien no regía para nosotras, sabíamos que él se la había impuesto a sus empleadas directas porque así le gustaba, y las compinches nos daban tiempo de ponerla en práctica.

En las tiendas era obligatorio -para todas las mujeres- estar maquilladas en horas de trabajo. Pero no como imposición que implicara gastos extra a las que no acostumbraban a pintarse: la empresa ofrecía los cosméticos necesarios para cada una de aquéllas que no pudiera o no quisiera comprarlos.

A partir de la llamada de aviso, se producía una estampida hacia el baño. Las siete mujeres dejábamos lo que estuviéramos haciendo para ocuparnos de ponernos en forma, pasando en loca carrera frente los despachos del Contador y el Gerente, que salían a reírse a carcajadas de nosotras y a hacernos chistes alusivos a la conocida avalancha, tanto de ida como de vuelta.

Las que nos maquillábamos todos los días antes de salir de casa, nos lavábamos bien las manos para corresponder al conocido saludo sin manchas de tinta, papel carbónico o polvillo de alguna envoltura del depósito.

Las que iban de cara lavada intentaban llegar primeras, porque éramos sólo tres las que teníamos enseres de "revoque" para prestárselo a las otras cuatro.


Terminado el acicalamiento volvíamos en fila india a nuestros respectivos lugares, donde -como toque final- se procedía a la "operación perfume" compartiendo frasquitos e inundando el ambiente con aroma a instituto de belleza.

¿Para qué todo eso si el "reglamento" no nos incluía?… Porque el Gerente General era un señor tan alto, elegante y buen mozo que todas queríamos ofrecerle la mejor impresión -aunque fuera unos segundos- ¡al estrecharle la mano…!

A los seis meses me llamó el Contador para decirme que el Gerente quería hablar conmigo. Él hacía todo un preámbulo de lo más divertido, contándome chistes y hablando de cualquier tema menos del motivo de mi convocatoria. Yo estaba tranquila porque estaba segura de mi trabajo y rendimiento, pero… un poco intrigada.

Al hacerme pasar, el Gerente, tan ceremonioso como siempre, empezó elogiar mi labor. Dijo que merecía un incentivo por mi buen comportamiento y me aumentó dos pesos, aclarando muy sonriente que eran líquidos.

El "operativo aumento" se repitió cada seis meses con el mismo protocolo. No sería la guita loca, pero me convirtió en la empleada mejor paga de mi sector, me evitó la molesta situación de pedir aumento, y obviamente, alimentó mi ego en forma permanente.

No se trabajaba los días de fiestas judías y también se festejaban las tradicionales. Cada fin de año, la empresa invitaba a una cena bailable en algún local de moda donde todos éramos iguales, como en el trabajo.

El día de balance anual, nadie sabía a qué hora volvería a su casa. Se hacía un sábado, que trabajábamos medio día. Antes de bajar la cortina y empezar el inventario, entraba el mozo de un restorán cercano con la bandeja llena de paquetes individuales -ya el cadete había recogido el pedido de cada uno- a cuenta de la empresa.

Ese día todos hacíamos de todo, el más aliviado ayudaba al más recargado y tanto empleados como empleadores nos movíamos como hormigas ante una tormenta. Un descanso a media tarde tomando café y de noche la cena, igual que al mediodía.

Tarea cumplida, números correctos y balance bien cerrado, llegaba la hora de irse… podían ser las dos o las tres de la madrugada. Eso también era tenido en cuenta y a las mujeres se nos daba dinero para el taxi, mientras que los tres hombres eran repartidos por los dos superiores en sus respectivos autos.

En el año 74, yo encontré un apartamento precioso y barato… sólo que pedían mil pesos de "llave" por el traspaso y algunos muebles que iban a dejar. Esa suma, frente a un alquiler regalado, era negocio… ¡pero no la tenía!

Hablé con el Gerente y le solicité el préstamo explicándole bien el asunto. Sacó su billetera y me dio dos billetes de quinientos, acompañados de la franca sonrisa que lo caracterizaba, diciendo "asunto arreglado, ¿cómo quiere que se los descuente?".

Me pareció un atrevimiento decidir yo, y le pedí que lo hiciera él. "Bueno -dijo- usted ahora ya está ganando doscientos… ¿qué tal cincuenta por mes?, en veinte meses lo tiene saldado". Me aguanté las ganas de abrazarlo y besarlo -nuestra relación era de confianza pero no tanto- y le agradecí como correspondía.

Pasó un año en que todo iba "viento en popa", cuando un cedulón por debajo de mi puerta rompió la rutina: la Inmobiliaria que regenteaba el edificio me intimaba a presentarme y regularizar la situación… ¡se habían enterado que yo no tenía nada que ver con el arrendatario que figuraba en el contrato…!

Me anuncié y fui. Me atendió el dueño, un judío grandote, pelirrojo y simpático. De capa caída le entregué el cedulón diciéndole que no sabía cómo solucionar el problema. Me explicó que era sencillo, no se trataba más que de poner en orden los papeles haciendo un contrato a mi nombre, y adecuando un poco el alquiler, siempre que yo pudiera acceder al nuevo precio.

Respiré hondo y me sentí mejor, el pequeño aumento que me proponía estaba bien a mi alcance. Mandó traer unos formularios y me preguntó quién sería mi garantía, comercial, claro. ¡Garantía!, ¿de dónde sacaba yo una?… Quedé en regresar al otro día y salí exprimiéndome el bocho. No había caso, todas mis hipótesis llegaban a la misma tesis: ¡el Gerente!

Primero se lo comenté al Contador -recién había pagado doce cuotas del préstamo- y como de costumbre, no sólo me alentó a entrar a la Gerencia, sino que me acompañó y me abrió la puerta.

El Gerente tampoco se asombró, comentó que bastante había durado mi anómala situación contractual. Preguntó quién era el dueño de la Inmobiliaria -que resultó serle conocido- me pidió su teléfono y lo llamó desde ahí, en mi presencia. Consiguió que le mandaran un empleado con los papeles, que al otro día firmó en su propio despacho.

Era "el año de la orientalidad". Ya a esa altura yo me rompía toda por defender los intereses de la empresa, y algunas veces iba personalmente al taller de alguno de los confeccionistas, a pelear por unos metros de tela que no habían devuelto, o alguna pieza de ropa que hubiera venido de menos.

Todo eso antes que la irregularidad llegara a oídos de la plana mayor, cosa que cuando lo supieran, ya estaba solucionado.

La devaluación nos complicó bastante el trabajo, tuvimos que rehacer las planillas de costos, trabajar con cifras centesimales y milesimales… en fin, convertir a la nueva moneda desde un botón de camisa hasta la grifa de un talle. Las viejas máquinas de calcular "a tracción a sangre" echaban humo, nos quedábamos fuera de hora, pero, mantuvimos el ritmo al día.

Pero la cosa venía mal, las ventas estaban mermando mucho, y la casa central entendió que nosotros ya no estábamos dando ganancias… lo que era cierto.

Antes de pensar en el cierre, el Contador y el Gerente nos reunieron a todos, y su oferta fue redistribuirnos entre la Casa Central y las otras tiendas, pero -si bien no se nos modificarían los sueldos- el nuevo trabajo sería como vendedores… la parte administrativa en pleno estaba completa. La otra opción era el despido pagado al contado, y el derecho al seguro de desempleo.

De ahí en más y en pocos días, mientras el Contador se ocupaba de las redistribuciones, el Gerente nos pagaba los despidos y compensaciones a los que optamos por irnos, llorando con cada uno de nosotros al entregarnos la liquidación y una carta de recomendación que bien podía abrirnos las puertas de cualquier multinacional (las de esa época, que eran pocas, fuertes y serias).

Otra vez a comprar "El Día" y empezar de nuevo… pero mi gran problema no era tanto ése, sino la firma del Gerente como garantía de mi contrato de alquiler. Si bien él me hizo saber que me mantenía la confianza aunque ya no formara parte de su equipo, era a mí que me parecía mal.

A los treinta días encontré el aviso en el diario: "concurso de oposición para cargos presupuestados en la administración central"… ¡¡¡eureka!!!

A mediados de diciembre ya estaba trabajando en el Ministerio. El primer trámite que hice, fue ir a la Contaduría Gral. de la Nación a pedir la garantía, hice el cambio y me fui a ver a mi ex-Gerente, con el trocito de contrato que lucía su firma.

Me rezongó por hacer eso, pero no se enojó. Ambos recordamos con tristeza y nostalgia aquella linda etapa pasada y quiso saber de mi nueva función. Le conté un poco, mientras pensaba que en la Cancillería no había judíos -nunca supe por qué- pero ¡cómo los extrañaba!

Años después, durante el exilio en Buenos Aires, lo encontré de casualidad en la calle Corrientes, ya cuando había perdido mi trabajo de Secretaria y era doméstica multifacética del matrimonio inglés.

Le pareció un espanto que desperdiciara mis condiciones en esa clase de tarea, y me hizo llamar por teléfono por un amigo -también judío- que me ofreció empleo administrativo de inmediato…

No tuve tiempo de aceptar, se estaban abriendo las puertas del paisito para nosotros, y sin pensarlo dos veces, hicimos las valijas y volvimos.

Fue pasando el tiempo y si bien tuve oportunidad de conocer nuevos judíos, nunca volví a tener una relación tan estrecha como las anteriores. Sin embargo y a pesar de tratarlos menos, todos, de alguna forma, confirmaron mi opinión.

Por todo eso me simpatizan, me siento halagada de haber conocido tantos y haber podido tratarlos. Los recordaré siempre con mucho cariño, a todos y cada uno.

Eliza

Fuente: Quincena de Eliza y Miguel

No hay comentarios: