La semana que pasó se celebraron elecciones en dos países que figuran entre los emergentes más destacados y bastante disímiles- del "giro a la izquierda" en América Latina: Venezuela y Brasil.
En el primer caso, el propio proyecto del presidente Chávez se autocalifica como un "socialismo del siglo XXI".
En el segundo, la alianza Lula-Alencar que gobernó hasta ahora representaba, a través de la figura del presidente y del vicepresidente, la propia esencia de la socialdemocracia, puesto que Lula era un obrero y José de Alencar un empresario.
La socialdemocracia implica un pacto entre capital y trabajo, acorde con las exigencias de un modo de producción que, sin renunciar al capitalismo, pretende atenuar las desigualdades inherentes a él (a través de, por ejemplo, el reforzamiento del estado de bienestar, y la asunción, por el Estado, de algunos de los costos de la reproducción de la mano de obra).
En ambos casos los resultados fueron favorables a los gobiernos que ya estaban instalados, con renovaciones importantes en sus elencos y en sus modos de funcionamiento.
En el caso de Venezuela, las elecciones terminan de conformar un legislativo multipartidista, por primera vez en cinco años, luego de que la oposición desistiera de presentarse a las últimas parlamentarias como forma de socavar la legitimidad del gobierno.
Esa estrategia dio malos resultados para aquella oposición (la desaparición en escena de uno de los lugares más importantes de la política: el parlamento), y tampoco fueron buenos para el propio sistema político venezolano, al privarlo de la función de control y fiscalización del gobierno, inherente a los partidos de oposición.
La composición del Parlamento hoy, indica que mientras el gobierno controlará el 60% de los escaños, la oposición tendrá un 40%.
No obstante, la cohesión del gobierno, en manos del Partido Socialista Unido de Venezuela, es muy superior a la de una alianza de varios partidos, fragmentada en grupos de distinto alcance y electorado, entre los que sobresale el recompuesto Acción Democrática (uno de los partidos claves en la construcción del bipartidismo venezolano que antecedió a la "era Chávez").
En el caso de Brasil, las elecciones del pasado domingo muestran que se pudo sortear con éxito la indispensabilidad de la figura de Lula para asegurar una victoria electoral de su partido.
Y con ello, se sienta una de las demostraciones más cabales de que el proyecto de la izquierda debe estar preparado para superar el carisma de sus líderes fundacionales.
Dilma Rousseff, una candidata poco conocida para Brasil un año atrás, se acaba de alzar con el favoritismo del electorado brasileño, mostrando la madurez de un partido que supo construir una candidatura alternativa a la de Lula a tiempo.
Esta labor era casi hercúlea si se piensa en al menos dos grandes desafíos que representaba este recambio.
El primero era el del propio Lula. Su popularidad llegó a ser tan grande que si él mismo no se hubiera impuesto el costo y el esfuerzo de legitimar la imagen de Dilma (dentro del partido primero y en el Brasil todo después), nadie más lo hubiera conseguido.
Esta es su propia grandeza de estadista y marca la índole transpersonal de todo proyecto político: la de trabajar, él mismo, para traspasar toda su popularidad a un tercero (aún a despecho de las críticas que recibió por hacer campaña siendo presidente: un costo que debió asumir, aún contra su propia popularidad, si quería asegurar la continuidad del proyecto del PT).
El segundo desafío era el de imponer una mujer, relativamente desconocida, en las preferencias del electorado brasileño. Y una mujer con un pasado guerrillero.
Haber conseguido todo esto, habla bien no sólo de Lula o del PT, sino, y especialmente, del pueblo brasileño. Un pueblo al que hasta hace poco se lo consideraba "analfabeto políticamente" y que le está dando lecciones a más de un país de los considerados "cultos" y "avanzados".
En ambos casos los proyectos están signados por la marca de las izquierdas en el continente, y sus retos.
El socialismo del siglo XXI de Chávez avanza, con definiciones contradictorias y un accionar desparejo, intentando transitar algunos viejos trillos: nacionalización, estatización, colectivización, autogestión.
En algunos casos (en el más importante, tal vez, el control del recurso energético básico de Venezuela, que es el petróleo), la experiencia le ha salido bien.
En otros, enfrenta viejos dilemas propios de las contradicciones que el mismo socialismo real enfrentó (la gestión de las empresas, por ejemplo). Pero al menos lo intenta.
Y si al llegar a Venezuela se ven carteles por todas partes que dicen, "aquí se está construyendo socialismo", comprobando que un pobre país de América Latina se de el lujo de exhibirlo públicamente, sin sufrir las antiguas fulminantes represalias, se comprenderá que algo de la guerra fría ya pasó.
Aunque, claro está, la experiencia de Honduras y los propios sucesos recientes en Ecuador, nos indican que el recurso de intentos desestabilizadores está presente siempre.
En Brasil, la candidatura de Dilma representa un reforzamiento "por izquierda" del proyecto brasileño.
La propia Dilma ha sido una administradora más que eficaz del Estado, a quien bien conoce, en áreas claves para el desarrollo nacional: fue secretaria de Energía del Estado de Río Grande del Sur, ministra de Minas y Energía, ministra de la Casa Civil y presidenta del Consejo de Administración de Petrobras.
Posee una sólida formación ideológica y es probable que profundice el modelo de desarrollo brasileño actual, fortaleciendo el papel del Estado en el control de los recursos estratégicos y en su rol conductor de la economía (incluyendo el sector bancario, las empresas mixtas, y el área de las telecomunicaciones). Petrobras hoy está entre las empresas más grandes del mundo y ese gigante será, como el Pdvsa en Venezuela, la empresa "de punta" del desarrollo brasileño y el símbolo de su expansión en el mundo.
Las muy distintas experiencias de Chávez y de Dilma tienen en sintonía un legado que les es común de las experiencias del socialismo real, a la que agregan en dosis mayores o menores, de desarrollismo latinoamericano: potenciar el rol del Estado en el control y desarrollo de las actividades económicas estratégicas.
Ello supone potenciar el rol del Estado en al menos dos ó tres subconjuntos de actividades: en la del control de los recursos energéticos, en la de las telecomunicaciones y en la de la provisión de los servicios sociales. En las tres áreas son diferentes las propuestas, los enfoques, y los desarrollos.
Pero las experiencias neoliberales han sido bastante nefastas tanto en el aseguramiento de soberanía energética, como en los efectos sociales de la mercantilización de la salud, la educación o la seguridad social. Otras experiencias se imponen.
Y la vieja prédica "pro mercado" denostadora del Estado de los años noventa, parece no tener tanto crédito (aunque aún lo tiene en nuestro país, y entre filas de la misma izquierda).
En estos momentos sería bueno volver a desempolvar los análisis críticos y las miradas en retrospectiva de las experiencias del socialismo real, aunque más no sea para tener a mano otras bibliotecas y otras fuentes ó hacernos preguntas con la libertad que merece cada experiencia, más allá de las recomendaciones de manual (de cualquier manual).
En especial, cuando arrecian las propuestas de ajuste neoliberal en el centro, mientras los ratones de la periferia bailan al son de su propia música, aprovechando que los gatos que otrora los vigilaban están hoy ocupados en otras latitudes.
|*| Senadora Espacio 609
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